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13 de julio 2016

Pablo Touzon

Politólogo. Panamá Revista Línea Fundadora. Mono de Metal. Soldado de De Gaulle

CENTRO CULTURAL MACRI

Tiempo de lectura: 7 minutos

Tres transiciones

Dicen que por el origen se conoce la historia, como si existiese un ADN original que el transcurso del tiempo no hiciese más que desarrollar y amplificar. Podría decirse así que el gobierno actual tiene varios principios posibles: el día que Mauricio Macri decidió competir por la presidencia de Boca Juniors, aquel en 2007 cuando se convirtió en Jefe de Gobierno de la Ciudad, el dia de la votación radical en Gualeguaychú o el mismo (obvio)  22 de noviembre del año pasado. Sin embargo, es quizás más útil entenderlo en el contexto de la gran transición argentina. Esa que empezó en  octubre de 2013, cuando los resultados de la elección sepultaron la ilusión reeleccionista y el país se dio cuenta que iba a tener, en breve, un presidente sin el apellido Kirchner. Tres variantes, tres modelos de transición bien diferentes fueron cristalizándose con los meses.

Daniel Scioli encarnó la opción más conservadora, la de la transición sin ruptura, la de “siempre gana el peronismo”, y la favorita del precario establishment argentino. Sobre su figura se tejieron las ilusiones más dispares, aunque siempre convergiendo en la necesidad de no hacer demasiadas olas. Una suerte de Argentina que firmaba el empate. Y  generó la ciencia esotérica de la interpretación gestual, hobby favorito del “círculo rojo” en aquel 2015.  Pero estaba lejos de no constituir una opción políticamente racional. Una transición ordenada entre el cristinismo duro y un peronismo más centrista y consensual parecía la mejor posible, la más sensata y deseable. Un ’99 con De La Rúa propio. El problema quizás era que siempre fue una opción sobre-racional, de diseño, de cálculo politológico. La opción “de la política”. Y que, además, falló el “factor humano”: Daniel nunca fue ningún Adolfo Suárez.

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Sergio Massa, el de la transición con ruptura,  perdió una apuesta y ganó otra. Un cálculo central de la rebelión de los coroneles peronistas del 2013 era que, tras el triunfo electoral, este espacio iba a servir como cabecera de playa para el resto del peronismo oficial sometido por el cristinismo “unido y organizado”. Una válvula de escape y salida política que la abdicación del gobernador naranja había dejado vacante. Pero los tanques pejotistas nunca llegaron (con la excepción del siempre fuera de sistema De la Sota), y el massismo se vio obligado a reinventarse sobre la marcha, potenciando la búsqueda de la representación pura de esa “ancha avenida del medio”. Una guerra de guerrillas electoral, sin Estado ni territorio. Rechazado por la Política, encontró (algo) de Sociedad. Y así como perdió, en toda la línea, la apuesta “peronista”, ganó aquella que consistía en postular la existencia de un tercer espacio importante a salvo de polarizaciones, ni macrista ni kirchnerista.

Mauricio Macri encabezó la variante de transición “revolucionaria” y aluvional, apostando sobre seguro a la historia de las transiciones argentinas, en donde la Revolución es la regla y la Reforma la excepción. ’82-‘83, ’89-‘90, ’01-’03, con la única anomalía del aliancismo ’99, el cambio argentino es rupturista e “imprevisible”.

El cálculo macrista se centró tanto en operar sobre la afirmación de la existencia de una crisis (negada por los argumentadores del “cambio con continuidad”) como en una interpretación inteligente del judo del sistema electoral. Con un planteo político más simple y claro, en comparación al “es más complejo” sciolista.

Este triunfo “en las suyas”, con reglas propias, activó todos los reflejos de vanguardismo iluminado de la dupla Peña-Durán Barba, que se plasmarían desde el inicio en la conformación del nuevo gobierno. Sin necesidad de hacer concesiones a ninguna lógica alternativa, y con la arrogancia de haber tenido razón, este macrismo puro opera en continuidad con el cristinismo anterior, no tanto en “las políticas” como en “la política”. Y contando en su haber con un extraordinario legado para este fin: el Estado militante kirchnerista

El Antiguo Régimen y la Revolución (de la Alegría)

“Comparad el nuevo estado de las cosas con el Antiguo Régimen: de esta comparación nacen todos nuestros consuelos y esperanzas. Gran parte de las actas de la Asamblea Nacional, la más considerable, es evidentemente favorable al gobierno monárquico. ¿no es acaso una ventaja no tener que contar con parlamentos, ni con países ni estados, ni con cuerpos de nobleza, de privilegiados ni de clero? La idea de no constituir más que una sola clase de ciudadanos le hubiera agradado a Richelieu: esta superficie igual facilita el ejercicio del poder. Varios reinados de gobierno absoluto no hubieran hecho tanto por la autoridad real como este solo año de Revolución

Carta secreta de Mirabeau al Rey Luis XVI, 1790

Toda Revolución tiende a centralizar el poder, y en este sentido la kirchnerista no fue la excepción. Desde sus inicios en aquel lejano 2003, el kirchnerismo se abocó a la tarea sistemática de la centralización política y administrativa del país, un poco por la misma concepción nestoriana del poder, y otro mucho para evitar y conjurar aquel poder balcanizado del verano de Chapadmalal 2002, donde hasta el Presidente le cortaron la luz. Pero ese poder coexistió, hasta 2011, con distintas “mediaciones” (sindicatos, movimientos sociales, Concertaciones Plurales, el mismo Grupo Clarín) que matizaban un tanto el monocolor pingüino.costa3

El 54% fue el verdadero acto de nacimiento tanto del cristinismo como movimiento distintivo como del Estado militante como objetivo político. La extraordinaria centralización y concentración del poder político fue en este punto más un fin que un medio de la política estatal. Se entendía menos el “para qué” que el “cómo”. Operaba en las dimensiones fiscales y administrativas, en las relaciones con las Provincias y municipios. Operaba en la dimensión ideológica, en una creciente idolatría del Estado con respecto otras instituciones (sindicatos, iglesias, movimientos sociales) a los que se les negaba toda representatividad política. Operaba en el seno del mismo kirchnerismo, en donde el imperativo centralista forzó a una unidad soviética de las organizaciones y a un creciente culto a la personalidad de “La Jefa”. Y operó en el ámbito de la economía, en donde el despacho-santería de Guillermo Moreno primero y el Excel de Kicillof después funcionaban como deficiente y único distribuidor de recursos nacionales. La “estatización” de todos aquellos símbolos culturales del progresismo (Las Madres de Plaza de Mayo, Página 12, Víctor Heredia) es solo la conclusión lógica de dicha concepción. Incluso el crimen organizado cae en la misma lógica. La imagen del empoderado López, con su casco y su chaleco anti balas, resulta vagamente familiar. Pero mientras que en Colombia o en Italia refieren a carteles familiares y a una lógica de mercado (cosa que es, en última instancia, la venta de cocaína) en la Argentina remiten a un secretario de obras públicas y a rutas jamás construidas. La estatización del sueño.

Toda Revolución tiende a centralizar el poder, y en este sentido la kirchnerista no fue la excepción

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Si el primer peronismo redistribuyó poder ( mucho) en la sociedad para redistribuir riqueza (y las organizaciones sindicales que lo sobrevivieron 17 años así lo atestiguan) el kirchnerismo tardío operó en el sentido inverso, estatuyendo al Estado como único distribuidor de poder a todo nivel, operativo, económico y simbólico. Una sociedad concebida como una esfera sin relieves, es vez de un poliedro irregular y dinámico. Un Estado libre de Weber, omnipresente y omnipotente, conducido por una nueva elite política joven, nueva e incontaminada, por siempre jamás.

Un Estado así concebido es presa fácil, muy fácil, de vanguardias de todo tipo y pelaje. La “captura” estatal, diría la politología, es cuestión de semanas. Basta con sentarse en el panel de control y accionar las palancas en el sentido inverso. Es paradojalmente poderoso y frágil. Como descubre con crueldad hoy el kirchnerismo, el problema del Estado Militante es cuando milita para otro.

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El PRO y su nueva clase de administradores, los CEO´s del Estado Farmacity, no son más en este punto que los continuadores, en clave “derechista”, del modelo anterior. Ambos rechazan todas las mediaciones: donde unos veían “corporaciones”, otros ven “círculos rojos”. Donde otros postulan “militancia”, los otros exaltan “gestores”, los “políticos” son rechazados por igual. Y poseen la misma alergia a las “mesas de concertación” o “pactos de Moncloa” de todo tipo. Ambos ajustaron, ambos devaluaron. Las políticas en ese sentido son menos importantes que la política. Los revolucionarios tienden a parecerse. De la Evita Montonera al Yaguareté verde, la ingeniería social y vanguardia estatal argentina podría ser caso de estudio a nivel global. En dicha sociedad, el “leninismo” estatal, sea de derecha o izquierda, funciona. Y tiene, además, un fuerte contenido de clase.

El PRO y su nueva clase de administradores en este punto no son más que continuadores, en clave 'derechista', del modelo anterior

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Ernesto Semán señala que el macrismo es un gobierno de clase, más que un gobierno de derecha. Definición acertadísima, si se le agrega que la impronta de clase es también una línea de continuidad con el cristinismo. El 2011 no solo fue un año de cambio de elenco político en el kirchnerismo, sino también social. Burguesía de izquierda versus Burguesía de derecha, Nacional Buenos Aires versus Newman, Cabo Polonio versus Punta del Este, la distancia entre las playas de Uruguay en los veranos de Axel Kicillof y Marcos Peña es bastante menor de lo que aparenta.

Si el peronismo fue, reducido a su expresión más nuclear, el ingreso de las clases populares en la política y en el Estado (que en la Argentina es lo mismo) parecería asistirse desde 2011 hasta la fecha a un 17 de Octubre en reversa lenta, un proceso suave de “chilenización” elitista, anti plebeya. El retrato-robot del poder en la Argentina contemporánea: joven, blanco, del AMBA, estudios universitarios completos. Sin acentos del Interior, sin “corbata”. Nunca antes el poder estuvo tan concentrado. Y la crisis real del peronismo puede observarse mucho más en este fenómeno que en cualquier dispersión política o de sellos partidarios.

Se  produce una hegemonía “a pesar de”. Incluso si en la concepción ideológica macrista no figura un plan de estas características, el desbalanceo Sociedad-Estado en la Argentina determina que la práctica política posea esa impronta, aunque más no sea por inercia. Se es hegemónico por default. Porque el Poder en la Argentina se concentra o se disuelve, pero casi nunca se divide.

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