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23 de marzo 2020

Diego González

CUARENTENA ARGENTINA

Tiempo de lectura: 7 minutos

Pasé los últimos tres años moviéndome en un mundo hiperglobalizado, viviendo en Rusia y trabajando en Alemania. Dos países del orden, del rigor. En Alemania me cansé de completar papeles declarando cosas ante las autoridades. En el invierno ruso me acostumbré a estar aislado: por el alfabeto cirílico, por la nieve, por la soledad y por la ausencia del sol. Hoy, en medio de esta cuarentena porteña vuelvo al encierro y reflexiono sobre nuestra ambigua relación con la norma. Después de -o durante- la pandemia, ¿cómo será el nuevo orden argentino?

En Alemania la burocracia era mi fantasma. Una vez completé tan responsablemente un formulario que por marcar más casilleros de los necesarios terminé pagando muchos impuestos de más. Un boludo. El orden aparecía por todos lados. El orden tenía la cara de esa señora de oficina estatal que, áspera y efectiva, me dijo: “Acá somos muy solidarios pero nadie va a dejar lo que está haciendo para ayudarte”. Allá, el orden adquiere forma de trámites interminables, incomprensibles. Recién después vienen los oficiales, que pueden llegar por haberte subido a un tren sin boleto o por haber descargado mucho porno sin suscripción. Si deben llegar, van a llegar. Y serán severos.

En Rusia el orden tiene una forma más clásica: policías de negro y detectores de metal. Técnicamente, cada vez que uno llega a una ciudad tiene que ir a una oficina para registrarse oficialmente. Entonces, cada vez que salís a la calle tenés que llevar encima tu pasaporte, el papelito que te dan en Migraciones sellado y la registración actualizada. La policía pide documentos con regularidad: en la calle, en el metro y en cualquier lado. Es habitual ver retenes callejeros con patrulleros parados en diagonal. Si te detienen y no tenés algún ítem, con gentileza te invitan a sentarte en el auto. Ahí esperás junto a otros que cayeron en tu misma desgracia, hasta que lo llenan. Como bondi de pueblo, sale cuando se llena. Y va para la comisaría. El trato es firme pero amable. 

Hoy, en medio de esta cuarentena porteña vuelvo al encierro y reflexiono sobre nuestra ambigua relación con la norma. Después de -o durante- la pandemia, ¿cómo será el nuevo orden argentino

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Una vez me metieron “preso” durante un rato. Estaba yendo a alimentar el gato de una amiga. Pasé sin darme cuenta por delante de una comisaría. Cuando yo llegaba, venía justo un patrullero con una carga. Se bajaron, pasé a su lado. Ellos entraron, yo seguí. El señor policía con patrullero vacío dio entonces marcha atrás un par de metros y me hizo señas. Me di cuenta velozmente de que estaba al horno. No tenía casi nada de lo que él me pedía, solo mi DNI. El señor policía no entendió bien qué era ese plastiquito de un país extravagante. No me tocó y me invitó a entrar a la comisaría con pinta de cuartel. Me trataron secamente bien. Conseguí que alguien de afuera llamara a la dependencia para pedir por mí. Firmé unos papeles que no entendí, y salí. 

***

Un par de meses antes de haber llegado a ese Moscú de -30 grados había estado en el verano marroquí. Hace calor en el verano en el Sahara. Y llegué justo para Ramadán, ese mes en el que el mundo islámico se detiene. Durante el día no se puede fumar ni beber ni coger ni nada. Es un mes de austeridad y reflexión. Un tiempo en el que la gracia es ser todos son iguales y en el que todo (al menos en teoría) se comparte. Es, cada año, un experimento social que comparten miles de millones en el mundo y que en este rincón del mundo casi que lo ignoramos. 

En un viaje a Tbilisi, Georgia, charlé con una amiga cristiana ortodoxa. Ellos también tienen su momento de recogimiento. Y ella, al menos, se lo tomaba muy en serio. Le pregunté (como buen ateo) intrigado cuáles eran las reglas. Me contó que hay una serie de prohibiciones pero que -básicamente- la lógica es no hacer nada de lo que te da placer. La cosa es: si te gusta, está prohibido. No tiene sentido engañar a los otros. Dios sabe todo, siempre. También lo que te gusta. 

Acá se supone que hacemos algo parecido, en teoría. En Semana Santa no se puede comer carne. Pero la prohibición se vuelve abstracta y nuestro recogimiento termina manifestándose en un aumento del precio de la merluza y nos vamos a Mar del Plata a comer arroz con mariscos. Está también el que tira algún un lechoncito a la parrilla con el argumento de que “no es carne roja”. 

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En 2019 viajé a Argentina de visita. Encontré un país prendido fuego, al borde del colapso. Llegaba del frío, del encierro, de otro país (Rusia) en el que no entendía un carajo. Aterricé ordenado, endurecido. Castigado por el comentario que hizo una dulce moscovita durante un fin de semana de invierno en la dacha (casa de campo) de su familia. Se reían de nosotros por el abuso que hacemos y la dependencia que tenemos de la psicología: “Acá va al psicólogo alguien que pasó por una situación realmente grave. Alguien que volvió de la guerra, algún enfermo complicado. Es que ustedes los argentinos son muy tiernitos”, dijo. “Tiernitos”, dijo la rusa, literalmente. Tiernitos.

Al volver acá, clima de sopor. De crisis e inestabilidad. De fragilidad de todo. De un laburante diciéndole en la cara al excelentísimo señor presidente: “¡Hagan algo, la concha de mi hermana!”. El señor presidente que se queda quieto, está incómodo. La desobediencia lo jaquea. 

Pienso -y no lo digo, es un pensamiento incómodo- que Argentina es muy... horizontal. Todos valemos uno, es un mano a mano constante. Nos gusta así. Hemos construido eso.

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Un amigo barburdo, militante territorial y con cara de malo, me cuenta que se paró en medio de la calle y que vino un rati a decirle que no podía estar ahí. Y cuenta que entonces él le robó el gorro “al puto del rati” y después, de misericordioso, se lo devolvió. 

Nos reímos. Pienso -y no lo digo, es un pensamiento incómodo- que Argentina es muy… horizontal. Todos valemos uno, es un mano a mano constante. Nos gusta así. Hemos construido eso. Así vamos a la calle. Somos irreverentes, fogosos, latinos. Inestables. 

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Hace poco asumió Alberto. En un país en el que todos se atreven, empezó con el “es con todos”. Arrancó negociador, cauteloso, lento. Hasta que llegó una pandemia universal. Primero reaccionó con prudencia, “recomendaciones”, cuarentenas “preventivas”. Después (al ritmo del mundo y al ritmo de conocernos) apareció el presidente para conducir los destinos de la patria. Rompió la grieta, decretó medidas durísimas, hizo una cadena nacional, avisó que se acababa el país de “los vivos y los bobos”, se sacó fotos con militares. La izquierda quedó en orsai pataleando por twitter y hasta Negri lo llamó Comandante. El “Comandante Alberto”.

Confieso mi sorpresa por la popular aceptación de un líder firme, robusto. El margen que existe para la dureza, para la rígida conducción. Sorprende y alerta, en un mismo movimiento. Porque esto no termina ya. Pero… ¿cuánto es soportable? ¿Cuál es el límite? ¿Nos molesta cuánto vivir encerrados? ¿Qué cagada sería imperdonable? ¿Cómo manifestaríamos hoy nuestro descontento? 

Quizá en este contexto de excepcionalidad vengan más medidas para el reordenamiento económico. Es que, cuando esto -en algún momento- termine, el mundo ya no será el mismo. Se corrió una frontera. O varias. Por ahora hay muchas más preguntas que respuestas. Pero no está mal esbozar un hilo de continuidad con las discusiones que, aunque ahora parezcan lejanas, son recientes.

Rompió la grieta, decretó medidas durísimas, hizo una cadena nacional, avisó que se acababa el país de “los vivos y los bobos”, se sacó fotos con militares. La izquierda quedó en orsai pataleando por twitter y hasta Negri lo llamó Comandante. El “Comandante Alberto

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Hace un par de décadas se discutía la ‘tasa Tobín’, un impuesto a la transacciones en un mundo gobernado cada vez más intensamente por el capitalismo financiero. Don Tobín había desarrollado el concepto en la década del 70 pero la idea se volvió bandera de los altermundistas ya entrados los 90. Tenía sentido, se usó la ‘tasa Tobín’ (dicen que don Tobín no estaba tan de acuerdo) como un modelo posible de redistribución de la riqueza en un mundo en el que, crecientemente, el problema era la concentración. 

En los últimos años, la robotización venía poniendo en jaque al mundo del trabajo. En ese contexto, el debate que aparecía (tímidamente) era en torno a la necesidad de una Renta Básica Universal (RBS). Si los robots van a hacer el trabajo, ¿qué van a hacer les trabajadores? ¿Se imaginan una ONU que le da 400 dólares a cada persona del mundo y a la que cada país aporte de acuerdo a su participación en el PBI mundial? El director ejecutivo de Amazon, el hombre más rico del mundo, Jeff Bezos, está de acuerdo con esta idea. También lo está el Presidente de Facebook, Mark Zuckerberg, e incluso el filántropo (¿?) Bill Gates. 

La idea viene de antes de la pandemia, pero quizá sea momento de volver a ella. En un mundo de encierro y home office, ¿cómo nos vamos a organizar en el laburo?; ¿quién va a producir?; ¿a quién se le va a exportar qué?; ¿y el trabajo en negro? 

¿Qué vamos a producir? ¿Para quién? Si la globalización renguea, por qué no pensar, en una Industrialización por Sustitución de Importaciones (la famosa “ISI”) del siglo XXI. 

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Mientras tanto, en el pago chico, el Ministro Martín Guzmán terminará su misión con ese temita (¿viejo?) de la deuda. Probablemente en paralelo vaya tomando el poder Matías Kulfas. ¿Y si aparece un Plan Kulfas, como en otra época hubo un Plan Pinedo? ¿Qué vamos a producir? ¿Para quién? Si la globalización renguea, por qué no pensar, en una Industrialización por Sustitución de Importaciones (la famosa “ISI”) del siglo XXI. 

Pasé los últimos años viviendo en Moscú, trabajando en Bonn y dialogando a diario con los míos en Buenos Aires por celular. Vivía en un dos ambientes en un sexto piso a cuatro estaciones de la Plaza Roja. Vivía como aislado, en un mundo globalizado. Algo parecido, quizá, al esquema que se abre ahora: mucho estado nación (o casa) con fronteras cerradas (o Kremlin, que en ruso significa fortaleza) en un mundo hiperconectado. 

A este quilombo entramos por el mundo. Algunos dicen que un chino se morfó un bicho raro, otros que decir eso es discriminar. Pero lo cierto es que ahora hay una pandemia que, por definición, es global. Y, aunque las fronteras están cerradas, la solución también será (tendrá que ser) mundial. Cualquier  vacuna, estrategia, tratamiento o solución se hará viral. En algún momento la ONU se va a tener que reunir para, probablemente, rediscutir prioridades y volver a tirar algunas cartas.

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Comentarios

  1. Guillermo Amador

    el 23/03/2020

    Muy acertado artículo mi amigo, este es un quiebre en la historia de la humanidad, e inicia la era de el control centralizado, por las deciciones donde la Onu pondra la pauta. Abrazos lindo y entretenido artículo.

  2. LUCIANO

    el 24/03/2020

    Me encantó

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