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21 de octubre 2016

Mariano Montenegro

JUSTICIA POR VÍCTOR GONZÁLEZ

Tiempo de lectura: 7 minutos

El Gauchito Gil  apostado en la esquina observa el barrio casi en su totalidad. Techos de chapa y un sinfín de cables que van y vienen sobre ellos. Unas pocas lozas y pasillos zigzagueantes que demuestran que cada centímetro acá se aprovecha. En San Martín un barrio cabe en una manzana. Casas sin forma y centenares de personas. No hay tierra y tampoco patios, acá todo es cemento, ladrillo y chapa. Tampoco hay agua, los vecinos la sacan de una canilla que está en el paredón de una de las fábricas que rodea el barrio. Una pelota rueda por la calle y tras ella un puñado de chicos la corre hasta alcanzarla y comienza a patearla de vereda a vereda. La calle es patio, plaza y cancha colectiva para los pibes.

La Catanga es uno de los tantos barrios pobres que se encuentran en San Martín, un distrito en el que todavía puede encontrarse algún viejo cartel revisionista que con aire aspiracional reza “Capital de la Industria”. A tres cuadras queda La Tranquila, a unas diez queda Tropezón, otros de estos barrios sin agua, sin electricidad y sin derechos que están repletos de personas a los que una vez cada dos años se llena de promesas. Más allá La 18, La de los Paraguayos, Curita, La 9 de Julio, La Carcova, Costa Esperanza, La Rana, Hidalgo, Corea y un largo etcétera de barrios pobres que conforman un entramado complejo entre los que tienen mas, los que tienen menos y los que no tienen nada en la Ciudad de la Tradición.

'Capital de la Industria'

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La cumbia, el reggaeton y el rock son la música de fondo para la vida en el barrio, pero en Catanga hace un mes que reina el más doloroso y respetuoso silencio. “¿Sabes lo alta que escuchabas la música a esta hora?, quedamos todos muy golpeados, la gente no sale de su casa, están todos muy tristes y con miedo”, cuenta Marisa. “Estos días los chicos festejan sus cumpleaños sin música”.

Los testimonios sobre Victor afloran en cada rincón, todos quieren contar quien era él. “Lo conozco desde que era así” dice una vecina mientras señala sus rodillas. “Siempre te saludaba con una sonrisa, no importaba la hora ni lo que estuviera haciendo, él siempre te regalaba una sonrisa y te hacía sentir bien”.

La familia quedó hundida en el más profundo dolor. “Mi papá nos enseñó el oficio desde chicos y siempre trabajamos en la obra, todos los días. Somos laburantes”, dice Carlos mostrando sus manos grandes y endurecidas por el trabajo mientras cuenta sobre su hermano. “Por eso lo conocían y lo querían en todos lados, el laburaba acá, en la Tranquila, en Tropezón, por todos lados. Siempre que alguien necesitaba un albañil lo llamaban a él”.

Iván tiene 19 años, ama la música y  cuando puede escribe letras de rap. La fiscal a cargo del caso no se lo preguntó, pero él quiere contar cómo era su amigo, el que murió esa noche a escasos centímetros de dónde se encontraba sentado: “Le decían el eléctrico por cómo se movía. Fue el mejor bailarín de la murga. Siempre lo dejaban para que baile al final porque era el mejor de todos”. Esa noche Iván desoyó a su amigo y corrió para protegerse de las balas policiales.

Víctor era el padre de un chico de 17 años y una nena de casi un año. “No te podes imaginar cómo está el hijo. No vivía con él pero siempre que tenía un problema corría a ver al padre. Era un gran papá, el hijo tenía locura por él”. Gladys tiene un almacén justo en la entrada del fatídico pasillo. Hace 4 años vive ahí. Ese viernes cerca de las 21 había pasado a pagarle la cuenta y comprar una cerveza. “Había cobrado y todos los viernes paraba acá a tomar una cerveza con sus amigos. Estuvo todo el tiempo acá en la puerta, pasó todo acá”, detalla mientras señala la pared de su casa. “¿Cómo estaba? Feliz, nunca lo había visto así. Venía de la Tranquila, de entregar las tarjetas para invitar a sus amigos al cumpleaños de su nena. En unos días cumplía un año y estaba contento. No paraba de hablar de ella y de lo feliz que estaba”, así contesta uno de los tantos vecinos que lo vio en el barrio esa noche.

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Esa noche fue la del viernes 23 de septiembre aunque todo pasó en los primeros minutos del sábado. Él es Víctor González, tenía 37 años y era albañil, padre, amigo, hijo, hermano, bailarín y muchas cosas más.

El barrio La Catanga tiene el tamaño de una manzana, cinco pasillos y un montón de pibes que ese día podrían haber estado jugando a la pelota pero afortunadamente esa noche hacía frío. Sobre la vereda que da al asfalto de la calle Coronel Mom y en la entrada de uno de los pasillos esa noche estaba Víctor con tres amigos. Los viernes eran siempre iguales, primero el club y después paraban en el almacén para tomar una cerveza.

Ya en los primeros minutos del sábado empezaron a escuchar sirenas y ruidos de persecución, autos acelerando y frenando. Alrededor de las 0:45 hs frenó un auto gris en la calle justo frente al almacén donde estaba Víctor. Del vehículo se bajaron 4 personas vestidas con chalecos antibalas y fuertemente armadas que huyeron metiéndose por ese pasillo.

Víctor alcanzó a decirles a sus amigos que se quedaran quietos ahí y no corrieran porque ellos no tenían nada que ver. Los vecinos que lo conocían cuentan que él siempre decía lo mismo cuando aparecía algún patrullero: “Yo no voy a correr ni me voy a esconder porque no tengo nada que ocultar”.

'Yo no voy a correr ni me voy a esconder porque no tengo nada que ocultar'

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Inmediatamente atrás del auto gris frenó un patrullero de la Policía Bonaerense. Sin bajarse del coche y sin ningún tipo de precaución dispararon hacia la entrada del pasillo donde estaba Víctor con sus amigos y dónde ya no estaban los supuestos delincuentes que perseguían.

Los cuatro desconocidos que bajaron del auto gris venían huyendo y cuando desde el patrullero lanzaron una andanada de disparos, los únicos que se encontraban allí no tenían nada que ver con la persecución. Una de esas primeras balas impactó en el pecho de Víctor. No gritó, no dijo absolutamente nada. Intentó caminar unos metros hacia el interior del pasillo y se desplomó contra la pared de una de las casas. Al escuchar los disparos y advertir que Víctor estaba herido en el suelo, los vecinos salieron de sus casas a socorrerlo. Lo encontraron en un charco de sangre: todavía estaba vivo.

“¡Víctor, es Víctor!”.  Se multiplicaron los gritos, los llantos y los pedidos desesperados a la Policía para que llamaran a una ambulancia. Los que llamaron fueron los vecinos porque los efectivos policiales lo único que hicieron fue comenzar a disparar contra el tumulto de gente que salía de sus casas. Quizás temieron que el barrio los atacara por lo que hicieron, quizás quisieron hacer real lo que un oficial le respondió a una vecina: “A ustedes, negros de mierda,  los vamos a matar a todos”.

La Policía Bonaerense rodeó la manzana, se apostó en la entrada de cada pasillo y disparó sobre todo el barrio durante más de cuarenta minutos. “Pude sacar la cabeza un segundo y vi a la policía a unos metros de mi casa, no podías salir porque te disparaban”, contó uno de los vecinos sobre el momento en el cual se dejaba heridos con perdigones a más de una docena de ellos.

La Policía Bonaerense rodeó la manzana, se apostó en la entrada de cada pasillo y disparó sobre todo el barrio

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En el tiempo que pasó desde que cayó  hasta que lo llevaron al Hospital Thompson, llegaron tres  ambulancias al barrio. Las primeras dos no pudieron entrar porque la policía se los impidió. Recién cuarenta minutos después, la tercera logró ingresar y se llevó al albañil ya sin vida. Quedaron los vecinos heridos, la familia destruida y una cantidad incontable de vainas y cartuchos, todos de la policía.

La Policía primero afirmó que Víctor era un delincuente que murió en un tiroteo, luego que Víctor no era delincuente pero que fue muerto porque quedó en medio de un tiroteo y ahora no sabe qué decir. Los efectivos policiales fueron los únicos que dispararon esa madrugada y lo hicieron primero sobre un hombre indefenso que no estaba involucrado en ningún hecho delictivo y luego sobre todo el barrio.

Este es uno de los tantos barrios que existen en San Martín, quizás por sus dimensiones el más pequeño de todos. Pero no por eso es la excepción; La Catanga ya cuenta con sus propios muertos por la policía. La violencia institucional no conoció a la década ganada, los casos de detenciones arbitrarias, torturas, desapariciones y asesinatos por parte de fuerzas de seguridad no cesaron y tuvieron un incremento sostenido durante los últimos años.

“Le podría haber pasado a cualquiera” no es un concepto que pueda usarse en ésta ocasión. Lo que sucedió en Catanga con Víctor no le podría pasar a cualquiera. El requisito fundamental para que la Policía Bonaerense asesine, impida la atención médica y reprima un barrio completo es excluyente: ser pobre. Ser parte de esos números que en la televisión se tiran entre sí, ser parte de esos gritos cruzados que son parte del Intratables permanente en que se ha convertido la discusión pública en Argentina, ser parte de esa “deuda” que tiene millones de acreedores pero aparentemente ningún deudor. Ser pobre en la Argentina es carecer de derechos, entre ellos el fundamental: el de mantener  la propia vida.

La violencia institucional no conoció a la década ganada

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El Cementerio de San Martín queda a unas pocas cuadras del barrio y la multitud que acompañó a la familia y los amigos fue caminando. Allí las trompetas sordas no pudieron con los llantos desconsolados que se escucharon de fondo. “Quisimos despedirlo con lo que amaba”, explica Carlos sobre los músicos que lo despidieron con un fúnebre sonido de murga en medio de tanto dolor.

El lunes se cumple un mes de ese 24 que los golpeó a todos. En mitad de la calle Carlos abraza a su mamá mientras una multitud de vecinos organiza un homenaje por su hermano. El pedido de Justicia está en boca de todos, todavía no hay un solo policía detenido. Los tiempos son distintos cuando es “la fuerza” la que está en el banquillo de los culpables. Piden Justicia, “para que no vuelva a pasar, ni acá ni en ningún otro barrio”.

El Gauchito Gil en la esquina de Coronel Mom y José C. Paz fue testigo de todo lo que pasó esa noche. El ángulo en el que se encuentra es similar al de la cámara municipal que captó la mayor parte de lo sucedido. Iván no cree en lo que dicen por ahí: “¿Viste que dicen que el Gauchito es el santo de los pibes? Yo no sé, a veces para algún patrullero ahí y le deja algo”. Él tiene otra teoría: “Yo creo que la Policía tiene un pacto con la muerte y les da una vida por cada pibe que mata”.

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