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18 de diciembre 2016

Alejandro Sehtman

DIAS DEL FUTURO PASADO

Tiempo de lectura: 12 minutos

Un fantasma recorre el mundo desarrollado: el fantasma de la nueva derecha. Y si en la década de 1990 vimos nacer una nueva izquierda libre del gen del socialismo, hoy vemos a la era parir una derecha libre, valga la redundancia, de liberalismo. Porque ese es, pues, el pan que la nueva derecha trae bajo el brazo: menos libertad. Menos libertad para el capital y para las personas.

La propuesta de la nueva derecha consiste, por así decirlo, en un retoque del ecosistema en el que habita esa particular especie llamada clase trabajadora. Sin capital trasnacional por arriba y sin inmigración por abajo, la clase trabajadora autóctona podrá finalmente realizar su negado destino de gloria. En este sentido, no es tanto un conservadurismo sino un conservacionismo. No quiere que nada cambie sino que quiere que todo cambie para que algo que está amenazado deje de estarlo.

Se dice que el ascenso de la nueva derecha sólo es posible debido a la abdicación del centroizquierda. Se dice que la nueva derecha es la nueva verdadera representante de los trabajadores. Se dice que vuelve la soberanía nacional después del fracaso de la globalización cosmopolita. Se dice, en síntesis, que la nueva derecha enuncia en voz alta una verdad incómoda (“políticamente incorrecta”).

En los párrafos que siguen trataré de argumentar: que la centroizquierda “se corrió al centro” para defender lo mismo que hoy defiende la nueva derecha corriéndose “a la derecha”; que la nueva derecha es la nueva representante de un tipo de trabajadores en extinción; que la soberanía nacional no puede resolver lo que promete y; en síntesis, que más que una verdad incómoda, lo que la nueva derecha enuncia es una mentira cómoda para seguir usando zapatos viejos en un mundo nuevo.

Nada de eso fue un error

Más allá de la resonancia de la reciente victoria de Trump, es en Europa donde encontramos a todas las cepas de la nueva derecha (desde el Front National francés hasta el Alba Dorada Griega pasando por la Lega Nord italiana). Todas ellas son de matriz plebeya, es decir apelan a lo popular como referencia en la construcción de su legitimidad política. Pero antes de que estas expresiones de la nueva derecha ganaran el peso electoral que tienen hoy, las nuevas izquierdas europeas fueron las protagonistas de la vida política del continente.

A fines del siglo XIX las izquierdas marxistas, en desobediencia genial a Marx, abrazaron la democracia burguesa dando nacimiento a la socialdemocracia. A finales del XX la socialdemocracia abrazó (alguien podría decir que hasta hubo besos con lengua) al combo de disciplina fiscal, financiarización e intercambio comercial libre que suele llamarse neoliberalismo. En la Europa del final del siglo corto, el epígrafe putiniano de Limonov* podría haber rezado: el que no quiere seguir con el Estado de Bienestar no tiene corazón, el que no entiende que necesita un nuevo punto de apoyo no tiene cerebro.

Sin capital trasnacional por arriba y sin inmigración por abajo, la clase trabajadora autóctona podrá finalmente realizar su negado destino de gloria.

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Es cierto que el giro liberal de la socialdemocracia había sido precedido por el giro liberal de la derecha capitaneado por el reagantatcherismo. El radicalismo del neoliberalismo anglosajón a ambas orillas del atlántico había construido el primer cuestionamiento sólido (en cuanto intrasistémico) al Estado de Bienestar. Antes, los estudiantes de mayo de 1968 habían planteado una crítica “desde afuera” (sobre la relación entre los soixanthuitards y el neoliberalismo cfr “La posibilidad de un isla”) amenazando con ahorcar a los burgueses con las tripas de los tan odiados burócratas (sindicales y del partido). Un poquito más tarde, las Brigadas Rojas llevaron esas amenazas a la práctica con pasión italiana matando a los “burócratas” Aldo Moro (Democracia Cristiana) y (entre otros) Guido Rossa (de la central sindical filocomunista CGIL). Hasta los Beatles en su Taxman y los Monthy Python con su Ministry of Silly Walks, se mofaron del Estado de Bienestar y su alta presión fiscal no siempre bien utilizada.

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Resumiendo, cuando la socialdemocracia se hizo neoliberal hacía rato que el Estado de Bienestar ya no era lo que había sido cuando era el modo indiscutido de garantizar desarrollo económico y paz social. Y no sólo porque el Estado de Bienestar europeo (etiqueta que une diferentes versiones de los tres diferentes mundos del Estado de Bienestar descritos por Gosta Esping Andersen) venía desangrándose lentamente por el orificio de bala causado por la crisis del petróleo y, en menor medida, por la incipiente robotización de la industria (principalmente automotriz). Además de las condiciones económicas y financieras sobre las que el Estado de Bienestar se basaba, habían mutado sus condiciones políticas.

Para los estudiantes Erasmus, los hipsters mileuristas y el público en general es difícil imaginar que la Europa por la que ahora pasean o sobre la que ahora pasean estuvo atravesada por una cortina de acero. La Alemania dividida, la dictadura de los coroneles en Grecia, la estrategia de la tensión en Italia y hasta el asesinato de Olof Palme en Suecia, nos recuerdan que incluso entrados los 70 (podríamos decir que hasta la derrota soviética en Afganistán) el comunismo no era un consumo irónico ni para los partidos burgueses ni para los propios comunistas.

La caída del muro de Berlín primero y de la Unión Soviética después abrieron una nueva era política en Europa occidental. Primero porque con la desaparición de la amenaza roja cesaba también la coartada para la aceptación por parte del gran capital del fifty fifty de la posguerra. Segundo porque implicaba el fin del soporte político/militar de los Estados Unidos a Europa occidental (canalizado a través de las democracias cristianas y de la OTAN respectivamente). Tercero porque cerraba sin ambigüedades el histeriqueo político ideológico de las izquierdas democráticas y revolucionarias europeas con el comunismo soviético (tensión que se remontaba al mismísimo 1917, pasando por la guerra 1939-1945, las invasiones de Hungría y Checoslovaquia hasta llegar a la fallida intervención en Afganistán).

Fue en este contexto que durante los años 80, sin prisa pero sin pausa, con resignación nostálgica o con entusiasmo innovador, la socialdemocracia Europea (engrosada por los refugiados del colapso comunista) abrazó algunos principios que se creían reservados a la revolución conservadora Reagan-Tatcherista. Pero a pesar de lo que digan los denunciadores de la abdicación (basta recordar el decepcionado lamento de Joaquín Sabina según el cual el PSOE ya no era “ni socialista ni obrero y español más o menos” y el angustiado reclamo de Nanni Moretti a Massimo D’Alema para que dijera algo de izquierda o al menos algo en absoluto frente al arrollador Berlusconi. A pesar de estas denuncias, decía, la socialdemocracia europea no adoptó algunos de los principios neoliberales por oportunismo sino como último recurso frente al peligro de extinción de la sociedad en la que habitaba.

¿Cuál fue el greater good que la socialdemocracia europea quiso conservar al costo de aceptar algunas orientaciones de política económica que no estaban en su ADN keynesianista? Creo que estaba compuesto por al menos tres elementos: el sistema de jubilaciones y pensiones, los servicios de salud y educación y el poder adquisitivo del salario. ¿Qué tuvo que sacrificar para lograrlo? La participación del Estado en la economía (participación que en muchos casos trascendía los servicios públicos adentrándose fuertemente en el sector industrial), la protección social de los hogares (principalmente la vivienda pública), y la soberanía monetaria de los Bancos Centrales.

Contrariamente a lo que piensan los teóricos de la abdicación, la socialdemocracia europea se hizo “neoliberal” no como traición sino como lealtad a su clase.

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La moneda común y la disciplina fiscal pactada en Maastricht fueron los principales pilares de este trade off. Paradojalmente son dos proyectos al mismo tiempo progresistas y conservadores. Progresistas porque tenían como fin último darle continuidad al núcleo duro del Estado de Bienestar. Conservadores porque tenían como fin último darle continuidad al núcleo duro del Estado de Bienestar. Con el Euro y el ajuste debía garantizarse que los que estaban adentro de la sociedad salarial o ya jubilados pudieran seguir manteniendo ingresos con un poder de compra altísimo.

Como sabemos, el proyecto fue un éxito. Los jubilados de casi toda Europa cobran cifras que harían desfallecer a los trabajadores activos de medio mundo. Y quienes permanecieron dentro de las modalidades contractuales a tiempo indeterminado gozaron de pagas y de servicios estatales de educación y salud soñados por cualquier revolucionario de principios del siglo XX. Es necesario plantearlo claramente: si los trabajadores y jubilados europeos siguieron teniendo poder de compra durante los noventa y los dosmil es porque la moneda común planchó la inflación (efecto visible sobre todo en los países menos desarrollados del continente) y el ajuste permitió el endeudamiento público (y consecuentemente privado) a tasas bajísimas.

Contrariamente a lo que piensan los teóricos de la abdicación, la socialdemocracia europea se hizo “neoliberal” no como traición sino como lealtad a su clase. Claro que esa clase no estaba en un ensayo de Chantal Mouffe sino que era de carne y hueso: jubilados nacidos en los 20s que tenían que seguir cobrando de acuerdo a su rendimiento durante los 30 gloriosos, trabajadores nacidos en los 30s a punto de jubilarse, y trabajadores nacidos en los 40 y 50s que esperaban mantener o mejorar el nivel de vida de sus padres. Podría, con el diario del lunes, alegarse que Felipe González, Tony Blair o Prodi representaron demasiado, pero nunca que representaron poco.

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La financiarización es el blanco fácil de la actual resistencia a las políticas de disciplina fiscal asfixiante. Pero muchos de los que la denuncian duermen en casas compradas por sus padres con créditos a treinta años a tasas casi imperceptibles. La patrimonialización de los hogares europeos a través del ahorro en moneda y en ladrillos es un fenómeno frecuentemente soslayado pero no por eso menos importante. La clase trabajadora no habrá ido al paraíso pero tiene una jubilación jugosa y un par de inmuebles para capear el prolongado final de una era en la que ocho horas de trabajo duro pagaban mucho más que casa y comida.

Este consenso neoliberal, del cual la socialdemocracia fue activa protagonista, fue más breve pero no menos enraizado que el consenso industrialista de posguerra. Los que antes habían confluido en el desarrollismo ahora también confluían en el combo de la deuda pública y el libre comercio. Si algo protegió durante los noventa y los dosmil a la sólida alianza forjada en la posguerra entre el gran capital industrial y los trabajadores asalariados con el Estado como árbitro, eso fue la moneda única y el arancel común.

¿La clase obrera va al paraíso?

Todo concluye al fin. También la fórmula mágica de la concertación social europea. La crisis de 2008 fue en el Viejo Continente mayormente una crisis de la deuda pública, no de la deuda privada como en los Estados Unidos. Endeudados hasta la manija para mantener sistemas jubilatorios generosos con beneficiarios cuya vida no parece tener fin (en parte por efecto mismo del Estado de Bienestar), las finanzas públicas empezaron a mostrar signos de estrés. Y a medida que se daban cuenta de que el rey del bienestar estaba desnudo, los jubilados, los asalariados y quienes esperaban serlo empezaron a cuestionar el consenso según el cual las cuentas claras favorecen la amistad.

Pero a diferencia del neoconservadurismo, que buscaba destruir los mecanismos colectivistas de reproducción social para liberar el potencial del individuo, la crítica de la nueva derecha no es en nada contradictoria con los fundamentos socioeconómicos que lo vieron nacer. Hay en Marine Le Pen y en el resto de los líderes de la derecha conservadora un núcleo duro compuesto por los ingredientes del Estado de Bienestar. Si Reagan y Tatcher querían menos impuestos, menos Estado como productor de bienes y prestador de servicios y menos regulaciones (tres cosas que no son la misma cosa), Le Pen y la Lega Nord, por poner dos ejemplos, quieren más Estado. Más estado ayudando al capital. Más estado evitando los ruidos molestos de los que no entran en la máquina productiva.

Pero contrariamente a lo que puede parecer a simple vista, la nueva derecha no es la nueva voz de los trabajadores sino la voz de quienes aún permanecen dentro de los mecanismos del trabajo asalariado a tiempo indeterminado realizando tareas manufactureras de baja o nula creatividad en instalaciones con alta composición orgánica del capital. O quienes han sido expulsados de ese mundo (antes incluso de entrar en él) y no están subjetivamente listos para insertarse de otra manera en el mercado de trabajo ya sea porque no están lo suficientemente capacitados para acceder a los sectores más dinámicos o porque no están lo suficientemente dispuestos a autoprecarizarse en tareas menos agradables.

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La nueva derecha expresa las ruinas de la sociedad salarial. ¿Quiere esto decir que es un sector residual? Claramente no. No lo es porque, como se ve, simbólicamente esa sociedad salarial aún es convocante. Tanto como lo es la luz de las estrellas que aunque se han apagado todavía vemos. Pero no por esto la clase trabajadora industrial real o aspiracional deja de ser tan solo una parte de la clase trabajadora. Trabajadores también son los inmigrantes que trabajan en el sector rural, los mileuristas que trabajan en las industrias culturales, los profesionales que tienen altos ingresos en el sector de servicios financieros y de seguros.

La fuga hacia adentro

La nueva derecha se presenta como la adalid de las fronteras (nacionales o regionales que sean) frente a la globalización. Obviamente esta posición engarza con el punto anterior: el aislamiento comercial se presenta como condición de posibilidad del bienestar de los ciudadanos (entendidos al modo novecentesco de ciudadanos/trabajadores industriales). El mercado único de la Unión Europea o los tratados de libre comercio como el TPP son presentados como los culpables de la debacle. Ahora que los chinos y los indios ya no venden solo baratijas, la clase obrera de los países de industrialización temprana parece necesitar nuevamente del proteccionismo que las nuevas derechas ofrecen.

Más allá de la cuestión comercial, que en los Estados Unidos se expresa bajo las máximas trumpistas de “buy American, hire American”, subyace la cuestión racial. Europa se caracterizó durante el siglo XIX y primera mitad del XX por migraciones extracontinentales “voluntarias” (en cuanto no centralmente planificadas e implementadas), por migraciones internas forzadas y por una baja tasa de inmigración regulada mayormente por el dominio colonial. Después de la segunda guerra, Europa (particularmente los países fuertemente industrializados) conoció la inmigración “voluntaria” de origen subsahariano, magrebì o turco y las migraciones internas: primero de las regiones mediterráneas hacia el “carbón y el acero” del Norte. Ambos flujos fueron absorbidos por el complejo industrial sin mayores problemas.

La nueva derecha expresa las ruinas de la sociedad salarial.

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Hacia los 90, el derrumbe de la Unión Soviética, de Albania y en mucha menor medida de Yugoslavia, provocó la primera migración interna que la industria europea ya no estaba en condiciones de absorber. En los 2000, la inmigración subsahariana y en los 2010 la proveniente de la guerra en Medio Oriente, terminaron de conformar un panorama demográfico difícil de procesar en términos tanto económicos como socioculturales. ¿O alguna vez alguien oyó hablar de una categoría sociológica denominada afroeuropeos? Sencillamente porque su incorporación como parte de Europa es impensable.

La fuga hacia adentro que la nueva derecha encarna es la aceptación de la imposibilidad de hegemonizar al conjunto de la sociedad a través del ciclo de producción y consumo. Si la antiglobalización de izquierda buscaba limitar los flujos comerciales globales para permitir “bienestares en un solo país” que socializaran la riqueza a través de instrumentos como la renta ciudadana, la nueva derecha pide lo mismo pero sin el componente solidario, en parte porque cada vez hay menos riqueza para socializar (hecho, ay!, poco trabajado por los agitadores anti G8 y por los foristas sociales mundiales de San Pablo).

Pero antes de analizar la cuestión de la escasez de torta para porcionar, es importante anotar una cuestión: el nacionalismo “metodológico” que habilitó el fifty/fifty del siglo pasado estaba apoyado sobre un equilibrio global que en última instancia remitía a la posibilidad de la destrucción nuclear mutua. Considerar este equilibrio, que para Europa estuvo casi totalmente subsidiado por la generosidad de los contribuyentes norteamericanos, permite relativizar un poco el “éxito” de lo nacional como ámbito privilegiado del, para decirlo con términos “argentinos”, el desarrollo con inclusión social. En la segunda mitad del siglo XX la globalización no fue librecambio pero existió.

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Pero la fuga hacia adentro que propone la nueva derecha no es solo una restricción del alcance de bienestar a algunas figuras poblacionales. También es una fuga de los problemas estrictamente globales por cuanto solo resolubles en ese marco. El calentamiento global y los desastres ambientales que provocan no pueden ser resueltos sino a través de compromisos. Compromisos que pueden ser ejecutados por instituciones supraestatales o por acuerdos interestatales pero que no se solucionan reforzando las fronteras. Cuando la naturaleza empieza a mostrar que no solo es un recurso económico sino una amenaza, la fuga hacia adentro no sólo es un proyecto de un “mundo para pocos” sino que de alguna manera lo es de un “mundo para ninguno”. No es casualidad que finalmente el Trumpismo y las derechas antiinmigrantes europeas encuentren en Francisco y su apelación al “cuidado de la casa común” el antagonismo que no encuentran en izquierdas ancladas todavía en la idea nacional (desarrollista) de bienestar.

La historia del fin

Ya hemos reflexionado aquí desde distintos puntos de vista sobre aquello de que es más fácil pensar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Podría decirse que la nueva derecha es el síntoma de esta limitación. Pero eso sería ver la mitad del problema. Porque la idea de qué es el bienestar es compartida en un 99% entre la nueva derecha y sus adversarios políticos. Lo que Trump quiere para algunos Hillary lo quería para algunos más. Pero objetivamente es lo mismo y está muy ligado al nivel de consumo. No quiere decir que son lo mismo, quiere decir que comparten un horizonte. En Europa pasa exactamente lo mismo. El continente respondió muy obedientemente al mandato de Guizot (enriqueceos!) y ya no sabe cómo hacerlo en el contexto actual.

El fallido intento de la Argentina de volver a un mundo que ya no es lo que era nos ha puesto desde este lejano lugar en directo contacto con un fenómeno que afecta a los países “centrales” desde hace un par de décadas, a saber, la desaceleración e incluso el total freno del crecimiento económico. Obviamente, la imposibilidad de procesar las tensiones redistributivas mediante el agrandamiento de la torta (que tan bien funcionó hace no tanto) provoca nuevas tensiones que llevan a pensar en que ya sea el capitalismo o el mundo, algo está por terminar.

Nunca pude verificar la cita de Borges en la que criticaba al peronismo al desestimar a la justicia social como un objetivo tan modesto. Supongo que le parecería tal en relación a otras cuestiones más “morales”, es decir, una mera cuestión material, aritmética, que no presentaría mayores dificultades. Su desprecio por el marxismo como un mero economicismo va un poco en el mismo sentido. Efectivamente, en tiempos del desarrollismo industrial, la justicia social podía presentarse como una cuestión de solución cuya solución era por lo menos fácil de pensar (lo que obviamente no quiere decir fácil de ejecutar): había que sacarle a los ricos para darle a los pobres. Esto podía hacerse por la vía de la revolución (por la fuerza) o por la vía de la persuasión (como tanto le gustaba al general Cangallo). Pero en todo caso, cuál era esa riqueza (bienes de consumo) y cómo se producía (con trabajo industrial) no era un problema. Hoy sí.

 

*El que no extraña el comunismo no tiene corazón y el que lo extraña no tiene cerebro.

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