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BLANCO SOBRE NEGRO: LA CORDILLERA DE MITRE

Tiempo de lectura: 7 minutos

Un día, el director Santiago Mitre iba a jugar en el mainstream y competir mano a mano con los tanques argentinos. Sucedió, nomás, con La cordillera, su tercer largometraje como director en solitario, que hoy está en la pole position para pelear contra grandes apuestas del año como El fútbol o yo (la dupla Adrián Suar + Julieta Díaz) o Los que aman, odian, la nueva adaptación de una novela de Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, protagonizada por Francella. Y todo esto después de Mamá se fue de viaje, ese batacazo de vacaciones de invierno con el que su director Ariel Winograd le ganó a blockbusters hollywoodenses, y que tiene toda la pinta de ser la ganadora del año en nuestro habitualmente concentradísimo escenario de la taquilla local.

En La cordillera el protagonista es un presidente al que conocemos recién después de ver a todos los que trabajan para él, de abajo hacia arriba. Vemos al guardia de la puerta de Balcarce 50, al electricista y al mozo de la cocina. A los asesores de un presidente más macronianio que macrista interpretado por Darín. Vemos a Luisa Cordero, personaje holly-hunteriano de Érica Rivas, asistente-hermana-confidente de Hernán Blanco, un gobernador de La Pampa que llegó a presidente bajo el lema del “hombre común”. Vemos al Mariano “Gallego” Castex de Gerardo Romano, su jefe de gabinete, político de raza y soldado probado de batallas electorales. A Hernán Blanco lo encontramos solo, acostado con los ojos cubiertos por un antifaz y los oídos tapados por la música que escucha en sus auriculares, aislado del mundo, allá arriba en el Tango 01. Encima, tiene que bancarse escuchar a un Longobardi en la radio diciendo que es un presidente invisible. Un hombre sin atributos en camino a una cumbre del poder. Una reunión de poderosos en serio, con emperador brasileño incluido. El camino de Blanco es bastante opuesto al de aquel juez de Oscar Martínez en La patota: animarse a tomar el poder, descubrirlo, y hasta abusar de él para empezar a existir, para volverse visible y al mismo tiempo cada vez más opaco. Blanco cada vez más oscuro. Lo sorprendente de La cordillera es la verosimilitud con que reproduce, al menos en su primera mitad, la escena cotidiana de la política. No hay fascinación por el detalle, por el protocolo, por la humanidad o por los juegos de palacio: hay naturalidad. Aunque haya distancia. Porque los gobernantes, tan humanos ellos, sin embargo están siempre solos. Allá arriba, en la cima de una montaña, en un palacio de color ocre. La cumbre de La cordillera está hecha de pura realeza y muy poca Corte.

cada película puede leerse como volúmenes de un tratado sobre el poder

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En la relativamente breve obra de Santiago Mitre como director (si dejamos de lado sus colaboraciones, como guionista en las películas de Pablo Trapero, como co-director en la hipnótica Los posibles y en la genial El amor: primera parte) se adivina una búsqueda en común, en la que cada película puede leerse como volúmenes de un tratado sobre el poder. Y esa obra en construcción, si bien se siente como algo que todavía está vivo, como una investigación inconclusa o una inquietud no satisfecha, también parece haber aterrizado en algún lado con La cordillera. Un salto para Mitre en production value con Kramer & Sigman detrás, y un paso que bien podría cerrar una trilogía junto a El estudiante y La patota. Primero, segundo y tercer acto. ¿De qué trata la obra? Del poder. El poder en 3 tomos. Una versión del poder visto desde su praxis individual y no mediada, sin mayúsculas, pero tampoco, sin la ampulosidad obsesiva de recrear la escena del micropoder: apenas un poder construido por personas con límites (morales, intelectuales, psicológicos, físicos). Su factor humano, con personajes que siempre descubren un aspecto del mismo: su alcance, su maleabilidad, su volatilidad. El poder en el cine de Mitre es el de individuos que lo descubren, dentro y fuera suyo, y aprenden a ejercerlo. A gobernar. A ganar una elección, a usar la traición como recurso para no ser traicionado, o a tener la libertad de ejercer un mínimo poder personal, como lo hace la Paulina de Dolores Fonzi para decidir por sí misma qué hacer con lo que hicieron de ella, de su cuerpo desposeído durante una violación. Paulina se pelea con el poder, con ese padre ex militante de izquierda, que quiere decidir por ella y no puede, ese juez al que su hija le arrebata el poder de impartir justicia (Mitre retrata la violación y la tortura policial a los violadores). Ahora, con una de las productoras más importantes del país detrás y un elenco de estrellas regionales (Ricardo Darín, Dolores Fonzi, Érica Rivas, los chilenos Alfredo Castro y Paulina García, y el mexicano Daniel Giménez Cacho), el tercer largo de Mitre es, también, un ascenso para su director y un reflejo frío de esa tensión entre las expectativas comerciales de una película en el mercado y la mirada menos espectacular –velada, oscura– de su autor, que se mete con un tema tan popular como lo es la moral de aquellos que elegimos para tomar decisiones por y para nosotros. Es imposible adivinar qué pasará con un estreno tan atípico como La cordillera en plena semana de elecciones. Lo demostraron las performances en la taquilla de Solo se vive una vez o Casi leyendas: nadie tiene al público comprado de antemano.

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El poder en el cine de Mitre es una cuestión cotidiana, un trabajo. O mejor aún: un juego. “Este juego lo inventamos nosotros”, dice el personaje de Christian Slater en la que compite como mejor escena de la película. Y en esa idea de quehacer diario es donde Mitre se destaca por sobre el resto de sus colegas. La dupla guionista que Mitre forma con Mariano Llinás escribe algunos de los mejores diálogos que ha tenido el cine argentino reciente en manejo de tono, ritmo y correspondencia con los personajes. Nadie habla fuera de lugar, nadie suena como alguien que no es, ningún personaje dice cosas que a todas luces no diría. El realismo les sienta bien. Y así se escucha. Y esa verosimilitud no se construye por imitación, de oído. Hay en ello una exploración más exhaustiva. En El estudiante, conocíamos no sólo el terreno político ominoso del mundo universitario, sino también casi un anexo de la cultura política estudiantil: las formas de un joven del interior tímido y prudente que arrastra con cautela un conocimiento político brutal, una política semirural de radicales y peronistas cuerpo a cuerpo, pero que una vez que aprende las tecnologías del yo-marxista universitario se convierte en un tiburón sin límites para crecer.

Pero ahora Mitre ensaya algo sobre la política tal vez ya inadmisible para la crítica politizada de cine: la distancia. Esa distancia que construye Mitre entre la sociedad (el espectador) y los políticos, que los años de crisis, post crisis y kirchnerismo parecieron borrar. Para Mitre la política es un lugar muy específico, un lugar al que entrar y del cual salir. Todo es política… y aún así lo político es un campo concreto. Luego, esa distancia, que a esta altura explica un sesgo permanente en su visión, lidia contra una fantasía porteña de una generación sobreeducada ideológicamente y subejecutada laboralmente: que entre uno cualquiera de nosotros y el funcionario (el militante o el CEO de apariencia hipster) es difícil que no exista la mediación de un amigo. Un poder que conocemos más. Pero no sólo eso: también la figura del papa peronista de Flores, de Trump con su flema tuitera anti medios o el joven Macron, nos revelan la fantasía de un poder accesible, legible, casi inmediato, que nos podemos cruzar en la bicisenda o consumir su intimidad vía Netflix. Pero no. Mitre filma en los años macristas una nueva versión de la política con un presidente que emula la imagen cualunquista del hombre común (en algo que se parece no sólo a la propuesta macrista sino al formato generalizado de políticos post Cristina) y nos muestra la imposibilidad de lo común en ese terreno. No hay nada más monstruoso que el interior de ese político que refleja al hombre común. Pensemos en Scioli. Scioli y el museo de La Ñata. Es eso: la extraña naturaleza del poder, porque es un lugar donde los hombres y mujeres en parte se extrañan, se extravían, se enrarecen, desatan sus fantasmas. Entonces este presidente Blanco reproduce un promedio de época: esta idea del “hombre común” en la política, todo hombre común es político. Un imposible que los últimos años se ofreció en esa trilogía de descarte (Scioli, Massa o Macri), y que cualquier repaso honesto por la intimidad y la vida pública de estos ofertantes desmiente al instante. No hay nada de común en esos hombres. Pero esta caracterización que Mitre talla, en la que carecen rastros visibles de las identidades políticas (no hay peronismos, radicalismos, izquierdas) es también un efecto de sordidez: el desnudo neutro de la política de las cosas con su drama intimista. Queremos decir: en este deliberado vaciado de apariencias que hace Mitre no leemos su propuesta de cómo debe ser la política, sino la forma de un extrañamiento cuando esa política se desnuda. ¿Qué queda si se despojan todas sus capas de relatos, identidades, tradiciones? El espejo con Macri funciona, pese a que es de rigor su forzamiento. Hay algo en la caracterización de Darín, en los ojos celestes, en el entrecerrar de esos ojos, en la gestualidad distante, en su incapacidad de épica… En esa distancia necesaria –en la necesidad de esa distancia– y en la imposibilidad del hombre común de ser un hombre de Estado, Mitre va construyendo una versión fría de la política, precisamente porque conoce el calor uterino de esa política. Blanco representa una “política cualquiera”. No subraya lo que se sabe: como el vacío no existe, cuando “no hay ideología” es porque ese vacío está ocupado por la ideología del más fuerte. Y sin embargo, la película aborda la construcción del poder después de tomar el poder, porque el poder requiere de su operación, de su construcción singular, de que alguien en un momento lo ejerza. El poder es el poder de ser otro. El poder cambia a los sujetos. La cordillera es ese pasaje.

no leemos su propuesta de cómo debe ser la política, sino la forma de un extrañamiento cuando esa política se desnuda

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En La cordillera el poder es más malo que nunca, porque uno no llega a presidente si no se cruzó alguna vez con el Mal. Es una cosa de hombres partidos en dos por el Diablo: el hombre con poder es el hombre que contiene el Mal dentro suyo. Por eso es, también, una película de terror y una película de suspenso hitchcockiano, con sus villanos y sus inocentes, su hechicera-adivina, su médico-brujo (ese psiquiatra chileno tan Van Helsing), sus misterios ominosos con música demasiado pomposa, un sueño literario con el Diablo, y un castillo aislado en la cima de una montaña, a la que se llega por caminos sinuosos rodeados de nada. Nadie ficcionalizó tres veces la política en estos años. Tres historias del cuerpo puesto en la Universidad, el “territorio” y el Palacio. El poder en el cine de Mitre se presenta también –finalmente– como algo negativo, peligroso, no-positivo, interpretación que innecesariamente muchas veces le atribuyen a su visión global de la política. Gente con poder representada como gente que maneja asuntos filosos, oculta secretos, toma decisiones que pueden desencadenar traiciones, torturas, asesinatos: la persona con más poder como la peor persona. Pero esta devolución a lo “sobrenatural” del poder que va hilando hacia el final, esta visión más clásica del mal, no destiñe la construcción de un relato gris que se presenta aquí y ahora, en tiempos donde la política oficial le dice a la sociedad “déjennos las cosas a nosotros”. Una política que en su encierro camina vertiginosamente por su cornisa sudamericana: el relato acerca de cuándo y dónde finalmente se hará el pacto con el mal.

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