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EJÉRCITO Y PUEBLO: ROMANCERO BREVE DEL SIGLO XX

Tiempo de lectura: 7 minutos

En un programa de TV el intendente del distrito más populoso del conurbano bonaerense elogia la labor del ejército distribuyendo alimentos en las “zonas más vulnerables”. Entretanto, un spot oficial nos muestra a la sastrería militar convertida en fábrica de barbijos y alcohol en gel. “Cada uno su parte”, nos insiste un soldado en otro aviso mientras clava los clavos de una cama que servirán a enfermos por venir.

Estas escenas forman parte de la incesante recreación de la comunidad a la que asistimos desde el encierro. En esa iconografía se evocan algunos elementos centrales del pasado argentino: los militares, el taller y el socorro a los humildes. La combinación de esos elementos, aunque en absoluto inédita, es algo llamativa y nos despierta interrogantes. ¿Qué tipo de vínculos culturales existen entre el ejército y los sectores populares? ¿Cómo imaginaron las diversas tradiciones políticas locales esa relación? Sugiero que la visita harto somera a tres coyunturas pasadas puede contribuir a desandar esos intríngulis. Hablo de la transición democrática, la emergencia del peronismo y el paso del siglo xix al xx.

Los cuarteles, vistos al ras del suelo, fueron un territorio significativo en la articulación de identidades populares. Igual que los clubes, las mutuales, las bibliotecas barriales y las parroquias.

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El fin de una ilusión

La comunión entre pueblo y ejército dista de ser una novedad en nuestra comarca y en occidente todo. Basta oír la Marsellesa para ilustrarse y ver que los cruces entre armas y ciudadanía dan para largo. Sin embargo, más acá de la historia universal, lo que aquí nos entretiene son los rasgos vernáculos de esa comunión. Si una cosa es cierta, entonces, es que el mito de origen de nuestra democracia contemporánea habita en la ruptura de esa alianza. Nuestro siglo xx se derrumbó con los horrores de la dictadura y la muerte de los soldados en Malvinas. Un tiempo distinto, insisten voces de lo más diferentes, nació con Alfonsín recitando el preámbulo de la Constitución en la 9 de julio y el juicio a las juntas. En esa patria nueva, el ejército, que hasta entonces había sido príncipe moderno de la odisea argentina, pasó a rendir cuentas sobre crímenes y torturas en las salas de tribunales. Y si a alguien alguna duda chica sin querer se le había olvidado, la bravuconada pascual de los carapintadas primero, y el asesinato del conscripto Carrasco después, se encargaron de disiparlas.

El irrevocable desmantelamiento del “poder militar” fue un rasgo distintivo de la “transición” argentina. Con sus vaivenes, fue una obra conjunta de las organizaciones de la sociedad civil y los sucesivos gobiernos. El contexto sudamericano actual permite sopesar la hondura de ese legado con beneplácito. Las fuerzas militares gravitan hoy día como factor de decisión en numerosos gobiernos de la región que poco se parecen entre sí. Brasil, Bolivia, Chile, Venezuela. Hasta en Uruguay, que suele funcionar como cantón modélico, un general participó activamente -en condición de tal- de la última campaña presidencial.

La transformación cultural de mediados de los ’80 en la Argentina inventó un pasado para la nación. En esa narrativa, la realización de los ideales de integración social y democracia política planteados por el proyecto liberal de fines de siglo xix, se habían visto truncados por la recurrencia de un espíritu autoritario irredimible, encarnado en el militarismo. Por fortuna, el fin de la historia llegó al Río de la Plata en primavera y la “república perdida” volvía a casa para reencontrarse con su pueblo. Este relato de “recuperación” apuntaló con esmero un ramillo de esperanzas frágiles en tiempos por demás inciertos. En nuestros días, una deriva pobre que se quiere heredera de esa cosmovisión, asimila el “populismo” a la larga sombra autoritaria de la historia. No merece la pena discutir ese ensamblaje precario y mal intencionado. Más estimulante, en cambio, es polemizar con la sofisticación intelectual del alfonsinismo temprano y preguntar por la pertinencia de aquella caracterización sobre los conflictos que signaron la suerte del país que nos tocó. ¿Y si el militarismo también nos viene del “proyecto liberal”? Ya llegaremos a eso. Pero, ya que vamos de los tiempos más próximos a los más lejanos, detengámonos primero en la “era de las masas”.

Encuentro en el regimiento

Hace no mucho le oí referir a un viejo amigo, peronista y peronólogo, que Perón habría comprendido las penurias del pueblo por vez primera en Paraná, durante su primer destino como militar. Allá lejos, a mediados de la década de 1910, un joven Juan Domingo se estremeció ante los conscriptos harapientos que llegaban, famélicos, desde los rincones más remotos del país. Los libros, siempre propensos a perpetuar leyendas, corroboran la anécdota recitada por mi amigo. Aquel varón argentino, reza el cuento, supo conquistar a la gran masa de reclutas combatiendo las horas de sopor con improvisadas peleas de box y obras de teatro de su autoría. En esos ratos de lejanía y fatiga, los conscriptos también gustaban de entonar “Violeta la va” al unísono y en perfecto genovés. Algunos años más tarde, la voz de Carlos Gardel usaría en uno de sus tangos esa “canzoneta del pago lejano”. Criollismo puro. Pero no sólo en entretenimientos ocupaban su tiempo los reclutas. Parece que los jóvenes también ejercitaban la petición y el reclamo frente al estado. Discutían sobre la alimentación recibida, la vestimenta, los malos tratos y los derechos.Todo en varios idiomas.

Este aguafuerte cuartelera ofrece, a la vez, un relato arquetípico del proceso de “asimilación” y del “populismo” local. Tenemos al futuro conductor, el interior de la patria, la cofradía viril, y las masas laboriosas, nativas e inmigrantes, que funden su heterogeneidad en un canto común. Llevada a la exageración, la anécdota es capaz de proporcionarnos algunas vistas alternativas sobre el remanido tema de los “orígenes” del peronismo. Poco importan aquí la “influencia alemana”, la experiencia del fascismo europeo, o la tormenta del mundo. Hasta las masas mismas aparecen aquí bajo una luz distinta. No hay una horda irascible que arrasa con el orden establecido ni una “vieja guardia” de militantes deseosa de ponerle rostro a un partido laborista. Se trata, más bien, de un puñado de hombres que, amuchados por el poder coercitivo del estado, enhebran costumbres compartidas en algún margen lejano de la geografía nacional.

Allá lejos, a mediados de la década de 1910, un joven Juan Domingo se estremeció ante los conscriptos harapientos que llegaban, famélicos, desde los rincones más remotos del país

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La intensa cotidianeidad del retrato le quita excepcionalidad al encuentro entre el ejército y sectores populares, que aquí encarnanlos personajes de Perón y los reclutas. Se hace sencillo imaginar escenas similares y simultáneas en distintos rincones del país. Muchos conscriptos, muchas canciones, muchos perones. Ante esos indicios de regularidad es inevitable interrogarse por las estructuras y los hábitos que hicieron posible esa relación entre Perón y los colimbas harapientos.La respuestanos lleva hacia un mundo de sociabilidad construido a comienzos de siglo xx, última estación de esta genealogía.

Una república cuartelera

En los años de entresiglos, el reformismo liberal-republicano colocó a los cuarteles en el centro de su programa “civilizatorio”. El “zorro” Roca y su ministro de guerra Ricchieri concibieron al servicio militar como un ritual esencial de una pedagogía cívica que crearía hombres nuevos.Tenían la esperanza de hacer de las “clases peligrosas” gente más o menos disciplinada. El trayecto de la casa al cuartel, imaginaban, acercaría a los hombres más postergados hasta las vacunas y la alfabetización. Luego, del cuartel a la casa, esos mismos hombres llevarían de regreso el himno junto con algunas nociones sobre higiene y los héroes de mayo.

La retórica política de entonces insistía, además, en que era de lo más sensato exigir a los hombres un “tributo de sangre” en contraprestación por el goce de los derechos políticos. Aunque no se repita muy a menudo, para la “tradición republicana”, el conscripto y el votante conformaban dos rostros de la misma figura: el ciudadano masculino. Lo sintetizó bien el propio Roque Sáenz Peña (liberal elogiado, si los hay) cuando señaló a la escuela, el voto y el servicio militar como los tres pilares del “perfeccionamiento obligatorio”.

Fueron entonces los republicanos quienes llevaron a la ciudadanía a las barracas. Esto se parece poco a la “autonomía castrense” de la que hablaban Alain Roquié y otros más para explicar el surgimiento del aludido “poder militar”. Tal vez sea cierto que se crearon instituciones que volvieron “profesional” la carrera militar. Pero lo mismo podría decirse de médicos y maestros, y eso no implicó su “remoción” de la sociedad. Más bien lo contrario. En los albores del nuevo siglo se trabó un vínculo estrechísimo, material y simbólico, entre la población y las fuerzas armadas. Esa relación entre república y cuartel, profundamente ideológica, no fue accidente ni “prehistoria”. Fue sustancia y fundación.

De todos modos, es raro que las cosas salgan según los planes. En el trajín agitado de la casa al cuartel y del cuartel a la casa, ocurrió un imprevisto que nos alecciona contra cualquier tentación determinista. Resulta que de tanto ir y venir, algunos hombres confundieron las canciones y mezclaron las melodías. Así fue que le enseñaron a cantar en cocoliche a un oficial novato que terminó vociferando en contra de la oligarquía desde el balcón de la rosada. Melodramas de la historia.

En esa patria nueva, el ejército, que hasta entonces había sido príncipe moderno de la odisea argentina, pasó a rendir cuentas sobre crímenes y torturas en las salas de tribunales.

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Los nidos de la democracia

Concluyamos esta retrospectiva apresurada con algunas notas rápidas. En primer lugar, si de indagar en la relación entre ejército y nación se trata, parece claro que el romance cuartelero fue un rasgo central de la “estructura de sentimientos” de la argentina del siglo xx. Un afecto común a las más grandes corrientes políticas, que vieron en los regimientos un escenario provechoso para la fabricación de una sociedad a imagen y semejanza de sus propios anhelos. Esta perspectiva, lejos de cancelar el debate sobre el autoritarismo que la primavera de los 80 nos legó, lo amplifica y lo multiplica.

Luego, hay también otra dimensión que amerita cierto énfasis. Donde haya hegemonía hay subalternidad. Los cuarteles, vistos al ras del suelo, fueron un territorio significativo en la articulación de identidades populares. Igual que los clubes, las mutuales, las bibliotecas barriales y las parroquias. Las voces de cantores anónimos en regimientos lejanos quizás merezcan ser recogidas por las historias anti-autoritarias de la vida argentina. En esos rincones también se fraguaron imágenes inesperadas de la comunidad. Además, la democracia es indómita, demasiado indómita como para reducirla al canon prolijo de una única tradición.

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Comentarios

  1. Juan Marcelo

    el 06/05/2020

    Muy lindo trabajo me gustaría que hablar más cosas positivas de nuestro ejército para que lo sigan sosteniendo y no uniendo siendo unos de los pilares de nuestro país sin ejército no somos estado y sin estado no somos nadie

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