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06 de agosto 2015

Martín Rodríguez

JUANA BIGNOZZI

Tiempo de lectura: 2 minutos

 

Juana Bignozzi murió ayer en el mismo hospital donde murió su marido hace dos años. El Hospital de Clínicas. Su decisión de atenderse siempre en el sistema de salud pública era parte de sus obstinaciones ideológicas. Hija de lo que llamaba con placer, la “aristocracia obrera”, llevaba como estandarte la filiación de un padre panadero y anarquista, luego comunista, que le dio un hogar donde se oía ópera, se leían los diarios de la burguesía, la prensa del partido, los libros de la Ideología, se cocinaba y se conversaba de política a toda hora. Le encantaba vivir en el centro de la ciudad porque, decía, yo soy la Clase Obrera, no tengo que ir a vivir al sur o a la periferia para hacerme de la Clase. Anti peronista inteligente: respetaba cualquier forma corporativa de poder (sindical, empresarial, clerical, armada) porque su punto de partida para la atención política se basaba en la “consistencia” material de ese poder. Terminó sus días reconociendo a Perón y al sindicalismo peronista (decía de Hugo Moyano: “Moyano es la clase, Moyano puede parar el país”). Estalina de la línea “Pepe electrificó Rusia”, al decir eso te representaba la imagen de un campesino encendiendo una lamparita por primera vez, perplejo frente al milagro moderno. Eso es la Revolución. Le encantaba decir en los reportajes que se fue en el 74 al exilio creyendo que a este país lo iban a terminar gobernando los Montoneros, y era una provocación que se pasaba por alto puntualmente. Volvió en 2004 a un país gobernado por los Kirchner. Cultivó un perfil implacable, fue querida por las nuevas generaciones de poetas que veían en ella lo que el poeta Martín Gambarotta llamó “juventud eterna”. Sus viejas amistades (Juan Carlos Portantiero, Juan Gelman, Carlos Gorriarena, Andrés Rivera, Beatriz Sarlo, María Moreno, etc.) no se tallaban en el amiguismo ni en la complicidad corporativa. Eran parte de su estructura de diálogos ásperos, irónicos, fuertes y también afectivos, muchos quedaron en el camino. Una noche de alcohol y conversación con Juana podía ser la última cena de una amistad. Siempre le interesó la novedad, pero no practicaba el desesperado oficio del descubrimiento de “talentos”. Esperaba que le lleguen y ella llegar a ellos. Como escribió “no hay nada más patético/ que la canción del verano la canción del momento/ pasado ese verano pasado ese momento”. Podía oír la eternidad. Fortísima lectora, la poesía, decía, era una “escuela del carácter”, donde los ideales estéticos son ideales políticos. Nos hicimos especialmente amigos en los últimos años, y era una amistad, ella decía, “como las del 60”. Sin límite de tiempo, de temas, de horarios. Ya estaba cansada de esta ciudad y del país. Extrañaba horrores a Hugo. Su último poema es la carta que nos dejó a los amigos para cumplir el protocolo de su muerte: cómo ser enterrada. De la que sólo diremos: si van a ver su tumba lleven flores amarillas. Hasta siempre, Juanita.

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