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07 de septiembre 2020

Javier Cachés

MAKE AMERICA WHITE AGAIN

Tiempo de lectura: 4 minutos

Después de la derrota de Mit Romney en la elección de 2012, el Comité Nacional Republicano encargó un estudio para revisar la agenda, el mensaje y la estrategia partidaria a nivel nacional[1]. El problema estaba a la vista: desde 1988, los republicanos habían ganado una sola vez las presidenciales por el voto popular. Estados Unidos era un país en cambio -lo sigue siendo todavía hoy- y ese cambio alejaba cada vez más al partido de la Casa Blanca.

El reporte concluyó que los republicanos debían adoptar un enfoque mucho más abierto y comprensivo hacia las minorías étnicas, las mujeres y los jóvenes. “Debemos mantenernos como la alternativa conservadora al Estado grande (big government), al mismo tiempo que le abrimos las puertas a republicanos no tradicionales. Nuestro criterio no debe ser mantener la pureza, sino construir un conservadurismo mucho más amable”, se lee en el documento. Para interpelar a los votantes latinos, por ejemplo, el informe sugería apoyar la reforma inmigratoria y aumentar la cantidad de líderes hispanos en el establishment partidario.

La estrategia ganadora -hoy lo sabemos- no fue la moderación, sino la radicalización. Contra lo que prescribía aquel estudio, Trump sacó al Partido Republicano del laberinto que planteaba el cambio demográfico por arriba: movilizando al votante blanco que comenzó a percibir una pérdida relativa del status de su grupo racial. Make America White Again. Más que por un sentimiento anti-establishment, Trump ganó en 2016 por la reacción que provocó en las bases republicanas los 8 años de Obama en el poder. Esa es la paradoja: no fue tendiendo un puente con las minorías, sino prometiendo construir un muro (material y simbólico), que los republicanos regresaron a la Casa Blanca. 

La estrategia ganadora -hoy lo sabemos- no fue la moderación, sino la radicalización. Contra lo que prescribía aquel estudio, Trump sacó al Partido Republicano del laberinto que planteaba el cambio demográfico por arriba

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Esa rebelión conservadora se escenificó en la Convención Partidaria de la semana pasada. No hubo presentación de una plataforma programática, el sector moderado fue apartado y los ex candidatos presidenciales no fueron ni invitados. Hubo muchos testimonios ciudadanos -incluyendo una pareja de Saint Louis que ganó notoriedad por haber apuntado con armas largas a manifestantes de Black Lives Matters- y ninguna autoridad partidaria entre los oradores. 

El mensaje principal de la Convención no se dirigió a resaltar los hitos de su gobierno ni a proponer una agenda para un eventual segundo mandato, sino a agitar los miedos y la ansiedad identitaria de su electorado. Detrás de la candidatura demócrata están “la izquierda radical” -como si Biden fuera Sanders- y “los anarquistas violentos, los agitadores y los criminales” que ponen en jaque los valores tradicionales del norteamericano promedio.

Ese es el sello distintivo del trumpismo: la activación de la identidad política blanca amenazada por una Norteamérica más diversa. Con este registro Trump logró moldear al GOP a su imagen y semejanza. Desde que asumió la presidencia en enero de 2017, un 40% de la bancada republicana de la Cámara de Representantes se retiró o perdió su cargo, una tasa de recambio altísima dada la tradición reeleccionista del Congreso estadounidense. En general, los que salen de la escena son veteranos moderados y los que ingresan, republicanos más conservadores y combativos. Es decir, más trumpistas. La renovación refleja las preferencias de la base partidaria. De acuerdo a un relevamiento de Politico[2], el 60% de los 600 anuncios televisivos de los candidatos en este ciclo de primarias republicanas contuvo referencias a Trump (desde la construcción del muro hasta la impugnación de la “corrección política”).

A pesar de la crisis económica, sanitaria y social que vive Estados Unidos, no es imposible ni improbable que Trump sea reelecto. Lo que es seguro es que el trumpismo sin Trump no funcionará

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Trump entiende el juego que tiene que jugar: en la era de la polarización, las campañas se orientan a movilizar más que a persuadir. En las últimas décadas, el centro ideológico en Estados Unidos se fue achicando y los partidos se alejaron entre sí: el Partido Republicano se volvió consistentemente conservador y el Partido Demócrata, consistentemente más progresista. Los candidatos buscan hoy interpelar a los grupos propios y le hablan poco al votante indeciso e independiente, porque se asume que cada vez hay menos indecisos e independientes. 

La polarización es un fenómeno reciente y sistémico. En la década del ´90, Bill Clinton resaltaba sus características de sureño centrista y prometía austeridad fiscal, una reforma en la seguridad social y un endurecimiento de la política criminal. Hacía campaña como un republicano moderado. Y tenía éxito. El propio G.W. Bush, en el 2000, se mostraba preocupado por la cuestión racial. Esa etapa de civismo bipartidario quedó en el pasado. Obama hizo campaña a la izquierda de Clinton; Hillary, a la izquierda de Obama; y el propio Biden -a pesar de su propio historial político- hace campaña a la izquierda de Hillary. Con votantes, donantes, y partidos más polarizados y medios de comunicación exacerbando la división, el sistema político estadounidense ofrece pocos incentivos para la moderación.  

El mensaje principal de la Convención no se dirigió a resaltar los hitos de su gobierno ni a proponer una agenda para un eventual segundo mandato, sino a agitar los miedos y la ansiedad identitaria de su electorado

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Los republicanos están en una encrucijada. El GOP representa una Estados Unidos blanca, protestante y rural en un país cada vez menos blanco, protestante y rural. Trump ofreció un atajo para regresar al poder: ganó con una coalición social de mediados del siglo XX en pleno siglo XXI. Con el Colegio Electoral, el gerrymandering y las restricciones para votar, los republicanos pueden retrasar pero no frenar la traducción política del cambio demográfico, que inevitablemente llegará. Y quizá ya esté llegando. Estados genéticamente republicanos como Texas y Georgia, por citar solo dos casos, se están convirtiendo con velocidad en distritos socialmente más diversos y políticamente más disputados.

A pesar de la crisis económica, sanitaria y social que vive Estados Unidos, no es imposible ni improbable que Trump sea reelecto. Lo que es seguro es que el trumpismo sin Trump no funcionará: desde Weber sabemos que el carisma no se transfiere. Ahora o dentro de cuatro años, el Partido Republicano estará expuesto al mismo dilema que planteaba aquel documento de 2012: cómo reformarse a sí mismo para sobrevivir en una Norteamérica que experimenta cambios sociales vertiginosos. 


[1]

https://online.wsj.com/public/resources/documents/RNCreport03182013.pdf

[2]

https://www.politico.com/news/2020/08/19/trump-reshaping-gop-congress-398559

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