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29 de julio 2018

Martin Schapiro

LA POLÍTICA EXTERNA DE TRUMP: TEMA DEL TRAIDOR Y EL HÉROE

Tiempo de lectura: 7 minutos

Burlarse de Donald Trump ha sido un ejercicio bastante frecuente para la prensa norteamericana. Desde que el Huffington Post decidiera mover las noticias sobre su campaña para la interna republicana de la sección política a la de espectáculos, ninguna de sus decisiones logró ser tomada con la seriedad suficiente.

Así, quienes esperaban primero que no alcanzara la presidencia, y que no pudiera gobernar, limitado por la burocracia estable del Estado norteamericano, se encontraron con Donald Trump, Presidente de Estados Unidos en representación del Partido Republicano. El mismo que en el segundo intento consiguió aprobar una enorme reforma tributaria en beneficio de las grandes empresas, y acciones tan contundentes como peligrosas en el plano internacional, como la salida del acuerdo nuclear con Irán o el traslado de la embajada estadounidense en Israel, de Tel Aviv a Jerusalén. Su última gira internacional trajo de vuelta la costumbre de la burla, tras el heterodoxo recorrido de Donald Trump por la cumbre de la OTAN, su visita oficial al Reino Unido y la reunión bilateral con el presidente ruso, Vladimir Putin.

Antes de la cumbre, Trump cuestionó la utilidad de la OTAN para los Estados Unidos, agregando énfasis a la persistente exigencia de que los demás miembros aumenten sus presupuestos militares y amenazando con abandonar la alianza. Luego viajó al Reino Unido, donde dio su apoyo al renunciado ministro de Asuntos Exteriores Boris Johnson, hizo un berrinche contra la primera ministra May por su falta de dureza en las negociaciones por la salida de la Unión Europea y dio una entrevista en la que definió a la Unión Europea como un adversario. La culminación de la semana europea fue la conferencia en Helsinki, donde pareció encabezar una operación de relaciones públicas destinada a hacer brillar al presidente ruso Vladimir Putin, a quien, más allá de cualquier gaffecaracterizó como un socio en la búsqueda de la paz mundial. Fueron siete días que alimentaron la caricatura de un presidente incompetente y egoísta, capaz de lastimar instituciones cuya fortaleza se remonta al final de la Segunda Guerra Mundial.

La cosmovisión internacional de Donald Trump da poca importancia a la influencia, las coincidencias culturales y los atributos tradicionalmente asociados al soft power. Poder militar y poder económico como únicos determinantes de la fortaleza de un país

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 La cosmovisión internacional de Donald Trump da poca importancia a la influencia, las coincidencias culturales y los atributos tradicionalmente asociados al soft power. Poder militar y poder económico como únicos determinantes de la fortaleza de un país. De acuerdo a aquellos atributos, Estados Unidos es, sin duda el país más poderoso del mundo, pero en la lectura trumpista, habría estado regalándolos, permitiendo a aliados y enemigos crecer a su costa. “The most stupid country in the world”, dijo alguna vez, cuestionando un orden que impondría a los Estados Unidos un comercio deficitario y dilapidar sus recursos para la defensa de otros. Casi siempre, a cambio de nada.

 China representa el principal problema internacional para Trump, y también para los Estados Unidos. Su economía amenaza con superar en las próximas décadas a la norteamericana como la primera del mundo y desde la  llegada al poder de Xi Jinping, el crecimiento se refleja en una creciente asertividad y protagonismo en el plano internacional que lo llevan, por su propia dinámica, a confrontar con Estados Unidos. Obama intentó contrarrestar a China con el Tratado Transpacífico. Trump, celoso del saldo comercial, decidió dar de baja el (muy impopular) proyecto y confrontar a China abiertamente, agitando la posibilidad de una guerra comercial que, en sus palabras, sería “buena” y “fácil de ganar”.

 En el contexto del ascenso chino, el recurso de acercarse a Rusia es casi de manual y, contrariamente a lo señalado por muchos analistas, no es demasiado novedoso. Tanto George W. Bush (con otro contexto, más preocupado por el terrorismo que por China) como Barack Obama intentaron, y por algún tiempo consiguieron, acercarse a Rusia. La novedad de Donald Trump reside en intentar ese acercamiento asumiendo, al menos en el discurso, su verdadero precio. En otras palabras, relativizar la importancia de la OTAN y del lazo con Europa. Desde la caída de la Unión Soviética, el principal problema estratégico para Rusia fue la expansión hacia oriente de la OTAN.

Cortoplacista, audaz e incluso fundamentalmente equivocada, la estrategia internacional trazada por Trump tiene sentido, y a pesar de muchas formas caricaturescas, es mucho más vulnerable a la crítica que a la burla.

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La Organización del Tratado del Atlántico Norte fue creada luego de finalizada la Segunda Guerra Mundial, con el objetivo expreso de contener a la Unión Soviética y evitar su expansión hacia Europa Occidental. Fue, quizás, la institución más exitosa del período, al permitir a los países de la región desarrollarse sin miedos, bajo la protección de las bayonetas norteamericanas. Fueron cuatro décadas de inédito crecimiento y prosperidad, en los que Estados Unidos actuaba de paraguas para enfrentar enemigos comunes, mientras los restantes miembros comerciaban entre sí, desarrollaban sus democracias y Estados de Bienestar, pariendo aquella criatura mítica a la que llamamos “orden global liberal”.

China Trump

Pero la Guerra Fría terminó, y la OTAN todavía estaba allí. ¿De qué sirve una alianza antisoviética sin Unión Soviética? Los diseñadores de políticas nunca terminaron de ponerse de acuerdo. En los noventa, al ritmo de las ilusiones del fin de la historia, fungió como herramienta para expandir el orden liberal, una suerte de cooperativa de bombardeos humanitarios, cuyo máximo logro fue la disolución definitiva de Yugoslavia. Tras los atentados del 11 de septiembre, el foco de la alianza se trasladó al terrorismo. Con el difícil objetivo de combatir a un enemigo ubicuo, fundamentalmente distinto a los que plantean los escenarios bélicos tradicionales, la alianza no fue siquiera útil para que Francia y Alemania acompañen a George W. Bush a su aventura iraquí.

En el contexto del ascenso chino, el recurso de acercarse a Rusia es casi de manual y, contrariamente a lo señalado por muchos analistas, no es demasiado novedoso.

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 Bien mirados, ninguno de estos objetivos justificaban la continuidad de la misión y visión de la alianza atlántica. Estados Unidos podría haber avanzado en soledad con cualquiera de sus objetivos bélicos, sin agravar demasiado la carga que le produjeron los conflictos, ni diezmar demasiado su legitimidad internacional, al tiempo que ninguno de estos conflictos le representaba una amenaza existencial remotamente asimilable a la de la Unión Soviética.

Y a pesar de su crisis de sentido, la alianza no sólo se mantuvo, sino que se expandió como nunca antes. Haciendo honor a su concepción original, la OTAN se expandió hacia el este, fagocitando a varios de los antiguos países del pacto de Varsovia, y hasta los integrantes bálticos de la vieja Unión Soviética. Junto a la OTAN,  también creció hacia la frontera rusa la Unión Europea, exponiendo la debilidad de una Rusia excluida de aquellos bloques, y condenada ya no a dejar de expandirse, sino a recogerse sobre sí misma e intentar evitar su propia desintegración.

Adicionalmente, la OTAN de posguerra cumplió una función adicional aún más importante, nunca reconocida. Alejado el peligro soviético, el tutelaje militar estadounidense sobre Europa occidental evitó que renaciera la competencia entre sus países. Francia y el Reino Unido apoyaron la reunificación de una Alemania con la que habían peleado dos guerras de supervivencia, aceptándola como potencia económica pero militarmente reducida, poblada de bases norteamericanas y, a la vez, defendida por sus soldados. Casi un protectorado, tan inofensivo como difícilmente vulnerable. La  Unión “cada vez más cercana” europea no hubiera sido posible sin la presencia de una potencia externa cuyo gasto militar excede la suma del de todos sus integrantes.

Donald Trump es uno de los dirigentes que percibieron las grietas del sistema que los propios Estados Unidos diseñaron. Ese que contenía la promesa de un capitalismo unipolar, en constante crecimiento y de fronteras borrosas, y que liderarían en forma incuestionable

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 “The most stupid country in the world”. Donald Trump es uno de los dirigentes que percibieron las grietas del sistema que los propios Estados Unidos diseñaron. Ese que contenía la promesa de un capitalismo unipolar, en constante crecimiento y de fronteras borrosas, y que liderarían en forma incuestionable. Esa promesa que mutó en amenaza durante la presidencia del hijo de George Bush y que, tras chocar contra la crisis hipotecaria, Barack Obama intentó rescatar a pura esperanza. Mientras tanto, en lo estructural los déficits fiscal y comercial hacían a Estados Unidos cada vez más dependiente del flujo de capitales desde el extranjero, y la creciente desigualdad agravó para las mayorías el impacto de los ciclos recesivos y aminoró la potencia de las recuperaciones. Hacia afuera, los fracasos en consolidar nuevos órdenes en Irak y Afganistán a pesar de la abrumadora superioridad militar, y el surgimiento de China y de agrupamientos internacionales en torno a ella cuestionaron la unipolaridad, e, incluso, el orden posterior a la Guerra Fría. En vez de resistir, Trump decidió abrazar el final de aquel sistema. Abandonar definitivamente un orden herido pero diseñado por su país para intentar construir uno nuevo. Si la fortaleza de la Unión Europea era un activo de aquel sistema, y su protección era un objetivo estratégico, para Trump es un lastre equivalente a los 100 mil millones de dólares del comercio bilateral, y la casi totalidad del gasto militar para proteger a una región que se apoya en la protección de Estados Unidos para incumplir incluso el mandato de la OTAN, de invertir al menos el 2% del PBI en defensa nacional. Rusia, en cambio, es una opción abierta para balancear el ascenso de China. Con una capacidad nuclear similar a la norteamericana, y una frontera común con el gigante asiático de miles de kilómetros cuya historia de escaramuzas hace que del surgimiento chino una preocupación de primer orden, encuentra como obstáculo a ese acercamiento las urgencias del frente occidental que en Georgia, Ucrania y en general en el este europeo, la encontraron invariablemente enfrentada a Europa y Estados Unidos.

 La estrategia de Trump supone, al menos, la equidistancia entre Rusia y la Unión Europea. No dar ninguna alianza por sentada y negociar con cada uno de acuerdo a una lógica puramente transaccional. Seguramente encontrará enormes obstáculos para llevar adelante aquella visión. Hasta ahora, el establishment de política exterior sigue percibiendo a Rusia como una amenaza y la prevalencia de aquella visión en el Congreso hace impensable que las sanciones norteamericanas vayan a levantarse y abrir el camino a una relación armónica. Mientras, la poca predisposición a las concesiones, y la voluntad de imponer a partir del mayor poder relativo, si bien mostraron con Iran su potencial de poner en peligro la paz y estabilidad globales,  permitieron en el corto plazo algunas victorias resonantes, como el compromiso de los países de la OTAN de aumentar sus gastos de defensa, o el reciente anuncio de la Unión Europea de que aumentará sus compras de productos norteamericanos. Si a largo plazo corre el riesgo de terminar por acercar a China con el bloque comercial más importante del mundo, la evaluación es que la Unión Europea es demasiado débil y sus intereses demasiado divergentes como para dar ese paso.

En vez de resistir, Trump decidió abrazar el final de aquel sistema. Abandonar definitivamente un orden herido pero diseñado por su país para intentar construir uno nuevo.

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 Cortoplacista, audaz e incluso fundamentalmente equivocada, la estrategia internacional trazada por Trump tiene sentido, y a pesar de muchas formas caricaturescas, es mucho más vulnerable a la crítica que a la burla. El riesgo de esta última puede ser nublar la primera, y acallarla ante cualquier éxito parcial. Aún peor, perderse de la que, citando a Henry Kissinger, quizás sea la función más importante que la presidencia de Trump termine cumpliendo. Hace poco, quien fuera el arquitecto de la aproximación a China en tiempos de la Unión Soviética definió a Trump como “una de esas figuras en la historia que aparece de vez en cuando para marcar el final de una era y obligarla a renunciar a sus viejas simulaciones”.

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