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23 de septiembre 2016

Martin Schuster

Sociólogo- Docente- Trabajo en GfK. Escribo en ABCenlinea

KIRCHNERISMO, OPINIÓN PÚBLICA Y VANGUARDISMO

Tiempo de lectura: 5 minutos

Alfonsín dijo, en un discurso ya como expresidente, que la UCR debía “prepararse para perder todas las elecciones que fueran necesarias, antes que convertirse en un partido de derecha”. La defensa de los ideales doctrinarios, incluso priorizándolos sobre los resultados electorales, encajaba bien con un partido que en su himno tenía aquello de “que se rompa y no se doble”. El otro partido de masas que dejó el siglo XX argentino es a menudo caracterizado como su contracara pragmática y oportunista. Esa imagen estaba a flor de piel en 2003, cuando el peronismo puso en el estado nacional un presidente que no obstante proclamaba en su memorable discurso fundacional que llegaba al gobierno con convicciones que no pensaba dejar en la puerta de entrada de la Casa Rosada. La apelación a valores, a ideales, que están por encima de la política práctica es un punto común entre ambos presidentes. Semejanza a la que podemos añadir otra: la consideración de la política como arte más que como ciencia, ante la creciente profesionalización de la comunicación política y el marketing electoral. La convicción de que interpretar a la sociedad y proponerle caminos es una tarea para la intuición e invención del político, desde su doctrina, antes que de focus groups y especialistas técnicos, a quienes miraban con desconfianza. Alfonsín y Kirchner fueron enormes políticos clásicos.

Alfonsín y Kirchner fueron enormes políticos clásicos.

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Hoy gobierna la Argentina un partido que, al menos en este aspecto, opera de forma diametralmente opuesta. Durán Barba relata su desembarco en el PRO caracterizando al Macri con el que se encontró como “un hombre inteligente sin experiencia ni formación políticas”, y al partido como “un espacio moderno con gente abierta a nuevas ideas”. El PRO tiene una ideología, porque todo grupo la tiene y más aún uno político. Es imposible la vida práctica sin cosmovisiones. El marco teórico es el liberalismo, principalmente en el campo económico; en otras esferas la ausencia de teoría social más específica es suplantada funcionalmente por el sentido común de clase de los funcionarios. Pero a lo que se refería Durán Barba (y lo que quieren decir en el PRO cuando se reclaman desprovistos de ideología) es a la ausencia en el partido de viejas doctrinas clásicas que funcionaran como obstáculos a la aplicación de herramientas metodológicas para la interpretación de las demandas sociales. Un partido con la plasticidad suficiente como para moldearse de acuerdo a lo reclamado por los resultados de focus groups y encuestas de opinión y que trae del sector privado el reconocimiento de ese modo de responder a demandas sociales, entendiéndose a sí mismo, al menos en contexto electoral, como un producto a vender a los consumidores según lo que ellos deseen. Un partido enfocado a resultados, dispuesto a poner su agenda en segundo plano si los consultores sugieren que es mejor decir otra cosa, como se demostró en el peculiar giro estatista del discurso de Macri el día de la victoria de Larreta en el ballotage porteño. Curiosamente la consultoría política cientificista encontró mejor acogida en un partido nuevo plagado de ideas new age que en los partidos clásicos del siglo XX. Y les demostró en 2015 que puede ser eficaz.

Martín Rodríguez y Tomás Borovinsky dijeron en diciembre que el kirchnerismo era el último gobierno del siglo XX y el PRO, el primero del siglo XXI. Kirchner apostaba, como Alfonsín, a la intuición del político para leer las demandas de la sociedad. Y tomaba algunas de ellas a la vez que sobreimprimía otras. Confiaba más en su capacidad personal de lectura que en los estudios de consultoría. Sus respuestas a las demandas, por otro lado, no partían sólo del input social, sino también de un transfondo ideológico y doctrinario claro, si bien añadiendo la cuota de pragmatismo necesaria para que el armado político fuera viable. Este esquema de pensamiento y acción puede funcionar correctamente pero tiene también dos problemas. En primer lugar, depende casi enteramente del genio personal del político. Si él falla en la lectura, el proceso político entero puede fracasar. Pero además la solidez del programa puede llevar a la tentación de querer aplicarlo enteramente más allá del estado de las representaciones sociales sobre los distintos temas en cada momento. Había una frase de moda hace unos años: “el kirchnerismo está a la izquierda de la sociedad”. Creo que la mayor parte de las veces la frase era cierta. Pero eso era un elogio al mismo tiempo que un límite. Y lo segundo era más importante que lo primero en términos de sustentabilidad del proyecto político.

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Al presente análisis podría responderse que, más allá de los resultados positivos que en ocasiones el marketing político pueda facilitar, entender a los votantes como consumidores antes que como ciudadanos o sujetos políticos supone una decisión éticamente impracticable para movimientos políticos que no se proponen administrar el capitalismo existente sino transformarlo. Puede sostenerse que proveer a los votantes de las comunicaciones que sean necesarias para canalizar sus decisiones políticas a partir de las representaciones en ellos existentes es subestimarlos. Dicho en cristiano, que decir lo que la gente quiere escuchar para que nos vote es tratarla de estúpida y está mal. Ahora bien, entender la comunicación como una práctica evangelizadora o catequística de “explicar” a la gente por qué un determinado espacio y su programa es lo que le conviene, en lugar de construir el discurso a partir de las demandas reales y existentes en la sociedad, constituye también otra subestimación de la población. Así operan los partidos de izquierda clásicos que piensan en términos de vanguardias revolucionarias: suponen una relación asimétrica en la cual un pequeño grupo de militantes o dirigentes políticos cuentan con el conocimiento político válido y su tarea no es la de escuchar a la sociedad cuando ella dice lo que necesita sino, por el contario y en sentido inverso, “concientizarla” respecto de lo que le conviene o no para su bienestar. El vanguardismo en una identidad política populista como el peronismo constituye por cierto una contradicción y un problema, que en vistas de la experiencia reciente pareciera estar agrandando antes que achicando la distancia existente entre el discurso político kirchnerista y las demandas actuales de la sociedad argentina.

Así como Alfonsín fue un excelente lector de las demandas de paz y democracia de la Argentina de 1983, Kirchner interpretó mejor que nadie los múltiples y heterógeneos reclamos de la Argentina de 2001. El proceso político conocido como kirchnerismo moldeó su programa a partir de esa escucha y de esa lectura. En determinado momento, el programa adquirió importancia por sí mismo y comenzó a cristalizarse. Ganó cada vez una mayor autonomía respecto del input social que lo generaba. En algún año perdido de la década ganada, las mutaciones de la agenda de gobierno dejaron de tener su variable causal en las nuevas demandas sociales y comenzaron a responder más bien a las necesidades de la dinámica interna de la propia fuerza política. Huérfanas de representación en el oficialismo, esas demandas estigmatizadas desde el arriba político no pudieron sino encontrar en otros liderazgos la respuesta a sus anhelos. La intuición del político no alcanzó ya para representar las nuevas demandas que el propio proceso de cambios había generado en la sociedad. Nuevas herramientas cumplieron entonces ese rol. Sólo que lo hicieron trabajando para otro partido.

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