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11 de abril 2016

Ezequiel Kopel

Siguiendo el Oriente Medio, el Levante mediterraneo y la Mesopotamia.

EL ESTADO ISLÁMICO: LA LARGA NOCHE

Tiempo de lectura: 6 minutos

 

El Estado Islámico o Daesh, como lo denomina la prensa árabe, se encuentra en pleno desarrollo y expansión desde 2004: primero fue “Al Qaeda en Irak” (AQI), después el “Consejo Consultivo de Mujaidines” en Irak; más tarde -ya separados de Al Qaeda- el “Estado Islámico de Irak” y ahora, en su última encarnación, es el “Estado Islámico de Irak y el Levante” o el “Estado Islámico“(EI), a secas. El Estado Islámico no sólo es consecuencia del neo-imperialismo de Occidente (ocupación de Irak) sino, también, es “hijo bastardo” del despotismo de las dictaduras árabes y las divisiones e injusticias de sus sociedades.

La flecha del tiempo

La organización radical nació luego de que Estados Unidos derribara al gobierno de Saddam Hussein, en 2003, en momentos en que la administración Bush contemplaba instaurar una democracia occidental en Irak –y, por ende, sus planes económicos– como la “solución” a los problemas de Medio Oriente. Si bien el alto perfil público de los brutales excesos salafistas (ultra-conservadores sunitas) han oscurecido con frecuencia las raíces del Estado Islámico en la historia sangrienta de Irak de la última década, las mismas pueden rastrearse en un cóctel explosivo compuesto por la crueldad del régimen de Hussein, la invasión liderada por Estados Unidos, una recién estrenada marginación de los sunitas iraquíes (junto a la disolución del ejército iraquí) y la insurgencia contra las fuerzas ocupantes. Asimismo, una tardía y manipulada aproximación de partido secular iraquí gobernante, Baath, al islamismo (no así a Al Qaeda, relación inexistente antes de 2003) que data de mucho antes de que Estados Unidos ocupara Irak, sentó la plataforma para el desarrollo fundamentalista: La “Campaña de Fe Islámica“, programa de gobierno inaugurado en 1993 por Saddam Hussein con la intención de aumentar su base de apoyo interno luego de la primera Guerra del Golfo, incluyó que el lema Allahuh Akbar (“Dios es grande”) fuera añadido a la bandera nacional de Irak, se iniciara un inmenso programa de construcción de mezquitas dominadas por fundamentalistas salafistas y se profundizara una constante retórica religiosa dentro de un partido de matriz “socialista” y “secular”

Discurso del método

A pesar de que la mayoría de la opinión pública sólo piensa en el Estado Islámico como un grupo terrorista -lo cual es verdadero-, lo cierto es que se trata de algo mucho más grande: una insurgencia de cosecha iraquí, orgánica a un proyecto político totalitario que desea administrar territorio (a pesar que en el último tiempo está más enfocado a influir sobre las poblaciones donde opera que a priorizar geografías), y que prosperó en el contexto de la ocupación de Irak junto a una posterior cambio de la estructura de poder del país– en la cual los minoritarios sunitas iraquíes se vieron a sí mismos privados de sus derechos de privilegio que pasaron raudamente a manos a unos mayoritarios chiitas deseosos de venganza-(Irak es un país de 32 millones de personas, donde el 60 por ciento es árabe chiíta, el 35 por ciento es sunita -con alrededor del 40 por ciento de ellos kurdos-). Nada ha ayudado más a esta transferencia de poder que la “ley de desbaathificación“(por la prohibición del partido Baath) promulgada por Paul Bremer, gobernador estadounidense de Irak, entre 2003 y 2004. De un plumazo, a 400 mil miembros de un ejército iraquí de amplia mayoría sunita (más los 100 mil afiliados civiles al partido) se les prohibió el empleo público y se les negaron pensiones -aunque peligrosamente se les permitió mantener sus armas-. En más de una manera, la disolución de las fuerzas armadas iraquíes nutrió de militantes a una insurgencia sunita contra la ocupación estadounidense comandada por Al Qaeda junto antiguos oficiales del ejercito baathista, que luego reapareció -con mucho más vigor- como el Estado Islámico al disolverse un orden -injusto- creado en Irak, que priorizaba el poder sunita desde los tiempos en que los otomanos turcos tomaron el país en 1534. A la continua decisión de no integrar a los sunitas al nuevo estado, comandado ahora por los chiítas, se sumó un ambiente propicio para su desarrollo en el marco de la insurrección ciudadana en la vecina Siria durante la “Primavera Árabe” (2011). De manera inteligente, la conducción del Estado Islámico– a la cual se la tiende de acusar de barbárica pero que contiene a algunos de los lideres más sagaces de la región, dispuestos tanto a emplear heterodoxas tácticas militares como compromisos religiosos que calan profundo dentro de la psiquis de la población- aprovechó que el presidente sirio Basher Al-Assad (quien pertenece al alawismo, una pequeña secta religiosa aliada al chiísmo aunque considerada por casi todos los sunitas del mundo como infieles desde tiempos antiguos) desatara una violenta represión contra su población(sunita), para así ampliar su base de apoyo en el país. La situación les permitió apoderarse de estratégicas ciudades sirias desde donde lanzaron su arrolladora ofensiva que culminó, finalmente, con la caída de Mosul, Irak, en junio de 2014 y la declaración – floja de papeles- de su líder Abu Bakr Al Baghdadi como el Califa de los sunitas del mundo.

La guerra contra el cliché

La estrategia de la dirección del Estado Islámico siempre ha sido la misma -ya sea en Medio Oriente, Europa o África-: buscar que la sociedades polaricen a un sector de su población para que se sienta atacado, alienado, y así provocar su reacción en cadena (lo que implica que estén más permeables a su doctrina y posterior reclutamiento)

La “punta de lanza” de este proyecto fue iniciada por el líder de la primera reencarnación del Estado Islámico, el jordano Abu Mussab Zarqawi cuando profundizó una guerra religiosa contra los chiítas, que según su particular narrativa de resistencia participaban de “una conspiración global encabezada por estadounidenses y judíos”. Para lograr su objetivo, Al Qaeda en Irak se unió con antiguos oficiales del Baath e hicieron explotar, en febrero de 2006, el importante santuario chiíta de la Cúpula de Oro en Samarra, lo que produjo masivos ataques revanchistas contra barrios sunitas (lo que pronto motorizo que las poblaciones sunitas se acercaran a los fundamentalistas al considerarlos su última y única línea de defensa) y una consiguiente guerra civil de neto corte sectario.

La elección de Europa para realizar sus ataques de alto perfil no es accidental: en una región preponderantemente cristiana, el Estado Islámico –como también Al Qaeda– buscan que la población europea estigmatice a los musulmanes que habitan en el medio de ellos, y propaguen su odia e ira contra ellos. De esta manera, los fundamentalistas pretenden utilizar a la población cristiana como medio -y no como fin- para conducir a otros musulmanes hacia sus filas

Diferentes analistas internacionales sentencian que el Estado Islámico está en una etapa de retroceso, que vienen perdiendo territorio y que sus espectaculares atentados en el corazón de Europa son un “manotazo de ahogado”. Sin embargo, tal conclusión que reza sobre la situación específica de la zona del Levante y la Mesopotamia de Oriente Medio, tiene mucho de placebo occidental y no representa lo que acontece en otras regiones. Es real que han perdido territorio en Siria e Irak –contra la fuerza de 14 fuerzas aéreas internacionales– pero mucho de ese terreno es desierto, mientras numerosos centros poblacionales siguen en manos de EI o otros grupos extremistas tan peligrosos como su pariente más famoso. En tanto, en África (donde se concentran la mayor cantidad de ataques terroristas del globo terráqueo) y Asia, el Estado Islámico crece a pasos agigantados e importantes células militantes han jurado alianza a la organización en lugares como Nigeria, Libia, Egipto, Indonesia y Malasia. Por su parte, en Europa, la situación tampoco es alentadora: en un continente que contiene a entre 44 y 46 millones de musulmanes constantemente sospechados, una peligrosa competencia de atentados con Al Qaeda busca instalarse en dicho territorio

El suelo bajo sus pies

Independiente de la cuestión militar en Medio Oriente -y después de los atentados de Bruselas, Paris, Estambul y Nigeria- la pregunta es: ¿cómo se combate Estado Islámico en el mundo?

Primero, no se debe caer en la trama de los fundamentalistas y culpar a todos los musulmanes del mundo por las acciones de unos pocos. No obstante, es necesario la colaboración de las sociedades islámicas para combatir a los extremistas que habitan en sus filas (la explicación -muy de moda- de que los extremistas no son musulmanes porque bebían alcohol o escuchaban rap, es tan estúpida como peligrosa: si, los terroristas son musulmanes radicales, igual que muchos colonos israelíes son judíos extremistas y la extrema derecha europea responde a un parámetro de radicalismo cristiano). Asumir que no todos sus males provienen de la acción extranjera y que sus extremistas religiosos -junto a los déspotas propios que justifican su aparición- son una creación autóctona, producto de las disfuncionalidades, injusticias y prejuicios de sus sociedades y no una conspiración internacional del Mossad israelí o la CIA estadounidense, podría ser un interesante cambio. Cualquier avezado en la problemática del radicalismo musulmán en, por ejemplo, Europa sabe que la penetración del mismo antecede a la intervención extranjera en el conflicto sirio (como en el caso de Bélgica). Solo basta con un pantallazo por los medios de comunicación del Estado Islámico para comprobar que los fundamentalistas atacan Europa, África o Asia no porque estos continentes combaten a los musulmanes sino porque son “infieles”. Se debe comprender –cueste lo que cueste– que no es solo lo que uno hace lo que provoca las acciones de los radicales, sino, también, lo que uno es.

Si bien el primer paso es no transformar a la gran mayoría de los musulmanes del mundo, que son aliados en la lucha contra el radicalismo musulmán, en enemigos al lado de los terroristas, el segundo es comprender que no estamos en una lucha de culturas o civilizaciones –como una vez afirmó el vilipendiado Samuel Huntington– pero sí, admitir que nos encontramos en un choque de eras –la medieval contra la ilustración– y que dicha tensión no solo esta circunscripta a los limites de nuestros propios países sino que el verdadero centro de ese “choque” se encuentra en el seno de las poblaciones islámicas de Medio Oriente, Europa, África y Asia.

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