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De hacer jueguitos con botines medio rotos y llenos de barro villero de los potreros de Fiorito a ser la persona más conocida de un mundo que puso bajo su suela. De tener un sueño mundialista a levantar la copa que casi nadie sabe cuánto pesa. El Diego. El que le arrancó al país ese grito atragantado, casi vengativo, totalmente descomunal después de gambetear a casi toda la selección inglesa.  El que puteó a los que nos puteaban y silbaban nuestro himno. Cada uno hace Patria como puede. Maradona lo hizo desde una de las cosas que más nos gustan y lo hizo mejor que nadie. Mejor que todos. El dios de los barrios bajos. El ídolo nuestro, de nuestros padres, de nuestros hijos, y seguro, seguro, de nuestros nietos. El Diego era leyenda viva y ahora que no está habrá que buscar un nuevo apelativo para adjetivarlo.

Pleitesía al Dios terrenal, humano y más parecido a nosotros

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Apenas un par de horas después de su partida al cielo y al mito eterno, la gente, su pueblo, comenzó a volcarse a las calles. Santuarios improvisados de tantos lugares donde el Diego algo tuvo que ver: el obelisco, la cancha de Boca, de Argentinos, su casa en Fiorito, en Devoto, en la entrada del country donde pasó sus últimos momentos. Pleitesía al Dios terrenal, humano y más parecido a nosotros que partió a descansar en paz. El pueblo nunca se equivoca cuando llora a quien lo amó. Y Diego amó a su pueblo.  Lo amó como pocos lo han hecho. Porque a pesar de la guita, los flashes, la fama a niveles desorbitantes, siempre fue el pibe del barrio que la pegó. El que todos quisimos ser alguna vez, el que imitábamos cuando pateábamos la pelota en canchas parecidas a las que Maradona pisó en sus años de cebollita. Y por ahí la metíamos en un ángulo y nos sentimos el Diez aún siendo derechos. El que solo quería darle lo mejor que se pueda a su viejita, a su Tota, a su viejo, a su familia. Como vos, como yo, como aquel. De sueños simples vivimos todos. Y él lo cumplió. Se lo cumplió a él mismo, a su vieja, a su viejo, a su familia, y a todo un país. Eso lo hace distinto.

Su sonrisa es nuestra sonrisa. Así como hacemos suya su picardía. Porque este amor popular solo se trata de reciprocidad. De espejo. Porque el Diego es nosotros y nosotros somos el Diego. Y el Diego es nuestro. Y ese amor popular y esta devoción única se tratan de eso. Y el amor del pueblo no se sube a ningún banquito de superioridad moral. Somos el Diego, todos los Diegos.

Diego hubo, hay y habrá uno solo. Pero les dejó a muchos invisibles, morochos, villeros, negritos y a los siempre postergados, que los sueños se pueden cumplir.

Besos al cielo, Diego. Descansá en paz.

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