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02 de julio 2020

Pablo Touzon

MENEM, MACRI, Y LA DÉCADA OLVIDADA

Tiempo de lectura: 13 minutos

En la Argentina actual existe un cierto vacío interpretativo de la política en relación a Menem, el menemismo y la década de los noventa. Fuera de la academia, la política profesional mira ese pasado con el ojo de vidrio de una indiferencia calculada; con la excepción de la izquierda, a todos los incomoda. En el mundo cultural el vacío es aún más pronunciado, a excepción de que se nombre esa década desde la condena automática o bajo la tenaz y solitaria pluma de un escritor como Jorge Asís. Pero esos años ya no se tematizan. Algo de eso puede observarse en las contadas situaciones institucionales en donde un Menem ya anciano aparece para reclamar sus fueros en la Historia: entre la distancia y el consumo irónico, y pasadas las pasiones personales que prohijó, da la sensación de que la sociedad política argentina aún no sabe bien que hacer con él. 

Al peronismo le recuerda una parte “maldita” de su historia, una que no puede narrarse en clave de movilización popular, expansión de derechos, resistencia o lucha antiimperialista. Una década extensa y compleja, difícil de decodificar a través del prisma de sus tres bandera históricas de “independencia económica, soberanía política y justicia social”. Incluso hoy, mucha de la bibliografía mas reciente sobre el peronismo prefiere hacer descender un olímpico “cono del silencio” sobre el tema. Sumado a cuestiones de tipo “biográfico”: la mayoría de los cuadros dirigentes y funcionarios del peronismo del siglo XXI hizo su escuela de gestión pública en el Estado menemista. No podía ser de otra manera, siendo que el Menem de 1989 cortó la racha de un peronismo desalojado del poder desde 1976. “Quemá esas fotos”.

separarse de Menem primero y Cavallo después fue algo así como el certificado de nacimiento del PRO como entidad independiente. No se podía ser hijo del 2001 y de los ’90 a la vez.

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Para el macrismo el menemismo es también paradojal, una suerte de tío exitoso pero ordinario, “grasa” y plebeyo: un familiar que le da vergüenza. Esta percepción puede graficarse en el mismo “proceso de desmenemización” que debutó con la carrera política de Mauricio Macri, un protagonista excluyente (junto con su padre, que nunca renegó) de la noche y de las playas del Punta del Este noventista. La crisis del 2001 y el estallido del modelo de la Convertibilidad forzaban a un acto de contrición colectiva de las élites argentinas con aspiraciones políticas: separarse de Menem primero y Cavallo después fue algo así como el certificado de nacimiento del PRO como entidad independiente. No se podía ser hijo del 2001 y de los ’90 a la vez. Más cercana en el tiempo, la conformación de Cambiemos en conjunto con la Unión Cívica Radical profundizó aún más esa diferenciación, consolidando además el perfil ya netamente antiperonista de la coalición política. La conclusión: En la Argentina, menemista no fue nadie. Los noventas son su “década olvidada”. 

Hoy el fracaso de la experiencia cambiemista en el poder permite tal vez una relectura en una clave que pueda ir más allá de la ignorancia oficial de la Historia macrista y de la narración del “saqueo” con voz en off de Pino Solanas, típica del relato semi oficial del kirchnerismo. En una primera mirada, podría decirse que el macrismo y el menemismo comparte una misma cosmovisión, una misma concepción del mundo y de la integración de la Argentina en él: una comunión de objetivos basada en un credo “liberal” común, con todo su decálogo clásico: apertura de la economía, libre mercado, desregulación, reforma del Estado. Las coincidencias, sin embargo, terminan ahí. Todo en la puesta en práctica de esta política, en sus formas, en sus procedimientos y en su sociología es, efectivamente, muy diferente. En ese sentido, Marcos Peña tenia razón en desestimar siempre la comparación entre Macri y Menem: lo que no queda tan claro es que eso sea de ninguna manera una ventaja para Mauricio. En buena medida, Menem consiguió y realizó los sueños secretos del macrismo; y lo hizo construyendo un “orden” relativamente estable –el concepto mantra de los noventa fue “la estabilidad”- que lo une en línea histórica con la tradición de gobierno de Juan Perón y Néstor Kirchner, al menos en sus primeros mandatos. Una “estabilidad” que encuentra su espejo deformante cruel en la vida “a salto de dólar” de los cuatros años macristas y que permite un ejercicio político e intelectual a la Plutarco. Las vidas paralelas de dos experiencias políticas. 

“No importa de qué color sea el gato, lo importante es que cace ratones” 

La máxima del dirigente chino Deng Xiaoping sintetizaba una aspiración y un clima de época para muchos partidos y movimientos populares a fines de la década del ´80. La caída de la Unión Soviética y el Muro de Berlín obligó a la reconfiguración interna de la mayoría de las formaciones políticas históricas del siglo XX, sin distinciones de latitudes y lenguas. El triunfo aparentemente inapelable de las ideas de apertura y libre mercado habilitaban una máxima darwinista: adaptarse o morir. Por nombrar tan sólo algunos ejemplos destacados, el PRI mexicano, el Partido Comunista Chino y el peronismo argentino iniciaron o profundizaron su reconversión política e ideológica en aquellos años. Pero lo hicieron solo a medias, a sabiendas de que la hibridación era su destino manifiesto: ¿cuanto conservar y cuanto transformar? El PRI mantuvo lo que pudo el unicato, Menem jamás desafió el modelo sindical de unidad promocionada ni el poder –corporativo al menos- de la CGT. Mas al norte, la experiencia de la Perestroika de Mijail Gorbatchov funcionaba como contraejemplo: una reforma que había ido demasiado lejos y había terminado con el reformador. Por eso, al principio la adscripción a las reformas de mercado fue en la mayoría de los casos una sobreadaptación pragmática, un conjunto de formas y herramientas nuevas para intentar lograr los mismos fines de siempre. El vocabulario conceptual ensamblado lo grafica: el “socialismo con características chinas” de Deng o la “economía popular de mercado” de Menem. La “fe” vino después 

La “vía peronista al liberalismo” surgió entonces como una respuesta adaptativa a la combinación histórica de la crisis hiperinflacionaria del ’89-90 –  a la que el historiador argentino Halperin Donghi señaló como ejemplo de “la agonía de la Argentina peronista”- el fin de la Guerra Fría y el nuevo unipolarismo americano. Se vivía, efectivamente, una atmosfera de fin de época, y la fuerza arrolladora de un nuevo “viento de la Historia”. Caían los partidos comunistas, caía el Apartheid, caía Pinochet. Construir molinos de viento fue la consigna de un peronismo que mutó para no morir, y que a la vez mató inevitablemente algo de si mismo al hacerlo. El peronismo, además, en su resiliencia y perennidad históricas –sobreviviente tanto al Partido Militar en su larguísimo round histórico de tres décadas, como al alfonsinismo arrasador del Tercer Movimiento Histórico- empezaba a ser percibido en ese fin de los ochentas como un destino manifiesto, una metáfora del ser nacional. Por esto, en su capacidad de modernización se cifraba también la clave y la posibilidad empírica de la modernización capitalista de la Argentina tout court. La forma de hacer sustentable, viable, y sobre todo, “gobernable”, la nueva Argentina de la desigualdad parida por la dictadura militar.  El peronismo no era el obstáculo. El peronismo era la resolución del problema.  

Caían los partidos comunistas, caía el Apartheid, caía Pinochet. Construir molinos de viento fue la consigna de un peronismo que mutó para no morir, y que a la vez mató inevitablemente algo de si mismo al hacerlo

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El macrismo “contemporáneo”, forjado en los hornos de Durán Barba y Marcos Peña, partió de la hipótesis política exactamente contraria. El peronismo fue, es y será el problema: los famosos “70 años de peronismo” de la ideología oficial. Para el macrismo, la Historia argentina del siglo XX es unívocamente la historia de un fracaso. Una nación descarriada por el populismo y reducida a un tweet de inflación acumulada. Un peso muerto a sacarse de encima. Observan esa historia como los reformistas radicales de Yeltsin leían la historia de la Unión Soviética: el relato de una tragedia. Por esto, y a pesar de los intentos de “negociación” con la sociedad peronizada que les tocó gobernar –digamos, la mejor versión posible de lo que en la Argentina se dio en llamar gradualismo- existió algo en el ethos profundo de la experiencia que tenia como misión central y definitiva neutralizar al monstruo. Demostrar su obsolescencia y su disfuncionalidad. Mauricio Macri incluso consiguió que el FMI y Trump le financien un Plan Marshall para tal efecto.  

La práctica política concreta mostró una y mil veces esta verdad escrita en granito: en los sucesivos fracasos del “ala peronista” del PRO en ampliar la alianza hacia los sectores peronistas mas refractarios al kirchnerismo –que hicieron de su máximo exponente, Emilio Monzó, un panelista de TV más- en la centralidad definitiva de Peña a hasta el último dia, en el peso desproporcionado de Elisa Carrió en la coalición cambiemista, en la cultura y en los medios oficialistas. El macrismo terminó pareciéndose a una versión en slow motion de la Alianza que asumió en 1999, con su continuismo del modelo anterior de la Convertibilidad primero –el “gradualismo” de De La Rúa- y el fin del financiamiento internacional y el descalabro después. Tal vez por esta opción deliberada en priorizar la identidad política, la agenda “reformadora” en términos reales y concretos del macrismo fue casi invisible ( persiste, tal vez, como único ejemplo, la política desregulatoria del transporte aeroportuario del ex Ministro Guillermo Dietrich y sus “low cost”). En todo caso, entre la identidad y la transformación, el macrismo eligió la endogamia de quien se mira al espejo y le gusta demasiado lo que ve.

Una cuestión de clase 

Una elección que tiene raíces profundas  en otro elemento central del macrismo que lo diferencia del menemismo: el de Macri fue un gobierno mucho más “de clase” que “liberal”; el de Menem, el gobierno con agenda liberal mas plebeyo de la Historia argentina. Difícilmente pueda encontrarse una amalgama de colores, estilos, acentos y orígenes políticos tan diversos como los que contuvo en su seno el menemismo: del liberalismo de barrio de una Adelina D’ Alessio de Viola a la aristócrata Alsogaray, de la Renovación Peronista de Grosso, Manzano y De La Sota a lo más profundo de la ortodoxia sindical de un Triaca o un Barrionuevo, de ex montoneros como Alicia Pierini y Luis Prol hasta ex fascistas como Rodolfo Barra. La diversidad no era solo ideológica y política, era también sociológica y federal; todavía no había llegado la hora de la política argentina reducida al AMBA : el menemismo tenia acento riojano, cordobés, santafesino, mendocino, porteño y bonaerense, y orígenes sociales de los mas diversos, de Recoleta hasta las barriadas mas humilde o marginadas del país. Dicho rápido, incluso si se piensa que el gobierno de Menem fue, en términos generales, un gobierno “para los ricos”, lo que seguro no fue es un gobierno “de ricos”. Hasta el mismísimo Domingo Cavallo era un ejemplo de ascenso social, proveniente de una familia de clase media trabajadora de Córdoba. El de Menem fue un gobierno de políticas neoliberales hecho por gente que tenia –sobre todo al comienzo- una relación de tipo instrumental con ellas. Sobreactuaba liberalismo porque no provenía de él, y muchas de las frases más pomposas de la era – “las relaciones carnales” con los Estados Unidos, por ejemplo- pueden entenderse en esa clave. 

Al menemismo la unidad conceptual no le fue dada por la pertenencia de clase sino por decisión política. No había nada de “espontáneo” en su visión del mundo ni en su planteo estratégico: Menem debuta la presidencia del país incendiado con una intuición dura. No era posible gobernar la Argentina teniendo a sus corporaciones en contra, y se hacia necesario para el nuevo peronismo pactar con el establishment económico nuevas reglas de convivencia. Un acuerdo que entendía necesario inclusive para terminar de matar al histórico Partido Militar argentino, que volvía a la vida una y otra vez como en una mala película de terror.  Esa intuición se convirtió en una política con la alianza entre Menem y Bunge y Born y la designación del primer ministro de Economía del periodo, el malogrado Miguel Ángel Roig. E incluso cuando se tardó un año y medio más en llegar a la Ley de la Convertibilidad –la clave del éxito político del plan económico- los fundamentales del menemismo se construyeron desde el primer día.

Menem tenia en su cabeza un esquema asociativo entre el establishment local y el internacional, una alianza buscada por el Estado y cimentada en la asociación común en el nuevo plan de privatizaciones. En un trabajo pionero, “El oligopolio telefónico argentino frente a la liberalización del mercado” los economistas Martin Abeles, Karina Forcinito y Martin Schorr mostraban con un ejemplo concreto la voluntad de anudar los intereses de los jugadores locales- los Pérez Companc, Soldati, Amalita de Fortabat, Bulgheroni, Rocca, Roggio, Pescarmona y si, Macri- con los nuevos jugadores internacionales, sobre todo europeos, como Telecom, Telefónica, y tantas otras. En su voluntad de constituir un sólido nuevo bloque de poder, el menemismo llegó incluso a asociar a muchos jefes sindicales en este proceso, en lo que se dio en llamar el “sindicalismo empresario” de la década de los ’90, un fenómeno que dio origen a un nuevo sindicalismo resistente y combativo protagonizado por   nueva CTA y el MTA conducido por Hugo Moyano. En todo caso, capital internacional-burguesía nacional-CGT fue el trípode de poder de la coalición, la peculiar versión de “pacto social”  de la economía política del menemismo. Menem creía en una gobernanza “con el circulo rojo adentro”, y era capaz de extender ese concepto hasta los limites de lo imposible. A todo poder le extendía su carta de ciudadanía y su derecho a roce.

Menem creía en una gobernanza con el circulo rojo adentro, y era capaz de extender ese concepto hasta los limites de lo imposible. A todo poder le extendía su carta de ciudadanía y su derecho a roce.

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El macrismo operó de forma diametralmente contraria. Hijo del 2001 y de la llegada a la política electoral de los sectores medios y altos luego del colapso del sistema político argentino, el macrismo es también hijo de estos viejos generales de la “Patria Contratista” de la que buscó siempre emanciparse. Un concepto fuerte y estructurante del ideario macrista fue este de “circulo rojo”, en el cual pretendía englobar el conjunto de una dirigencia –empresarial, sindical, periodística, sindical- culpable excluyente de la decadencia argentina, una operación que les permitía por un lado autoexcluirse de la misma, y por el otro evitarse toda mediación en su diálogo tecnológico con “la sociedad”. 

Para el promedio de la dirigencia macrista, “matar al Padre” fue una ley primera: la utopía consistía en romper con la vieja burguesía “comisionista” colaboracionista tanto de militares como de peronistas; recrear un discurso liberal limpio y puritano, de “unicornios” y emprendedores, lejos del barro de la Historia que los vio nacer. El macrismo edificó así un gobierno freudiano, empeñado en una lucha generacional interna que cristalizó un resultado algo insólito: un gobierno de empresarios anti empresarios. O, en todo caso, de los empresarios argentinos realmente existentes, y no de los imaginarios. En su lucha contra el “circulo rojo” nacional, Mauricio Macri tenía como aliado imaginario al capital extranjero supuestamente urgido por regresar a la Argentina: “extranjeros vs locales” era el partido que el gobierno imaginaba ganar, ahogando en dólares frescos la Argentina de la paritaria permanente entre los Ignacio de Mendiguren y los Moyano. Con el “Lava Jato” de los cuadernos incluido, toda la jerga de la época remitió siempre y consistentemente a este imaginario: la “lluvia de inversiones”, el Mini-Davos, la emoción de Macri en la recepción del G20, la celebración del acuerdo con el Fondo. El Mundo no como asociado de la Argentina sino como redentor de los pecados de la misma. Ted Turner contra Franco Macri. 

La Máquina de Perdonar

Como escribió Martín Rodríguez en “La Politica On Line”: “Carlos Saúl Menem no era un menemista. Fue un hombre de Estado que remató el Estado y sembró un derecho casi indecible porque se pronuncia como deseo: nos merecemos el mundo. Lo que no se puede doblegar es la sociedad que nació en los ´90. No la de los ´70, no la del consenso alfonsinista. La del pacto menemista, la del consumo popular”. Si el menemismo ofreció estabilidad económica y consumo de masas para los incluidos y miseria y desocupación para los excluidos, el fracaso económico del macrismo democratizó de facto el reparto de la torta: mishiadura y crisis para todos.  Este hecho generó un desplazamiento del discurso político oficial, de la infraestructura y el gobierno ingenieril a la política de identidad, valores y aspiraciones. Donde el menemismo era todo economía y “cosas”, el macrismo lo fue todo sueños, utopías, relatos y “mensajes”. Sin Altos Palermo´s ni Apple Stores que mostrar, el gobierno profundizó su deriva de “identity politics” . A pesar de esa voluntad iconoclasta, jamás pudo saltar fuera de los limites políticos y simbólicos de su propia clase: pocas veces la historia argentina asistió al espectáculo de una homogeneidad “étnica” semejante. La lista de la  mayor parte del funcionariado argentino podía sintetizarse en tres o cuatro variables principales: capitalinos o bonaerenses, colegios de élite, hombres de entre 35 y 55 años. Un sector que proyectó su propia insularidad de clase sobre todo el resto de la Argentina, en un proceso que solidificó la impronta “Afrikaaner” de su practica política: representar, pura y exclusivamente, a la “Argentina blanca”. La polarización y la Grieta de Estado fue su lógica consecuencia, en un proceso al que solo le falta para terminar de realizarse el autononomismo geográfico y territorial: florecerán mil Cataluñas.

El carisma de Menem estaba basado en el perdón; un presidente que tal vez perdonaba tanto porque quería que lo perdonen a él mismo, en una suerte de lúcida autoconciencia atorrante

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El evangelismo menemista rechazaba en cambio, casi por principio, toda esta oda a la segmentación de la segmentación. Su mensaje universal buscaba borrar deliberadamente todos esos limites, y el capitalismo peronista del consumo masivo fue su herramienta para tratar de lograrlo.  El Fin de la Historia de principios de los ’90 tuvo su  capitulo argentino con una versión vernácula de “fukuyanismo” que no encabezó ningún teórico sino el mismo presidente de la República. Menem no se veía a si mismo como el mero representante del “subsuelo de la Patria sublevada” ni tampoco de los sueños irredentos de la Argentina blanca. Menem se veía a si mismo como la síntesis posible, un poco en la línea primigenia del mismo Perón: un proyecto político mulato y mestizo en el marco de una Argentina post-histórica que cerraría de una vez por todas su siglo XX corto, como en el resto del mundo. Una “comunidad organizada” por el capitalismo y el libre mercado. La palabra preferida del menemismo: la reconciliación. Y el arma preferida utilizada por Menem para su realización: el perdón. El carisma de Menem estaba basado en el perdón; un presidente que tal vez perdonaba tanto porque quería que lo perdonen a él mismo, en una suerte de lúcida autoconciencia “atorrante”. Se paraba sobre su propia biografía de preso político durante la dictadura –una que no necesitaba simular- para abrazarse con todos los enemigos históricos del peronismo -desde el Almirante Issac Rojas hasta Álvaro Alsogaray- indultar a la Junta Militar de la dictadura y a la cúpula de Montoneros, tratar de reconciliar a árabes con israelíes. Nada escapaba al sincretismo menemista: el premio Nobel al que aspiraba Menem no era el de Economía o el de Letras, era el de la Paz. 

Su apuesta era a cerrar la Grieta –ambicioso o megalómano, Menem quería cerrar todas las Grietas argentinas juntas: Facundo y Sarmiento; Civilización Barbarie- por vía del perdón, el olvido, la estabilidad cambiaria y el consumo masivo y democratizado. El Fin de la Historia menemista se basaba en asumirla toda, sin beneficio de inventario. Era la interpretación argentina del espíritu de una época que apostó globalmente a la sutura de todas sus líneas de fractura: la Pax Americana del Imperio Universal daba el paraguas político para intentar terminar con todas las guerras civiles del siglo XX, , el “momento romano” de un Estados Unidos expansivo y confiado en tener las espaldas para sostener y monitorear el proceso. La foto de casamiento de Clinton, Rabin y Arafat. En todos los países ex comunistas, en naciones como Chile o Sudáfrica, las nuevas dirigencias apostaban a un esquema similar: esta fue quizás la promesa más universal de la década del ’90, y la mas fallida vista desde nuestra propia posteridad.  Tenia una premisa lógica interesante y una situación geopolítica única y excepcional para llevarla a cabo, pero fracasó a la larga porque fue este mismo capitalismo el que  serruchó la rama sobre la que quiso sentarse, al consolidar niveles de desigualdad y de pobreza estructural que solo podían tener como consecuencia la profundización de la polarización política y la famosa crisis de la clase media occidental. Un orden occidental que boicoteó a largo plazo las condiciones de su propia reproducción exitosa, y del cual el éxito chino es su propio resultado paradojal.

En la Argentina de esa década todos parecían tener razón. Los que construyeron el modelo nuevo para una Argentina “inviable”, y los que lo impugnaban por su darwinismo social y su insustentabilidad a mediano plazo. Esa es, tal vez, la condición de posibilidad de un orden. En la Argentina de la década perdida de la Grieta fue –¿es?- al revés: todos parecen estar equivocados, y esa tal vez  sea la premisa de su propia inviabilidad. 

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Comentarios

  1. Gustavo

    el 03/07/2020

    Muy bueno, interesante lectura política de la Argentina y del contexto mundial de ese tiempo

  2. Fede

    el 03/07/2020

    Buenisima. Reencontrandome con Panamá.

  3. lucas

    el 03/07/2020

    Una nota extraordinaria. Salud!

  4. Ariel

    el 04/07/2020

    Muy buena nota, da gusto leerla.

  5. Eze

    el 04/07/2020

    Excelente nota y brillante el ultimo párrafo!

  6. Eze

    el 04/07/2020

    Excelente nota. El ultimo párrafo es genial.

  7. Choclo

    el 05/07/2020

    Buen análisis .Menem: la “estabilización se obtendría sin grieta y sin inflacion El camino “ simple, práctico …” en fin peronista Una utopía hacerlo con todos..” los que trabajan …” . Un pacto social como el de Perón-Gelbar, sin formalidad Ahí se inscriben los indultos. Primero a los montos e iguales Luego a los militares .“ excluidos” formales dueños 10% de las empresas.informales Plan social por caja PAN Barra fascista.atrevido Chino cumpa

  8. La derecha exitosa - RevistaREA

    el 18/02/2021

    […] encontrar ciertas diferencias importantes entre los protagonistas de estos procesos. Como bien señaló Pablo Touzon, el gobierno de Macri fue mucho más marcadamente clasista que el de Menem. Si el gobierno de Menem […]

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