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18 de agosto 2015

Ayelén Oliva

CARACAS

Tiempo de lectura: 4 minutos

Todavía no es de noche pero las luces del Centro ya alumbran la plaza. En Caracas el agua no es un drama, las tormentas no duran más de media hora, llegan intempestivas y pasan apresuradas. Entro a un bar como refugio, pido unos tequeños y una cerveza, la etiqueta dice que está hecha en la “República Bolivariana de Venezuela”. Se escucha Amor Amarillo de Gustavo Cerati y me pregunto cómo fue que logró entrar, con tanta fuerza, en una América Latina brava ¿En qué momento dejó de irritarle al Caribe esa arrogancia tan del Río de la Plata? ¿En qué punto se cruza la susceptibilidad de Buenos Aires y la ferocidad de Caracas? ¿Será que representa la dosis de mordacidad necesaria para sobrevivir en latitudes de bachata? Y además, como comunión simbólica fue acá, en esta otra ciudad de la furia, donde vino a perder el aliento a causa de un exceso de buena vida. Me pregunto si habrá pasado antes por este lugar diminuto, conventillo de una intelectualidad de izquierda, eslabón perdido en la herencia de una cultura hispánica.

No existen muchos lugares como este en Caracas. En el país del café no hay cultura de bar, sino que su consumo es de parado, arrimado a las vitrinas de alguna despensa de pan parecida a nuestros almacenes de barrio, con gente que entra y sale pidiendo a gritos un majarete de coco o algún pastelito relleno de papaya, dinámica que alimenta una lógica alborotada, tan anárquica como la palabra vaina, improvisada como sus barriadas, un orden con sello propio domesticado por la amabilidad de su gente. El venezolano definitivamente es buena gente, es el corazón sobre la mesa, es la generosidad desmadrada. Al fondo, en una mesa, un grupo de chavistas sesentones discuten el rumbo económico de una revolución en marcha, en la que el paso del tiempo parece anestesiar su dinámica. El más viejo se enreda en una cadena de motivos urgentes que exigen regular la distribución de alimentos para evitar el acaparamiento, el más joven lo pisa con las palabras, susurra estrategias ya masticadas para ordenar la diferencia cambiaria en una sociedad que lleva el estigma del petróleo prendido como garrapata. Entre ellos, desparramado en una sillón de cuero oscuro, un hombre altísimo y moreno, enfundando en el traje verde de la Fuerza Armada Bolivariana, con botas negras, cordones rojos y un “Pérez M.” bordado en su chaqueta, vigila en silencio la conversación con la mirada que rebota de un lado al otro como si estuviera siguiendo un partido de tenis. Y en esa mesa está el chavismo como símbolo hecho carne, como materialidad emblemática, el pensamiento de izquierda y el uso de la fuerza, la persuasión retórica y el Ejército, la coerción y el consenso. En esa mesa está el Estado, compañeros.

Como contracara, en la otra punta, junto a la ventana, dos rubios casi albinos piden una copa de vino como una especie de declaración de clase espontánea. Un vino cuesta la mitad de un sueldo, pienso. ¿Pero el ron? ¡Ay, del ron! más de cinco botellas del mejor ron venezolano caben en una solita del peor vino argentino. Ron para todos, vino para el extranjero y socialismo real. And after all we’re only ordinary men. Y ahora suena Us and Them de Pink Floyd y la cerveza que tomo está helada. El guardia bolivariana se aburre de la conversación, de Floyd y de la cara de nada de los gringos que se refleja en la ventana y camina como marchando en un desfile militar, de la puerta a la mesa, de la mesa a la puerta y termina sin querer por escoltar el ingreso de tres árabes, que supongo palestinos, por su kufiya que dibuja figuras geométricas en blanco y negro. ¿Serán parte de la realidad efectiva de una geopolítica chavista siempre adelantada a su tiempo? ¿Serán algunos de los cien, que algún día serán mil, que invitó el gobierno de Maduro a su país para estudiar medicina comunitaria?

Caracas

Casi sin sentirlo entra un tipo flaco y alto que podría ser uruguayo como porteño: andar tranquilo, no pasa los 40 años, barba con canas y anteojos de armazón negro, da unas vueltas sobre sí y se suma a otra de las mesas con dos mujeres de mediana edad y un hombre mestizo, retacón, caraqueño hasta la médula, que sostiene un libro que dice en letras gigantes “mitología romana”. ¿Mitología romana?, pienso. Y en definitiva, todos algún día caminamos con un libro de mitología romana o de filosofía socrática por Rivadavia. Los libros que empapelan las paredes de este café, que también es librería, llevan nombres como El imperialismo contracultural o Discursos fundamentales antiimperialistas, pero no hay mitología romana. Sí hay mucha poesía, no sólo Valera Mora o Eloy Blanco y sus angelitos negros. Que vayan comiendo mango, por la barriada del cielo. Sino que hay también poesía mala, desconocida, reconocida o recién aparecida, compilaciones de festivales y concursos literarios de Venezuela o el mundo, pero mucha poesía. Me pregunto si el venezolano leerá (tanta) poesía. El venezolano es arrebato, delirio, pasión pero ¿Lee poesía? Y la camarera tiene una sonrisa increíble, unos rulos enérgicos y una piel morena encendida. Y ahora suena una música parisina en Caracas. La intelectualidad progresista es internacionalista. Paró la lluvia, es de noche y la ciudad se ve luminosa con los adoquines teñidos de agua. Afuera se escucha la música llanera de Augusto Bracca y hay una fila de personas, bajo un techito, frente a la plaza, que esperan para comprar una arepa de carne mechada con jugo de guayaba.

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