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ELLOS TAMPOCO CREEN EN EL MÉRITO

Tiempo de lectura: 5 minutos

En Argentina sucede algo que es un problemón conceptual, que confunde el debate y obstaculiza desde siempre el desarrollo del país: nuestros liberales, en verdad, son conservadores. Pero se dicen liberales (y se lo creen). Un liberal argentino puede enorgullecerse, a su vez, de ser un “patricio”. Una contradicción absoluta: o se cree en el mérito y en la superación personal o se cree en el apellido y en arañar hectáreas en una sucesión. Este instinto aristocratizante – que lo vio Alberdi, lo vio Sarmiento (cuando lo abuchearon en el congreso por proponer darle tierras a futuros farmers industriosos) y lo vio Jauretche en su análisis sobre el medio pelo argentino –, provocó al peronismo (que empezó a surgir en el 43 como un conservadurismo popular) y lo perpetúa. Y explica, en términos filosóficos o culturales, porque fracasó el gobierno de Mauricio Macri. El mismo Macri, según cuentan en sus biografías, fue despreciado en el colegio Newman porque sus compañeros no veían mérito en que su padre, uno de los hombres más ricos del país, se hubiera hecho de abajo. Le faltaba sangre. Le faltaba apellido. No importa que Patricia Bullrich haya sido una líder montonera: puede presidir el PRO porque su estirpe (aunque opere en un plano inconfesable) es un argumento que absuelve, y otorga prestigio, en un movimiento de bases conservadoras (con algunos islotes que no lo son) que aún no le perdonan a Macri haber traicionado a la causa celeste. No es una “negra” (y de Tolosa) como gritó desencajado un seguidor del youtuber “Presto” abajo del edificio de Cristina Fernández. Eso son los valores aristocratizantes: herencia, tradición, fascinación genealógica, y conservar los privilegios. El anti-mérito.

Un liberal argentino puede enorgullecerse, a su vez, de ser un patricio. Una contradicción absoluta: o se cree en el mérito y en la superación personal o se cree en el apellido y en arañar hectáreas en una sucesión

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La revolución francesa fue en gran medida una revolución burguesa contra todo aquello. Hija del espíritu de las luces y del empuje de los comerciantes de las ciudades. Al igual que la revolución norteamericana. Pero en nuestro país nunca hubo, lamentablemente, una revolución liberal consumada. Lo que hay es una larga farsa, un gran engaño. La palabra liberal como máscara de una cosmovisión aristócrata (aunque sin sangre azul). Nos faltó una Costa Este. Recoleta no es Boston ni Nueva York. Alberdi llamaba a esa cosmovisión “parasitismo” y le atribuía la explicación “de los males que afligen a las repúblicas de América”. El pensamiento alberdiano es un peligro para nuestros conservadores (falsos liberales) por eso agrandan su figura, pero esconden sus ideas. Escribió el liberal tucumano en el libro “Grandes y Pequeños hombres del Plata”: “nuestros países son víctimas de la raza de nulos, que viven de la vida póstuma de sus padres, muertos ilustres. Eso no es nuevo en la vida de las monarquías o aristocracias. Pero es raro que ese hecho, de la que la República es una protesta –  es decir, la igualdad, según la cual cada uno vale según su capacidad y sus obras – renazca en las entrañas de la república misma”. Y añadió, más adelante: “la revolución de Norte América fue un triunfo de civilización y progreso, en el Plata de feudalismo y retroceso”.

El pensamiento progresista en el país, muy influenciado por el neo-marxismo (la base intelectual del kirchnerismo cristinista) tampoco siente simpatía (si es que no siente resentimiento) por la idea del mérito en una sociedad capitalista. Se exaspera con el liberalismo. Cree discutir contra ellos. Pero cayó en la trampa: está discutiendo contra conservadores que solo son meritocráticos de la boca para afuera. Ojalá hubiera liberales en la Argentina (y no lo son Milei y compañía que son narcisistas teatrales, en términos de Robert Greene, funcionales a los conservadores). Volvamos al mérito. Para que pueda ser demostrado tienen que darse las condiciones para que se pueda desenvolver. La famosa igualdad de oportunidades. Un gobierno liberal, de verdad, además de incentivar la iniciativa privada y una cultura emprendedora, debería tener como prioridad crear un sistema de educación pública de excelencia (Sarmiento, una vez más) y un plan, ambicioso, inteligente, con metas puntuales, para terminar – con planificación desde el Estado – , de una vez por todas, con la pobreza extrema. Porque los millones de chicos que hoy se crían en la exclusión son una fuente seca, cerrada, de talento desperdiciado. De futuros emprendedores desperdiciados. De profesionales creativos desperdiciados. De consumidores de clase media desperdiciados. De innovadores (y la innovación lo es todo en la economía del siglo XXI) desperdiciados.

Un auténtico enfoque liberal jamás es clasista. También, un verdadero gobierno liberal promovería y privilegiaría a la Ciencia, como hace Israel, como hace Corea del Sur, como hace Estados Unidos (nación mucho más plebeya y justa en su idiosincrasia profunda que la nuestra). Un verdadero gobierno liberal, en definitiva, pondría al Estado al servicio de una dinámica genuina de desarrollo, para que florezca, a fondo, la iniciativa individual. Lo contrario a lo que hizo el gobierno del PRO. Que como un régimen conservador de manual, pese a algunas iniciativas aisladas y mucho liberalismo gestual y simbólico “fake”, cristalizó las diferencias sociales. Convirtió incluso al derrotero de cientas de miles de pymes en un calvario y desfinanció a la ciencia. Nada cambió porque conservó al país en el subdesarrollo. A cada uno, según su nacimiento. Los reflejos aristocratizantes se notan incluso, en los banderazos. Hay un ethos aspiracional evidente en parte de sus participantes. “Somos el primer partido aspiracional” confesó (y reveló su fórmula de la Coca Cola) alguna vez Marcos Peña. Como si fuera un club.

El pensamiento alberdiano es un peligro para nuestros conservadores (falsos liberales) por eso agrandan su figura, pero esconden sus ideas.

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Para que Argentina salga de la frustración y se convierta en un país próspero, sin marginalidad, donde el mérito sea defendido sin hipocresías, es necesario dejar al descubierto esta gran confusión semántica y espiritual (nuestros liberales son conservadores): este gran engaño y auto-engaño. Si se echa luz sobre esta paradoja, sobre este callejón sin salida, incluso los sectores realmente liberales de los partidos políticos que promueven el progreso privado (¿en Juntos por el Cambio?) podrían imponerse sobre los conservadores. Lo que significaría transparentar el debate y una evolución de los valores en Argentina. Por mi parte, le tengo cierta fe – a futuro –, al cambio idiosincrático en nuestras clases altas que puede provocar el surgimiento, cada vez más acelerado y notorio, de nuevas historias empresariales que realmente piensan, defienden y quieren promover una cultura emprendedora mucho más en clave de mérito y de innovación que de “aristocracia”. Despreciar en este sentido a Marcos Galperin (y a varios de sus colegas) es un error estratégico. Tal vez habría que escucharlo más. Él sí representa algo nuevo. Aunque sea una mala noticia para la izquierda conservadora. Y para los falsos liberales. 

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Comentarios

  1. Federico Bruzone

    el 04/11/2020

    Saludo la perspectiva superadora desde la innovación que plantea el autor. Lamentablemente, como historiador, debo señalar que su caracterización de la Revolución Francesa es simplista: detrás de esa etiqueta se encuentra un fenómeno complejo, en gran medida violento, que incluyó una purga, una guerra civil y una guerra continental (diríase, mundial), cuya consecuencia más dramática fue el desempoderamiento político y patrimonial de la Iglesia Católica – todas las restantes transformaciones podrían haber sido, plausiblemente, el resultado de un proceso de reformas.

    En cuanto a su argumento sobre los “liberales conservadores” en Argentina, lo encuentro un tanto fuera de tiempo: el autor supone a la élite como único sujeto capaz de torcer el rumbo de la Argentina, desconociendo que desde hace tiempo el sujeto histórico central de nuestra república son las clases medias. Prefiere dirigirse a la élite, de algún modo remedando a los grandes propagandistas liberales del siglo XIX, pero ignorando que los escritos de aquellos tuvieron prácticamente nula incidencia en el devenir histórico de nuestro país, que fue más bien configurado por procesos económicos que escapaban al control de cualquier agente local, y que en todo caso operaron sobre estructuras socio-políticas de larga data (por ejemplo, en cuanto al régimen de propiedad de la tierra) sobre los que nunca se logró y ni siquiera se intentó realizar un cambio sustancial.

    Este desdén por las clases medias y bajas y este afán por la reforma desde arriba es curioso y probablemente condene de antemano todo programa – seguramente bien intencionado – de reformas del grupo al que apela el autor a la esterilidad práctica. Sólo puede construirse un futuro para nuestro país apelando a la generalidad de la ciudadanía, quizás con menos agresividad y ambición pero con más sentido de la comunicación y espíritu abierto.

    Muchas gracias por su artículo.

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