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“Todos nos comimos un poco el amague del fin de la Historia”.

Alejandro Galliano, 2019

La frase de Galliano sintetiza bien el espíritu de los que bordeamos de un lado y del otro de la línea los cuarenta años. A fines del siglo XX se temía menos el fracaso de la globalización que su éxito. El narradísimo movimiento zapatista, el “Imperio”de Toni Negri o “El” libro de moda en la Facultad de Ciencias Sociales de aquellos primeros 2000 (“Como cambiar el mundo sin tomar el poder”), del marxista John Holloway, son emblemas de este zeitgeist noventista que presuponía la estabilidad y homogeneidad de este nuevo orden invulnerable tanto o más que sus mismos propulsores. Estábamos ante el advenimiento de una nueva y global Pax Romana liderada por un Estados Unidos que hacía “sistema” con el mundo y que dejaba definitivamente de ser una nación para convertirse en un Imperio.

En la Argentina, el menemismo representó precisamente eso: la posibilidad de un orden. Injusto y excluyente, pero orden al fin. Llegaba un presidente salido de las urnas que gobernaba, por empezar, la economía. En un país estragado por las crisis inflacionarias y las asonadas militares, el oasis de estabilidad de esa década articuló un consenso político y social inédito en la historia argentina: era nuestro propio y módico fin de la Historia. Muchos militantes “nacionales y populares” de las urbes de aquella época (donde progresistas éramos todos y ninguno) nos retrotraíamos a la épica de la generación de nuestros padres para encontrar una inspiración (el revival setentista brota en los ’90, con el libro de Caparrós y Anguita “La Voluntad” como biblia) y nos ilusionábamos con las revueltas sociales periféricas (el “Santiagazo”, Cutralcó, nuestras Chiapas al sur), ninguna capaz de encender la pradera, pero sí capaz de mostrar los chispazos de un orden injusto y la evidencia de que sus costos no serían, al menos, tan gratuitos. Pero el poder, lo que se dice el poder, ya tenía dueño. El FREPASO fue nuestra propia versión de la tercera vía encarnada en el mundo por Bill Clinton y Tony Blair, la traducción socialdemócrata de este nuevo orden. Tan así que aún esa sigla funciona como estigma, una suerte de cuita electoral, el “yo no lo voté” de la izquierda social. Las alternativas electorales eran tan magras que algunos fundaron una alternativa: el 501. La exacta cantidad de kilómetros que te separaban del cuarto oscuro. Votar al FREPASO o no votar, parecían las únicas opciones de cierta “radicalidad” porteña. Amábamos odiar los noventa, fue una década que se supo década casi antes de suceder, tuvo su propia fuerza anticipatoria, nació autonarrada. De hecho no podríamos definir qué dos décadas vivimos tras ella, ¿cómo se llaman estos estrictos casi veinte años posteriores?, ¿los 2000 primero, luego la década del Bicentenario?, ¿las décadas kirchneristas? Cuando decimos “la década del 90” no hace falta agregar nada: nació con su 1 a 1 y su estigma, porque Menem no fundó una identidad política sino una ecología en la que vivir. Era tan de época el Alto Avellaneda como la revista Página 30, el “Santiagazo” como Puerto Madero. Y así como la militancia revolucionaria de los setenta no sabía que al voltear a los grandes patriarcas de la posguerra como Lyndon Johnson, Charles de Gaulle y Juan Perón estaban en realidad abriéndole las puertas a lo único que se interponía a la victoria del nuevo neoliberalismo, los militantes noventistas desconocíamos la excepcionalidad histórica que nos tocaba en suerte. Esa década, que se solazaba en mirar y despedir el antiguo mundo sólido que se disolvía en el aire, también se disolvió. Su materia maciza, hecha de las esquirlas de los grandes relatos, muros y Estados Benefactores, también se hizo polvo.

Dos meses después de los atentados en Nueva York, se derrumbaban ante nuestros ojos nuestras propias Torres Gemelas: la Convertibilidad y la Clase Política de la democracia

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Por eso, los que vivimos la crisis del 2001 en edad de tirar piedras en la plaza sabemos que aquello no fue sólo la caída de un pésimo gobierno. Era el espectáculo dantesco de un orden que nosotros no habíamos volteado sino que había implosionado prácticamente solo, víctima de sus monstruosas contradicciones. Dos meses después de los atentados en Nueva York, se derrumbaban ante nuestros ojos nuestras propias Torres Gemelas: la Convertibilidad y la Clase Política de la democracia. El 1 a 1 pero también, como nos cansamos de oír cantar en las marchas de esos años, en el megáfono del MST: “la democracia peronista y radical”. El 1 a 1 había sido, al fin de cuentas, la Moncloa realista de una clase política que conocía la histórica manta corta argentina: el imposible valor de la moneda nacional. Un país con demasiado Estado, demasiado campo, demasiada industria, demasiada clase media, demasiado Movimiento Obrero Organizado, no puede calmar el temblor de su contrato social: ¿a cuánto nos conviene tener el dólar? Menem fue un salto de la imaginación liberal al poder: la convertibilidad. La foto de esos años es la de Cavallo, como nuestro Hannibal Lecter, con un billete de un peso y un billete de un dólar, uno arriba del otro, y la media sonrisa de lunático que sabe que la hoja filosa de esos billetes nos rebanan por un ratito la corteza del cerebro que debía gritar que eso, eso sí, era imposible.

Lo que implicó el interregno de Duhalde y la primera presidencia de Kirchner después fue, centralmente, la creación de un orden nuevo, que impugnó los límites duros del posibilismo noventista y que pudo construir su propia versión de lo que la palabra “gobernabilidad” implica: un Orden con Progresismo. Este se benefició del boom de comoditties del auge chino pero no se explica sólo por eso, como podría sostener un análisis exclusivamente “materialista”. Al viento de la Historia hay que soplarlo también. ¿Y qué hubo? Un ejercicio deliberado de voluntad política. Y esta dimensión de “orden”, el dilema hobbesiano del 2001 argentino, fue muchas veces olvidada en los años posteriores, por generaciones que no habían conocido “La Gran Guerra” y que se habían socializado políticamente en el auge del crecimiento y del “Estado Compañero”: fue un orden (el orden progresista del kirchnerismo) que se dio demasiado por sentado y adquirido. Retengamos eso. El kirchnerismo no fue “la vuelta de la política” sino el ordenamiento de una crisis que politizó de arrastre. Es por eso que hoy, en vísperas del retorno de este posible “nuevo peronismo”, resulta clave recuperar la más básica dicotomía de todas: reconstruir un orden frente al caos. El peronismo tiene la virtud comparativa de la estabilidad. Los diez años de Perón, los diez años de Menem, los doce años kirchneristas.

Es por eso que hoy, en vísperas del retorno de este posible “nuevo peronismo”, resulta clave recuperar la más básica dicotomía de todas: reconstruir un orden frente al caos

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El nudo del siglo

“¿Y qué escabrosa Bestia, llegada al fin su hora, /se arrastra hasta Belén para nacer?”

W.B. Yeats, “El segundo advenimiento”, 1919

Hoy, se sabe, se dice, se repite, el mundo cambió. Donald Trump es la expresión grotesca de lo que queda del espíritu americano cuando se le amputan el optimismo por el futuro y la fe en el progreso. Un Estados Unidos que construye muros y derrumba a secas su propio mito inmigrante. Realismo capitalista sin velo ni mediaciones ideológicas, el desmantelamiento voluntario de un Imperio que se repliega y concentra para dar una sola y única pelea, la fundamental, contra su adversario chino. La paradoja de China es que aprovechó como ninguna otra nación las nuevas relaciones de fuerza y patrones económicos del mundo post setentista: unas reglas que, a diferencia de la Inglaterra del siglo XIX, no inventó, pero que sí usufructuó basándose en la “ventaja” de un Estado autoritario y de una gigantesca mano de obra disponible sin sindicatos. En algún sentido, la China actual es el reverso perfecto de la socialdemocracia del siglo XX: si este modelo implicaba un cierto socialismo económico bajo la conducción de una institucionalidad liberal, los chinos de hoy prohíjan un liberalismo económico duro con instituciones del socialismo real. ¿Qué hubiese dicho Lenin de saber que sería su modelo político de partido único y “centralismo democrático” el más acorde para gobernar el capitalismo en su versión más salvaje? En ambos casos, un maridaje entre modernidad tecnológica y reacción política y social que ya tuvo su propia conclusión destructiva el siglo pasado.

Se siente, se acerca, el nudo del siglo XXI, el fin de un largo  y tortuoso preámbulo anticipado en 2001 y confirmado en la crisis mundial del 2008, el verdadero momento en donde se juega la época. Para decirlo en términos del siglo anterior: estamos entrando en la guerra del 14. Todo se sintetiza y se unifica: la crisis ecológica, política, social y geopolítica, en una amalgama común que habla del fin de los pequeños relatos de la era noventista y de la necesidad de analizar sin fragmentar. La sensación de aceleración histórica trastoca todavía más las referencias tradicionales; como sostiene Thérèse Delpech en su libro “El retorno a la Barbarie en el siglo XXI”: “esta aceleración súbita de la historia, cuando se produce, sella la derrota de la acción política, que debe entonces contentarse con correr atrás de los acontecimientos antes que chocarse con ellos”. Con posterioridad a la caída del Muro de Berlín la filosofía de la Historia parecía confiscada por los ganadores de la contienda: la clase obrera ya no iría al Paraíso, y la famosa frase de Fidel Castro (“Nada podrá detener la marcha de la Historia”) empezaba a sonar para los pobres del mundo más como una amenaza que como una esperanza. La Historia no se detiene, pero parece ir contra ellos. En la Argentina, el macrismo fue el portaestandarte de esta Fe de los últimos días: un marxismo de derecha que cree con convicción ciega en la explosión de las fuerzas productivas y en la dilución del Estado y la política en la marea de la Sociedad y el Mercado. 

Todo se sintetiza y se unifica: la crisis ecológica, política, social y geopolítica, en una amalgama común que habla del fin de los pequeños relatos de la era noventista y de la necesidad de analizar sin fragmentar

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Hoy, sin embargo, incluso las certezas de los “ganadores” están en entredicho: la incertidumbre y el caos son los nuevos protagonistas. La distopía, el nuevo género de moda. El retorno a la barbarie, una cruda realidad. Caído el relato del “fin de la Historia”, solo queda en pie como paradigma del Progreso el desarrollo tecnológico, abrazado por una izquierda que abandonó la fe en la Humanidad y por una derecha que encuentra en Sillicon Valley su última pagoda revolucionaria. En ambos casos, se pregona un destino automatizado y fijo, sin lugar para la acción política. Este divorcio, esta ruptura del diálogo entre el hombre y la Historia es uno de los datos centrales de nuestra actualidad. Reconstituirlo, podría decirse, una de sus tareas fundamentales: volver a introducir la libertad y la decisión en la Historia, sin la cual se diluye toda noción de responsabilidad política, y que es probable que no pueda realizarse sin alguna forma de reflexión ética que permita rehabilitar algún sentido de trascendencia. Es curioso que una sociedad consumerista que reivindica el derecho a decidir sobre todo resigne ese único derecho fundamental.

1940

“Toda situación presente tiene al menos un elemento positivo: hay que encontrarlo y utilizarlo”

André Malraux, “La Esperanza”, 1938

Hace algunos años una serie emitida por History Channel se proponía narrar las dos guerras mundiales con un mismo denominador común: ¿qué hacían los protagonistas de la Segunda Guerra durante la Primera? El guión avanza narrando la vicisitudes del cabo y correo Adolf Hitler, un joven soldado De Gaulle capturado por los alemanes y un Churchill desgraciado políticamente por su pésima decisión en Gallipoli. La idea era unir cinematográficamente un mismo destino histórico, el de la llamada “generación de entreguerras” del siglo XX. En la Argentina, podría decirse que nuestra generación es la generación de entrecrisis, la que vivió casi adolescente aquel diciembre de 2001 y que llega a la madurez en esta nueva crisis del 19/20. Se podrían enumerar las condiciones generacionales: la crisis te agarra con hijos, la crisis te agarra endeudado, y la crisis te agarra consciente de que, prácticamente, durante esta democracia que llegó para siempre se exploraron casi todos los caminos. Los socialdemócratas, los neoliberales, los ortodoxos, los progresistas, los posmodernos. Como decía, en el placer del off the record, un funcionario macrista: “déjennos el derecho a hacer un gobierno más, un gobierno mediocre”. Se puede hacer “un gobierno más”, pero la Argentina no es un “país más”. La pelea cultural del macrismo contra la “excepción argentina” resultó un instrumento retórico eficaz: su salida del gobierno bajo esta habilidad inesperada en el arte de perder, esta sobrevaloración aciaga de su 40%, los blinda de la crueldad del propio exitismo, porque les permite pensar que su rotundo fracaso no es tal sino el meritorio intento de gobernar un país fracasado. Nosotros no fracasamos, fracasó la Argentina. La primera contraseña de este “nuevo peronismo” parece una decisión paradójica de la sociedad: porque tiene algo de volver a lo seguro en el siglo de las inseguridades completas.

El peronismo con su unidad evitó la quiebra del sistema político argentino, y Cristina, con su decisión “sistémica” de no ser lo que de ella esperaban sus enemigos -un Maduro con polleras- el colapso nacional al que tan irresponsablemente jugó 4 años Mauricio Macri. Este último mes planteó la validez de esta opción estratégica con más nitidez aún: las escenas de Bolivia, Chile y Ecuador son un recordatorio crudo de lo que podría haber pasado. Y la Argentina lo hizo contra la moda de la época, que sostiene la atomización, la radicalización ideológica y la polarización a ciegas. Cuando todo se disgrega, el peronismo se junta; cuando los lideres se extreman, aparece Alberto Fernández, un hombre razonable cuya “inactualidad” -en la era de los Bolsonaros- lo hace aun más valorable. Podría decirse que nace de las entrañas del Estado cuya misión es rescatar, la figura de síntesis que encontró la Argentina, el Lavagna que sí fue.

Cuando todo se disgrega, el peronismo se junta; cuando los lideres se extreman, aparece Alberto Fernández, un hombre razonable cuya “inactualidad” -en la era de los Bolsonaros- lo hace aun más valorable

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Para nuestra generación política se tratará, una vez más, pero esta vez en otra clave de responsabilidad, de mirar a la Gorgona de frente. Es la que toca, sin derecho a elegir. Ni el cinismo vulgar ni la realpolitik de lobby de hotel nos salvarán. La vieja alternativa de “Civilización o Barbarie” podría reactualizarse hoy, y a nuestro favor, y siempre cabe una pregunta: ¿qué es lo que hay defender hoy? No estamos en la optimista Argentina del siglo XIX, ni en la de la Generación del ’80, ni en la transición democrática al sol, ni tampoco a upa de una clase obrera orgullosa y altiva. De todo eso quedan, después de tantos estragos, moléculas vivas. No es trending topic en el mundo precisamente las ínfulas de poseer una clase media en países periféricos, ni lograr módicas redistribuciones del ingreso. El viento de la Historia sopla de frente pero solo queda, como en los lejanos años ´30, una alternativa: apaciguar al monstruo o enfrentarlo. Y sin las certezas en piedra de la victoria final. Para esa tarea solo queda un solo recurso no perecedero: la política. No se nos da una aurora, tenemos que hacer una aurora. Como resumió el inmortal Max Weber: “Es completamente cierto, y así lo prueba la Historia, que en este mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez. Pero para ser capaz de esto no sólo hay que ser un caudillo, sino también un héroe en el sentido más sencillo de la palabra. Incluso aquellos que no son ni lo uno ni lo otro han de armarse desde ahora con esa fortaleza de ánimo que permite soportar la destrucción de todas las esperanzas, si no quieren resultar incapaces de realizar incluso lo que hoy es posible. Solo quien está seguro de no quebrarse cuando, desde su punto de vista, el mundo se muestra demasiado estúpido o demasiado abyecto para lo que él le ofrece; sólo quien frente a todo esto es capaz de responder con un sin embargo; solo un hombre construido de esta forma tiene vocación para la política”.

Ojalá que abunden. Allá vamos.

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Comentarios

  1. Florencia

    el 02/12/2019

    Me encantó!!!!!

  2. Marcelo

    el 03/12/2019

    Muy bueno!!

  3. Pablo Trevisi

    el 11/12/2019

    Llamemos a las cosas por su nombre, para bien o para mal: si decimos que el peronismo tiene la “virtud comparativa de la estabilidad” y recordamos los 10 años de Menem, admitamos también que ese gobierno neoliberal fue una versión -¡otra más!-, del peronismo. Los grandes diarios del mundo llaman “gobierno peronista” al gobierno de Menem; solo en la Argentina evitamos decir que este hombre y su gobierno eran peronistas.

  4. Martin

    el 16/02/2020

    Coincido no es peronista por cantar la marcha o usar a su partido, el peronismo es un ideologia nacional.socialista y propia el menemismo es todo lo contrario. Saludos

  5. Pablo Trevisi

    el 03/04/2020

    Los que gobernaron la Argentina en los años ‘90 eran peronistas, peronistas de derecha. Y, en efecto, esa ideología es “todo lo contrario” a la ideología nacional y socialista, al peronismo de izquierda. Y ahí está el problema con el peronismo: nadie sabe si es un partido de izquierda, de centro o de derecha, porque todas esas ideologías -sin mencionar la extrema izquierda y la extrema derecha- conviven en eso que Chacho Álvarez llamó “cáscara vacía”. El peronismo es una “cascara vacía” en la que cada uno que llega la llena con lo que quiere. De allí que tenemos tantas versiones de peronismo, muchas veces contradictorias entre sí, como protagonistas: Menem, Duhalde, Kirchner, Cristina. Sin mencionar que los Kirchner era neoliberales en los ’90. Creo que toda esta gente no solo es peronista por “cantar la marcha y usar a su partido”. Cordiales saludos

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