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21 de marzo 2016

Martín Rodríguez/ Bruno Bauer

Editores de Panamá Revista

EL 24 DE MARZO DE MACRI

Tiempo de lectura: 11 minutos

MM en ESMA 2

¿Cómo va a ser el 24 de marzo de Macri?

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¿Cómo será la conmemoración de Cambiemos “a 40 años del golpe”? A pocos días la presumimos “incómoda”. ¿Por qué? Macri en sus gestos multidimensionales, como recibir a Obama con los documentos desclasificados bajo el brazo, demorar pero recibir a los organismos o visitar la ESMA en solitario, parece definir que su hipótesis modernizadora será quitarles el monopolio de los Derechos Humanos a los organismos de Derechos Humanos.

Se trata de pasar a una lógica diferencial en la que el gobierno atienda cada demanda particular por separado y así disuelva la hegemonía que hasta ahora tenían los organismos bajo el significante “Derechos Humanos”. Un laclausiano podría ver aquí la transición del populismo al liberalismo. Para Macri los Derechos Humanos son un tema autónomo que no se encadena con otros: las Madres ya no tienen voz en temas de política económica o exterior. Es la transición a un modelo profesionalizado de la Memoria y los Derechos Humanos, con la ESMA como un memorial administrado por funcionarios impersonales, sin murgas, titiriteros, ni otros soldados de la batalla cultural; con las políticas de la memoria y los juicios a los represores como un renglón más de la agenda, lo cual los aplana pero (consecuencia quizás impensada) los pone a la par de otros ítems, como la violencia policial o los abusos contra pueblos originarios.

Este giro profesionalista está muy lejos de tener la asepsia de una orden que baja de la gerencia a los empleados de una corporación llamada Estado argentino. Como el movimiento político que se propuso (y quizás logró) ser, el PRO está surcado por grietas y bolsones de sentires arcaicos que, aún minoritarios, vuelven, como todo lo reprimido. En medio de un verano de despidos, dengue y camalotes, reapareció la discusión sobre el número de desaparecidos en boca de un funcionario cultural que fue desmentido como vocero oficial. Lopérfido habló y la desautorización se la propinó su jefe, Horacio Rodríguez Larreta, cuando dijo que a su viejo “lo chuparon los milicos” (el padre de Horacio fue secuestrado y torturado en Campo de Mayo).

¿Macri está destronando a una aristocracia del dolor?

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El uso instantáneo de la sangre azul por parte de Larreta, “yo que lo viví en carne propia te digo que no hables”, paradójicamente, repuso ese “lugar sagrado”: una voz autorizada por el dolor.

¿Existe en la Argentina una aristocracia del dolor en la que se envuelven las familias de las víctimas que jerarquizan o dirigen los modos de representación de esa historia en la política y el arte? Un caso ejemplar fue el reto que le dio en 1999 Hebe de Bonafini a Charly García ante su idea (de “vanguardia” y literal) de arrojar muñecos al río desde un helicóptero en representación de los “vuelos de la muerte”. Era un recital gratuito, organizado por la municipalidad porteña y Darío Lopérfido era la cabeza política del evento que lo organizaba. Esperaban a miles de personas en el escenario de Puerto Madero. Hebe puso el grito en el cielo con los muñecos y comenzó una polémica entre ella y Charly con final feliz para el progresismo: Charly renunció a su idea (hasta Mercedes Sosa lo llamó al orden) y las Madres se subieron al escenario donde les cantó la insólita Kill my mother y las paseó en ronda como si fuera Sting. Bonafini se colocaba como rectora ideológica de los “límites del arte” y el artista respetaba ese límite. Y el Estado actuaba como el tío rico al que le daba lo mismo que se hiciera cualquier cosa y sólo esperaba que se pongan de acuerdo para hacer su negocio. Era el Estado municipal y germinal de un proyecto, la Alianza, que garantizaba libertad artística pero se desentendía de promover una posibilidad concreta de justicia sobre ese “pasado”. Pluralidad en el arte, realismo extremo en la política.

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Pocos años después, el kirchnerismo licuaría esas tres piezas en un arte militante sin remedio ni novedad. Todos pueden opinar sobre el pasado, la represión, los juicios, etcétera, es torpe aclararlo, y todos opinan con intenciones políticas “distintas”. Pero, dicho mal y pronto: creemos que existe como pavimento un consenso social sobre los juicios que se llevan adelante. Lo que a algunos turba es la situación de poder que ubica a los organismos por encima del Estado, de la política y del arte. La pregunta de un burócrata laico sería: ¿funcionan como una “zona sagrada”, como una teología de la democracia que domina un sistema de creencias y valores que no se discute?

Un mérito histórico de los organismos es que fueron, sí, el “espíritu” de un orden civil antes que del orden democrático. En un sentido basaron una primera legitimidad incuestionable en la sangre (su poder era el de las familias de las víctimas) pero funcionaban con el acopio y circulación de información, construyendo una primera verdad pública sobre la represión. Su núcleo eran familiares de las víctimas que proyectaban colectivamente el daño social. Los Organismos de DHH no promovían la reivindicación de la causa revolucionaria sino la reconstrucción de un contrato social que respetara la vida, la identidad, las ideas e incluso la propiedad.

¿Qué tiene de malo la discusión por el número?

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La discusión de la cifra (30 mil) puede estar inserta en la misma consigna histórica que el movimiento de DDHH: memoria, verdad y justicia. Es decir, el número es parte de la verdad. ¿Qué tipo de pecado significa preguntarse cuántos desparecidos hubo? La otra cuestión es el remanido “desde dónde hablan”. Quienes cuestionan la intangibilidad del número, ¿lo hacen para atacar el consenso sobre los juicios y el argumento que no se animan a completar es que, si la cifra es menor a la simbólica, “tampoco fueron tantos”? ¿Lo hacen porque detectan que hay ahí un “poder” paraestatal que coloca al número como símbolo sagrado, que infla las cifras para ampliar su autoridad?

Una forma de subsanar esto sería que el Estado sea quien proyecte un número, como lo hizo la CoNaDeP, que sea “abierto” pero contundente sobre las pruebas: hasta ahora hay X cantidad de personas desaparecidas denunciadas. En el Parque de la Memoria el Estado grabó una larga lista de nombres escritos cuya totalidad se ubica alrededor de los 10.700. Pero nadie invoca ese número.

LOPERFIDO - eh!

En la discusión por el número se escucha el eco desvaído de una vieja batalla cultural arrastrada a la política tarde y mal: la de Rodolfo Fogwill, quien, en una serie de artículos e intervenciones publicados en diversos medios a partir de 1982, cuestionó al consenso de los Derechos Humanos. En el momento mismo en que la palabra Memoria se cosía a las formas de la cultura como reivindicación, Fogwill hizo una lectura política por izquierda en la que entrevió que tal consenso era un logro paradójico de la propia dictadura: amplificaba el efecto de terror social al divulgar las horrores de la represión, liberalizaba el discurso político y, bajo ese show, dejaba limpias las manos civiles y empresariales del Proceso.

El cuestionamiento de Fogwill produce el aura de enfant terrible, una suerte de hábitat regulado de malditismo cultural, capaz de cuestionar la vaca sagrada de la corrección política sin la necesidad de seguir un hilo (político) que diga para qué se cuestiona ese consenso. Desde entonces, Fogwill siempre fue mal leído, su malditismo envejeció y el cuestionamiento encontró un lugar entre discursos más establecidos e intencionados. Digamos que: se discute el poder efectivo de los organismos de Derechos Humanos por sobre el Estado y la clase política; se discute la decisión jurídica de contemplar al terrorismo de Estado exclusivamente como el violador de los Derechos Humanos, insistiendo en perseguir a las organizaciones armadas; se discute la narración oficial que fomentó el kirchnerismo para quien la reivindicación de las víctimas del terrorismo de Estado incluía la subjetividad política de las víctimas (Alfonsín reivindicaba de las víctimas lo universal que tienen, su humanidad).

Supeditar los derechos humanos a un consenso supone desconocer que nunca hubo tal consenso

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El giro profesionalista en los Derechos Humanos es normalizador y revulsivo al mismo tiempo. Por un lado, devuelve la reivindicación de las garantías individuales a la cantera liberal, que es la que todo manual de filosofía política espera que abracen, junto al consenso y la institucionalidad. Por otro lado, revierte 30 años de tradición de organismos de Derechos Humanos que, desde el principio, rebasaron con sus reclamos los límites del Estado liberal desde donde se los convocó. Propone recuperar un consenso originario bajo la esperanza trémula de que tal consenso haya existido o pueda existir.

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Defender los Derechos Humanos, que siempre están siendo violados, supone ir contra la corriente. Supone, por ejemplo, defender de la detención ilegal a una persona a la que una mayoría social que repudia. Los Derechos Humanos son un discurso de minoría. Y, antes que nada, requieren reconocer su impopularidad. Supeditar la legitimidad de una medida violatoria de derechos en nombre de la realpolitik blanda y marketinera del consenso, el grado de apoyo y las encuestas implica desconocer la naturaleza universal de un derecho que se expresa de manera magnífica en el derechismo silvestre del vecino herido que lamenta “los derechos humanos de los delincuentes”. Sí, los derechos humanos son para los delincuentes, para los malos, para el violador a punto de ser linchado, para el wachiturro pasado de paco, para el represor octogenario que babea en la silla de ruedas. Para todo aquel homo sacer del cual estamos a punto de olvidar que, horrible e indeciblemente vil, también es un humano. El “consenso social” sobre la necesidad de juzgar los crímenes del terrorismo de Estado es simultáneo a otros consensos como pueden ser encarcelar a Milagro Sala, reprimir un piquete o esterilizar violadores.

Supeditar los Derechos Humanos a un consenso también supone desconocer que nunca hubo tal consenso. Aprobados durante una revolución y refrendados sobre las ruinas de una guerra mundial, los Derechos Humanos siempre fueron objeto de disputas, cuestionados por la izquierda, repudiados por la derecha y manipulados por todos. En Argentina los Derechos Humanos también fueron parte de una parte: enarbolados por el antiperonismo contra los abusos del segundo gobierno peronista, sostenidos por la clase obrera contra la represión antiperonista, sólo basta recordar los sucesivos prólogos de Operación Masacre para ver cómo la genealogía de un futuro miembro de Montoneros comienza reivindicando el cumplimiento de las garantías básicas de un grupo de personas.

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Durante los años sesenta y setentas, nos recuerda Emilio Crenzel en su Historia política del Nunca Más, el discurso de los derechos humanos fue el de la militancia, mientras el cosmopolitismo modernizador de los gobiernos pasaba por otro lado. El impacto del terrorismo de Estado obligó a virar la estrategia: “La clave revolucionaria con la cual había sido denunciada la represión política y las propias desapariciones antes del golpe de 1976 fue paulatinamente desplazada por una narrativa humanitaria que convocaba, desde un imperativo moral, a la empatía con la experiencia límite sin historizar el crimen ni preservar vínculos entre ‘el ejercicio del mal’, sus perpetradores y sus víctimas”. Nacía el mito de la víctima inocente, del ser humano puro desgarrado por los engranajes de un Estado ciegamente asesino, de Pablo Fernández Meijide secuestrado por una confusión de los represores. Simultáneamente, muchos militantes e intelectuales exiliados conocían al mejor rostro del liberalismo en sus destinos europeos y mejicanos, y revisaban su voluntad anti occidentalista.

La pregunta que aún cabe sobre la militancia de aquellos años es sobre el pasaje entre la convicción histórica de que la política argentina se dirimía a mano armada y el armisticio posterior que suponen los Derechos Humanos, donde la vida se vuelve sagrada. En 1979 Montoneros ordenaba una contraofensiva militar, en simultáneo los organismos adquirían visibilidad por las denuncias internacionales. La convivencia, ese momento paralelo, es un salto innombrado y es un talante de la misma carta abierta de Rodolfo Walsh, de 1977. Esa carta resulta una bisagra también para la historia de la lucha armada porque la dimensión civilizatoria del documento de Walsh supone que ese escritor (y ya no combatiente) no está librando una guerra sino denunciando un genocidio. No exige el cumplimiento del Pacto de San José de Costa Rica en el marco de una guerra irregular, sino que convoca al escándalo por las formas de una guerra del Estado contra la sociedad civil a la que se reintegra con su carnet de escritor y periodista.

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Sobre esa idea de víctima humanitaria se montó la estrategia del ´83, el famoso consenso alfonsinista de los Derechos Humanos, cocinado al calor de una campaña electoral polarizada, una derrota militar y un país quebrado. Un consenso asediado por presiones militares, contrarrelatos y solicitadas en contra. Y, sobre todo, asediado por el propio desborde de sus intenciones. Como un aprendiz de brujo, Alfonsín tuvo que ver cómo la CoNaDeP iba más allá de lo que él mismo se había propuesto, tal como lo cuenta Gerardo Aboy Carlés en Las dos fronteras de la democracia argentina; al tiempo que los organismos de Derechos Humanos se radicalizaban y se distanciaban del ideario liberal-republicano.

Ni los levantamientos militares, ni el fracaso de La Tablada, ni los indultos menemistas modificaron este paisaje ideológico, más bien lo reforzaron: un consenso vaciado y en tensión continua. Los noventas sí trajeron un renovado interés por los relatos de los setentas, con sus voluntades y presidentes que no fueron, con sus vuelos de la muerte y Massera en el estudio de Hora Clave. El campo de batalla mantenía sus jugadores pero se ampliaba a una generación criada en la tibieza de la televisión a color y la democracia. Ese nuevo clima relajó a algunos agonistas, que se permitieron autocríticas y confesiones.

¿Cómo será la conmemoración de Cambiemos “a 40 años del golpe”?

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Se puede aducir que el arresto de Sala es el precio a pagar por recuperar el Estado, que Lopérfido se engolosinó ante la homogeneidad de un auditorio en Pinamar, que las balas de goma sobre los chicos de una murga fueron un “daño colateral” que será investigado en la noche de los tiempos. Y que las fotos de Macri en la ESMA o con Estela (días antes que Hollande tuviera las suyas) conforman el universo multidimensional del macrismo.

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Hace pocos días, el Presidente justificó la prisión de Milagro Sala sobre la base de que su movimiento conformaba un “Estado paralelo”. Macri quiere devolver el monopolio del uso de la violencia al Estado y es curioso su razonamiento para una figura acusada a diario de ser un neo-liberal: infiere que Sala es otra distorsión, pero la de un Estado tercerizado. La ecuación del Presidente sobre lo que lo incomoda (sea la Tupac, sean las Madres) es sobre todo lo que “tendría que ser estatal” y creció en ausencia del Estado. Así, el credo macrista es confuso: mientras mantiene congelada la obra pública y se desconocen las políticas concretas de su “Pobreza 0”, alienta un canal profesional y cristalino de una recuperación del Estado en el desierto social. Una restauración en cámara lenta de un Estado que vuelve a su cauce, ¿a su clase?

Un día el Presidente fue a la ESMA, a cara descubierta, sin simulaciones, como lo que es. Nadie sabe de su visita. Entró con su troupe de retratistas y gacetilleros. Y las fotos nos muestran a un Macri que va a la ESMA “por primera vez” y, más que eso, a un Macri que piensa la ESMA por primera vez. Brazos en la cintura y mirada fija a un rincón de ¿Capuchita? Piensa la ESMA porque está obligado a pensarla. Porque un país viene sin beneficio de inventario. Porque se puede querer achicar el Estado pero no se puede achicar la representación.

Gobernar es ser gobernado también por los protocolos profundos. Si Macri, como la izquierda lo presenta, representa a su clase, no puede ir a la ESMA y agradecer lo que esa mazmorra hizo por su clase. Macri va a la ESMA y el protocolo de presidente lo obliga y lo obligará a ir, siempre, en nombre de los vencidos.

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Comentarios

  1. Nacho

    el 21/03/2016

    Gran artículo, especialmente lo de que debe pensar la ESMA, a pesar de sí. Sirve para reflexionar sobre el inminente cambio del pasado sacralizado.

  2. [email protected]

    el 22/03/2016

    Políticamente incorrecto, me choca como lector. Excelente.

  3. Martin

    el 27/03/2016

    Muy buen articulo. Un análisis crítico y reflexivo pero sin agravios. Cuesta encontrar textos así hoy en día.

  4. Macri y los costos de un pasado silencioso – Fue la pluma

    el 05/08/2016

    […] Macri debe firmar al pie ese pacto implícito que, como bien analizan Bruno Bauer y Martín Rodríguez, incluye mirar ese pasado siniestro desde el lugar de las víctimas. Mauricio Macri, el empresario […]

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