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05 de julio 2020

Florencia Angilletta

ANDÁ A LAVAR LOS PLATOS

Tiempo de lectura: 8 minutos

“El” menemismo no existe. Digamos: hay un período que empieza en 1989 y culmina en 1999, son los diez años gobernados por Carlos Saúl Menem. Pero período y época no son sinónimos. A veces entre sí se empastan, se pisan, pero raramente una época empieza y termina junto con un período. Ese frase que hemos gastado tanto de Gramsci “cuando lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer” es la justicia poética de esas cruzadas, de esos saltos, retrocesos, tropiezos o recrudecimientos. La época menemista –“los” noventa– empiezan antes de Menem y no necesariamente se van con él. Hay un menemismo antes del menemismo, un fango entre democracia y mercado que lo hacen posible, hay muchos menemismos incluso dentro de las diferencias ostensibles entre campaña y programa y entre el primer y el segundo mandato, y, más aún, hay efectos, lavas que irrumpen, “espectros” que, aún hoy, veinte años después que haya dejado el sillón presidencial, nos acompañan, nos aturden, nos irritan.

Los noventa son un orden histórico transformador de la clase media. No el único, claro, pero sí uno más de ellos. No soy menemista, soy histórica. La luna y el lado oscuro de la luna de esa mayoría argentina autopercibida como tal, sus deseos, sus razones, sus imposturas, sus luchas, sus conquistas, sus pérdidas, algo de todo eso que la “define” tal como podemos amarla u odiarla se cuece –o se vuelve a amasar, una y otra vez– ahí, epocalmente. Si no se desmigaga ese “lado oscuro” algo pareciera que se escapa de la clase media en la Argentina. ¿Por qué podríamos pensarnos sin esa década maldita? “Volver” a los noventa, entonces, como una pregunta de clase (media). Como una pregunta generacional, también. Hay hijos e hijas de los caídos de esos años –de sus despidos, de sus cierres de fábricas y empresas, de sus represiones, de su desempleo, de su crecimiento estructural de la pobreza– y también hay hijos e hijas de quienes lo votaron –masiva y contundentemente en cada oportunidad electoral–. Y sobre todo: hay historias superpuestas. Es incómodo escribir sobre esa clase media que lo “apoyó” –es decir, lo votó–; podría simplemente hacerse un silencio, justificar en la “traición” (¿dónde quedó el “salariazo” y la “revolución productiva”?) o quedarnos a salvo en la reserva moral (“yo no lo voté”, “el que lo votó es el otro”, “son una basura”).

Hay un menemismo antes del menemismo, un fango entre democracia y mercado que lo hacen posible, hay muchos menemismos incluso dentro de las diferencias ostensibles entre campaña y programa y entre el primer y el segundo mandato

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Diríamos: estaban los antimenemistas absolutos, en tiempo, que lo pelearon de principio a fin; estaban los que se enriquecieron escrupulosa e inescrupulosamente y lo defendieron. Pero también estaban –quizá sean la mayoría, quizás algunos de estos órdenes se repitan incluso en las mismas personas– quienes más sencilla o compleja o hasta dolorosamente fueron parte de una época, de sus fuerzas subterráneas. ¿Qué es la Argentina? La cultura de mezcla. Una mesa donde se sientan distintas posiciones que se creen tan ciertas a la vez. Los noventa: las guerras abiertas de América Latina en cualquier almuerzo familiar.

En “Flema es una mierda” Diego Vecino anotaba la sentencia de la época “los ricos podíamos ser peronistas”. Las mezclas no terminan ahí: los noventa es una década de derrumbe pero organizada con desechos y promesas. Los menemistas podían escuchar rock. Los rebeldes podían ser menemistas. Ir a un recital y arengar “el que no salta es militar” y estar a favor de las privatizaciones como “solución final”. Los noventa como una sangre común. Algo que –quizá demasiado rápido- se convirtió en una distanciada historia reciente. Las ovejas blancas y las ovejas negras de los noventa. Esa relación diabólica de la clase media con la época hace síntoma en el derrotero de esa canción que fue su “himno opositor”, Sr Cobranza, cantada durante años por Las Manos de Filippi pero masificada por la polémica versión discográfica de Bersuit. (Como si la misma tensión del neoliberalismo estuviera ahí: ¿quién podía “no venderse”?) La versión fue presentada en “¿Cuál es?”, el programa radial más escuchado, la banda de sonido de la clase media de esos años. No hay una historia de la clase media que pueda esquivar ese programa de radio. Esa aspiración de que se podía tenerlo todo: contar billetes y escuchar a Los Redondos. Esa lengua perforada. La famosa “plebeyización” ocurría también en esos lugares más gelatinosos. Todas son verdades a medias.

Hay hijos e hijas de los caídos de esos años –de sus despidos, de sus cierres de fábricas y empresas, de sus represiones, de su desempleo, de su crecimiento estructural de la pobreza– y también hay hijos e hijas de quienes lo votaron –masiva y contundentemente en cada oportunidad electoral–

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¿Pero qué le pasó a una generación que pudo haber votado a Raúl Alfonsín, que pudo haber abrazado la foto de Oscar Alende y la promesa del Partido Intransigente, o que pudo haber votado a Luis Zamora o simpatizado con Néstor Vicente, para votar a Menem la primera, la segunda o las dos veces? ¿O qué le pasó al peronismo para volver al poder democrático de su mano? Los noventa son los padres. En los ochenta son más cautivantes: son la juventud y son la primavera. Todo está por hacerse. Los noventa son una “pesada herencia” aunque son eso también: una herencia. Las herencias se apropian, se rechazan, se combaten, se inventan. Son bifrontes, múltiples, tan familiares como siniestras. Exhumar ese legado, las razones de un voto: queríamos ser ricos; terminamos más pobres. ¿Qué se metía adentro de la urna en 1989, qué se metía en 1995? La pregunta no es hacia Menem, es hacia la época, hacia la generación. Volver a un enigma de la clase media. ¿Qué de mí, qué de nosotros, qué de nuestros derechos y feminismos vienen también de ese lodo que son los noventa?

Cómo conseguir chicas

Flores silvestres en los jardines de la sociedad civil. Una máquina de producir desigualdad como máquina de producir comunidad. Termina el partido militar. Aumenta el ejército civil. Entre esas herencias dobles y contradictorias hay un Estado reformado –con las privatizaciones–, achicado –con la “liberalización” de la economía–, desmembrado –ministerios nacionales sin escuelas ni hospitales a cargo– así como una sociedad civil cada vez más robusta, desafiante, inventiva. De la marcha contra los indultos a la carpa blanca. De los centros culturales a los centros de estudiantes. De abajo hacia arriba, de adentro hacia afuera: cuando lo instituyente pulsa por ser instituido. Cuando las imaginaciones políticas no son sólo imaginaciones estatales o no agotan en el Estado sus zonas de promesas. Y, a la vez, un gobierno nunca es sólo un gobierno. Las épocas hacen algo con lo que los gobiernos hacen de ellas.

En “Flema es una mierda” Diego Vecino anotaba la sentencia de la época “los ricos podíamos ser peronistas”. Las mezclas no terminan ahí: los noventa es una década de derrumbe pero organizada con desechos y promesas.

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Las rúbricas constitucionales a los derechos de tercera generación. El fin del servicio militar obligatorio. Y las mujeres que finalmente llegan, más, al palacio. No hubo mujeres en ninguno de los gabinetes de las dos presidencias de Menem (a excepción de Susana Decibe en el Ministerio de Educación entre 1996 y 1999), aunque sí las hubo en algunos escalones menores como secretarías (como en el caso –adjetivemos rápido como “inolvidable”– de María Julia Alsogaray en la Secretaría de Recursos Naturales). Pero la “ley de cupo”, al establecer que al menos el 30 por ciento de las listas estén ocupadas por mujeres, apalancó la clase política femenina. La ley fue, además, pionera en la región. Tan distantes entre sí, Lilita Carrió y Cristina Kirchner dieron lecciones de coraje “de género” desde sus bancas. Eclipsaron una forma de patear el tablero cuando el viento de cola les soplaba en contra. (A Cristina, como ha recordado en varias entrevistas, llegaron a acusarla cuando estaba embarazada de Florencia de que iba a tener a la hija de un amante y no de su marido.) Algo más: una de las leyes civiles más importantes de la democracia reciente es la ley de divorcio, porque el despliegue en contra –de nuevo, la época– nunca ha sido comparable como el que tuvo que lidiar Raúl Alfonsín. Pero el primer presidente en divorciarse en ejercicio fue Menem de Zulema Yoma. (Lo “real” de la política desbordaba, entonces, hacia otros lugares impensados en la agenda liberal o conversadora “clásica”: ya no importaban las formas.) Ahí también hay una clave generacional: los noventa es la primera generación, a gran escala, de separados. En las aulas argentinas cada vez más había hijos de padres divorciados.

La política argentina posterior al retorno de la institucionalidad democrática está atravesada por la presencia de las mujeres. La lucha por los derechos humanos de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Esas mujeres que van a transformar la clase política. Norma Plá como emblema del reclamo de jubilados y jubiladas. Marta Maffei del de maestros y maestras. El asesinato en 1997 ‒aún impune‒ de la trabajadora Teresa Rodríguez en las primeras manifestaciones sociales en Cutral-có (Neuquén), referencia del movimiento piquetero y de las puebladas al norte y sur del país. No parece coincidencia que Charly García, en ese álbum de la caída de la primavera democrática con su portada hecha de flores, cante “Cómo conseguir chicas”. Profecías: las mujeres son el rostro de la democracia. Pero no fue fácil ser mujer en los noventa, muchos menos feminista. Los feminismos pujaban –en las universidades, en la política, en la literatura, en el periodismo, en el trabajo y más– dentro de ese carro barroso de las modernidades. Quizá haya dos imágenes que tensan la época: las amas de casa que llegan a la televisión con la figura de Lita de Lazzari (“camine señora y busque precios”) y la cobertura periodística de Fanny Mandelbaum de un femicidio que partió al país: el crimen de María Soledad Morales. Y la Evita de los noventa: Madonna.

Tan distantes entre sí, Lilita Carrió y Cristina Kirchner dieron lecciones de coraje “de género” desde sus bancas. Eclipsaron una forma de patear el tablero cuando el viento de cola les soplaba en contra

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Quisiera meter un pequeño asterisco: las privatizaciones fueron también un manual de género. En “Cuando los trabajadores salieron de compras” Natalia Milanesio lee cómo el primer peronismo talló las subjetividades a partir del consumo, incluso en clave de género. ¿Qué les hicieron los noventa a las muchachas? Trabajadoras que forjaron una parte de sus subjetividades en ciertos consumos que se volvieron moneda de cambio de lo que el mercado laboral exigía y ofrecía a la vez: los perfumes importados, el tailleur, los tacos aguja, las medias de nylon, los corpiños con aro y encaje debajo de blusas semitransparentes. Quizá una figura –no única pero modélica de este entramado– sea la de la “secretaria”. (El trabajo, la novela de Aníbal Jarkowski, es donde mejor puede leerse este ajuste de cuentas con la época.). Esas herencias blancas y negras. Como me dijeron una vez: las chicas de clase media se visten como si ganaran los sueldos de sus jefas. Los noventa: ser de clase media cuesta mucho.

¿Cuál fue el insulto que más recibieron las mujeres durante el menemismo? Apuro la intuición (o el capricho) y anoto: “andá a lavar los platos”. Una expresión muy usada cuando había un intríngulis automovilístico –cada vez más manejaban– y que condensaba un sentido de época. Unos años que chirriaban porque las mujeres –y el conjunto del colectivo LGBT– masivamente, ocupaban espacios históricamente asignados a los varones en la división –diferencial y jerárquica– de sexos y géneros. Ya estaban en la esfera pública, pero ahora marcaban la cancha. Era el lamento que clamaba por el retorno no sólo a la domesticidad sino a modales –contenidos, pasivos, pequeños– que se estaban haciendo trizas. Ése fue, no casualmente, el insulto que el entonces ministro Domingo Cavallo dirigió a la socióloga, demógrafa e investigadora del CONICET Susana Torrado (cuando advirtió, pioneramente, el crecimiento de la desocupación). No sé si se puede “volver” a esos feminismos como los hubo en los noventa. Inauguralmente institucionales, modernos, barrocos, –aunque quizá ya menos zarpados que sus hermanas mayores de los ochenta–. Cuando valía tanto la pena. Digo: casi como una vanguardia; hacer las cosas cuando las cosas implican riesgos. Cuando se puso tanto en juego. Una época que amasó, también, versiones enormes de mujeres que no entran en ninguna lista.

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Comentarios

  1. Nicolas Rufine

    el 05/07/2020

    Muy buen artículo, lastima que termine… ja

  2. Fernando Torres

    el 06/07/2020

    Excelente nota.

  3. Tomás Trapé

    el 12/07/2020

    Hoy la volví a leer. Excelente !

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