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20 de noviembre 2017

Mariano Schuster

CRISTO DE LOS PRESOS

Tiempo de lectura: 6 minutos

A Anita Salomón, que, cuando éramos unos adolescentes, me lo hizo escuchar

Johnny Cash y June Carter guardaban demasiadas cosas. En su casa de Hendersonville (Tennessee) había espacio para todo: papeles, revistas, regalos y recuerdos. Rodeados de árboles y pájaros, se preguntaban: ¿por qué tirar? Ninguno de ellos tenía razones para desprenderse de los objetos y las sensaciones acumuladas durante toda una vida. Así que, simplemente, se sentaban en un leño frente al río Old Hickory, se abrazaban y se besaban. Sabían que su casa también guardaría ese recuerdo: enorme y omnisciente, la mansión que habían construido forzando la voz y calmando el alma, los observaba desde atrás. En su vida, Johnny y June no habían hecho más que acumular poesía. Ese era su único y verdadero hogar.

A veces se preguntaban quien se iría primero. ¿Sería Johnny, el cantor que vestía de negro y predicaba la palabra de Cristo? ¿Sería June, la muchacha de voz dulce que lo había rescatado? Habían vivido, como dicen las malas novelas, el uno para el otro. Y se irían juntos. Dios tendría que quererlo así.

Johnny siempre había sido él mismo: ese chico nacido en los campos algodoneros de Arkansas. Había venido al mundo en 1932, en plena depresión, pero él sabía que esas tierras estaban malditas. La depresión, en todo caso, las acompañaría siempre. Había aprendido a cantar como lo hacen los débiles y desesperados: escuchando a su madre, una mujer que lloraba en la siembra y que derramaba a su paso lamentos del Gospel. Ella le había dicho: “Dios te ha tocado con su don, hijo. Nunca olvides el don”. Y no lo hizo.

Johnny Cash, el hombre que abrazaba y besaba a su mujer sobre los leños, siempre quiso cantar contra el destino y en favor de la vida. Esa que, para él, vino llena de desgracias. Desde su primera casa, una cabaña pobre que compartía con sus padres y sus seis hermanos, hasta sus trabajos: mecánico en un taller de autos en Michigan, interceptor de mensajes de radio después de la II Guerra Mundial, vendedor de electrodomésticos en Memphis. Ser pobre le costaba demasiado caro.

Johnny Cash, el hombre que abrazaba y besaba a su mujer sobre los leños, siempre quiso cantar contra el destino y en favor de la vida.

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Entre las cosas que Johnny y June guardaron en la casa, estaban esos recuerdos. Los había más alegres y más tristes. Pero para el muchacho del country había uno especial. Era el de su hermano Jack, que murió a su lado cuando él tenía solo trece primaveras. Había sido una muerte indigna y estúpida: una sierra había cortado su cuerpo mientras trabajaba. Desde entonces -le decía Johnny a June- viví con esa doble pérdida. Mi padre decía que Dios se había llevado al hijo equivocado. Pero yo había perdido a Jack, mi héroe, mi mejor amigo, mi compañero, mi protector.

Johnny tuvo que hacerse solo. Harto del Ejército, se compró una guitarra y, a principios de los 50, compuso Hey Porter, su primer tema. En 1955 conoció a Elvis Presley y lanzaron, junto a Jerry Lee Lewis y Carl Perkins, el sello Sun Records. Comenzaba una carrera descomunal.

Su vida, sin embargo, no fue sencilla. Aunque se había casado con Vivian Liberto Distin, su matrimonio desbarrancó rápido. Eran las putas anfetaminas y los litros de alcohol. Hacia mediados de la década del 60, Jonny ya tenía más de diez discos y miles de historias por contar. Pero la suya era quizás la peor: con su guitarra y su country music no lograba aplacar el dolor que vivía su alma. En 1965 los polis de Starkville, un pequeño pueblo de Mississipi, lo arrestaron en un jardín. Se había metido para robar flores -y no de marihuana-. Después de salir, vino el verdadero arresto: en octubre lo encontraron pasando la frontera de El Paso, Texas. Llegaba de Ciudad Juárez. Había ido a comprar anfetaminas baratas. En su bolso llevaba 668 pastillas de Dexadrine y 475 de Equanil.

Pero, entonces sí, llegó ella. Tenía el pelo lacio y una voz prodigiosa. En los escenarios deleitaba a la audiencia con sus canciones y su tonada suave.  Y, en realidad, ya lo había deleitado a él. “Hola, soy Johnny Cash y un día me casaré contigo” – le había dicho el músico maldito a principios de los sesenta. Entonces, los dos estaban casados. June Carter le dio su amistad. Él la suya. Y en 1968, ella se vistió de blanco y él, como siempre, de negro. Dos anillos iniciaron una nueva vida. La verdadera y eterna.

Johnny - June - Johny

June lo salvó de las drogas. Le acercó la palabra de Cristo y su mensaje. Johnny dejó las anfetaminas y apostó por los derechos de los débiles. A su enfrentamiento con el Ku Klux Klan -que lo acusó de haber estado con una “mujer de sangre negra” como Vivian- le siguió su defensa de los más diversos grupos oprimidos. Johnny Cash los cantó a ellos y nada más que a ellos. A los trabajadores, los campesinos, los granjeros, los mineros, los portuarios y los trabajadores del ferrocarril. Como un cowboy de la canción empuñó su guitarra y su voz para contar esas pequeñas grandes historias.

June lo salvó de las drogas. Le acercó la palabra de Cristo y su mensaje. Johnny dejó las anfetaminas y apostó por los derechos de las minorías

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La única política de vida de este hombre al que muchos consideraban duro y recio, era sonreír para el débil, el pobre, y el desesperado. Cantaba en las fiestas populares, en las confiterías y en las cárceles. En la prisión de Folsom, donde entonaba su voz rancia para los presos -esos Barrabás olvidados-, armó un escándalo. Cuando los guardiacárceles le dieron un vaso de agua, lo miró y dijo: “Está amarillo. ¿Esto es lo que le dan de beber a ustedes?”, y lo rompió en el suelo. Jonny no iba a consentir que tratasen así a los presos. Así nació el Folsom Prison Blues, el himno que lo convirtió en el Cristo de los encerrados.

“Siempre quise hablar de las voces ignoradas, de las voces suprimidas”, dijo una vez este hombre que se vestía de negro porque, simplemente, no quería ser como los otros. “Ellos llevan ropas relucientes, botas de cowboy y adornos.” Había algo oscuro en su alma. Conocía la vida de los débiles y quería cantarla. Su “Hola, soy Johnny Cash” era eso: “Hola, soy un minero”, “Hola, soy un ferroviario”, “Hola, soy Cristo defendiendo a los pobres”.

Durante toda su vida, Johnny le dio importancia a la palabra. Y fue eso lo que dejó en esa casa enorme de Hendersonville. Era eso lo que ni él ni June querían tirar. Cuando murieron sus padres, John la tomó en sus manos. La sacó del viejo hogar y pensó que hacer con ella. Ahora, esa palabra es de todos. “Había una cantidad enorme de papeles: sus estudios sobre el libro de Job, (…) las cartas a mi madre y también a su primera mujer, Vivian, allá por los cincuenta. Papá era escritor, y nunca dejó de serlo. Sus escritos abarcan todas las épocas de su vida: de los poemas de un ingenuo pero innegablemente brillante quinceañero a los posteriores estudios exhaustivos sobre la vida del apóstol Pablo”, escribió John en  el prólogo a Eternas Palabras, el libro que compila los poemas inéditos de su padre.

Tapa libro Johnny

Finalmente, fue June quien murió primero. Sucedió en junio de 2003. Pero el destino estaba marcado. Tenían que irse juntos. Johnny no soportó. Lo invadió la melancolía y falleció solo tres meses después. ¿Cómo iba a vivir sin ella, de quien había dicho estas palabras?:“Ella me levantó cuando yo estaba débil, me animó cuando estaba desanimado y me amó cuando yo me sentía solo e indigno de ser amado”.

De Johnny Cash quedaron sus canciones, pero también sus poemas. Están escritos con la misma esencia de amor cristiano, con la misma música agraria, con el mismo impulso vital que habla de los melancólicos y los desesperados

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De Johnny Cash quedaron sus canciones, pero también sus poemas. Están escritos con la misma esencia de amor cristiano, con la misma música agraria, con el mismo impulso vital que habla de los melancólicos y los desesperados. Son textos que hablan de trabajadores, pero también de la tierra y de la estupidez. Son textos que hablan del amor y del espíritu. Son textos que hablan de la conquista de la eternidad, esa que una vez marcó Jesús. “El que quiere ser cristiano debe cambiar del todo”, decía Cash mientras besaba a June. Quizás él haya conseguido hacerlo con su amor y, por eso, todavía vive.

Me dices que moriré / como las flores que tanto amé / Nada de mi nombre quedará / Nada de mi fama se recordará / Pero los árboles que he plantado / aún son jóvenes / Las canciones que canto / aún seguirán cantándose.

Agarren sus poemas. Sientan, de una vez y para siempre, esa música agropecuaria con sabor a tierra fresca que solo se escucha bien en la ruta. Aumenten la velocidad de los sentidos manejando un viejo Cadillac que se desliza levantando arena. Háganlo ahora, mientras ella mueve la cabeza y su pelo esboza una verdad. El momento es ahora, cuando el viento se cuela por la ventanilla y el mapa rutero pide a gritos parar en un telo para coger. Pónganse los anteojos negros y dejen las manos sobre el volante, denle una pitada al cigarrillo, y no dejen de pisar el acelerador que conduce a estos poemas que van a estrellarse justo en el camino que lleva a la eternidad.

Johnny - 1

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