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11 de abril 2020

Laura Saldivia Menajovsky

MUNDO OPACO

Tiempo de lectura: 5 minutos

“Ingresamos en el mundo opaco en el que el mal no da explicación alguna, no se pone al descubierto e ignora la ley.”

“Voces de Chernóbil” de Svetlana Alexiévich.

Nueve de la mañana, saco a pasear a mis perras. Andan sueltas, entusiasmadas, y yo despreocupada de que algún auto pueda pisarlas. El cielo celeste se cuela entre los verdes de los árboles. Verdes que en marzo empiezan a atenuarse. Tal vez por eso el cielo se ve tan celeste. O tal vez sea la quietud la que hace más brillantes e intensos a los colores. Esa quietud se ve interrumpida de golpe por el paso de un colectivo con sus asientos vacíos, como flotando, viajando sin escala, hacia el cementerio.

La plaza se insinúa más adelante con el pasto de un verde intenso muy tupido, inaccesible. Es la primera vez, en los veintitrés años que llevo en el barrio, que veo el kiosco de diario cerrado. No es ni el día del canillita, ni primero de enero. La estación de servicio desértica, con sus empleados sentados tomando un mate que no pueden compartir.

Presto atención y escucho sonidos que nunca antes escuché, un bebé llorar y un par de perros ladrarse en un ida y vuelta incomprensible. El repentino graznido chillón de unas cotorras acallan cualquier otro sonido

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Falta el sonido de la bocina del tren que cada tres minutos se escucha a la distancia cuando parte de la estación. O cuando llega. O cuando toma el cruce de la Avenida Elcano. Nunca supe bien por qué suena, o sonaba, esa bocina.

Tampoco veo a las personas que durante el día vienen a trabajar en las PYMES. De lunes a sábado, desde la mañana temprano, el barrio se llena de movimiento de carga y descarga de mercadería en galpones abiertos de par en par. Durante el día las calles rebalsan de tránsito, de autos y camiones intentando estacionar, de trabajadores que al mediodía salen a comprar bebidas, sándwiches y empanadas en el super chino, en los kioquitos o en los bares de la zona.

Son las nueve de la mañana y las calles se ven como un domingo, o como cualquier día después de las seis de la tarde cuando sobra espacio para estacionar los autos de los pocos habitantes de este barrio. Presto atención y escucho sonidos que nunca antes escuché, un bebé llorar y un par de perros ladrarse en un ida y vuelta incomprensible. El repentino graznido chillón de unas cotorras acallan cualquier otro sonido. Este sonido, y el de otros pájaros, parece exagerado, como amplificado. Lo mismo el sonido de las hojas de los árboles que el viento empieza a agitar.

“Los huertos se cubrían de flores, brillaba alegre al sol la hierba joven. Cantaban los pájaros. Era un mundo tan familiar… tan conocido. La primera idea que te asaltaba era que todo estaba en su lugar, como siempre, la misma tierra, la misma agua, los mismos árboles… En ellos, tanto las formas como los colores, así como los olores, son eternos.”

¡El día es tan lindo!, siento mientras recuerdo que no puedo ir más allá de esa cuadra. Tanta tranquilidad, tanta belleza en sus colores, la temperatura perfecta del comienzo del otoño. Pero sé que no puedo cruzar esa línea. No es que de este lado se esté mejor, se está igual. Pero esa transgresión empeora todo. Tengo que cuidarme, y cuidar a otres, de algo que parece es imposible que pueda habitar un día tan lindo.Un día tan lindo no puede ser portador de algo malo. Sin embargo, este día tan lindo dejó de ser amistoso, debo desconfiar de él.

La primera idea que te asaltaba era que todo estaba en su lugar, como siempre, la misma tierra, la misma agua, los mismos árboles…

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“El hombre se vio sorprendido y no estaba preparado para esto. No estaba preparado como especie biológica, pues no le funcionaba todo su instrumental natural, los sensores diseñados para  ver, oír, palpar… los sentidos ya no servían para nada; los ojos, los oídos y los dedos ya no servían, no podían servir, por cuanto que la radiación no se ve y no tiene ni olor ni sonido. Es incorpórea.”

Llego a casa. Paso agua con lavandina por el piso del patio que pisé y por las suelas de mis zapatos. Ahogo las llaves en ese líquido. Obligo a mis perras a caminar por el piso mojado. También les limpio las patas y la trompa con un trapo embebido en alcohol. Cuelgo la llave mojada del picaporte de entrada y me paso alcohol por las manos antes de entrar. Me dirijo a la cocina y me lavo las manos con jabón.

“Entre el momento en que sucedió la catástrofe y cuando se empezó a hablar de ella se produjo una pausa. Un momento para la mudez. (…) No se hallaban palabras para unos sentimientos nuevos y no se encontraban los sentimientos adecuados para las nuevas palabras; la gente no sabía como expresarse, pero, paulatinamente, se sumergía en la atmósfera de una nueva manera de pensar. (…) Sencillamente, ya no bastaba con los hechos; aspirabas a asomarte a lo que había detrás de ellos, a penetrar en el significado de lo que acontecía. Estábamos ante el efecto de la conmoción.”

Escucho a políticos decir que estamos en guerra. En guerra contra un virus. Que el enemigo es un virus. Leo que el ejército montó un hospital en Campo de Mayo con toda la tecnología para derrotar al enemigo. Leo que, en no sé qué lugar del conurbano, los militares están haciendo trabajo social.

“Ha cambiado la imagen del enemigo… Enemigos. (…) La gente mayor, cuando se marchaba evacuada y aun sin saber que era para siempre, miraba al cielo y decía: Brilla el sol. No se ve ni humo, ni gases. No se oyen disparos. ¿Qué tiene eso de guerra? En cambio, nos vemos obligados a convertirnos en refugiados… (…) Hombres armados en la zona de Chernóbil. ¿A quién podían disparar o contra qué defenderse? ¿De la física? ¿De las invisibles partículas? ¿Ametrallar la tierra contaminada o los árboles?”

Compro en el chino y en la verdulería de la cuadra de mi casa cosas para alcanzarle a mi mamá que vive sola, con una leucemia autoinmune controlada, en un barrio cercano. Le llevo también unos alfajores de maicena que hicimos con mi hija, su nieta. En esos alfajores yace el abrazo que desde hace varias semanas no podemos darle.

“(…) Acercarse o no, esta es la cuestión. Besar o no besar. Una de mis heroínas (embarazada en ese mismo momento) se acercaba y besaba a su marido, y no lo abandonó hasta que le llegó la muerte. El precio que pagó por su acto fue perder la salud y la vida de su hija. Pero ¿cómo elegir entre el amor y la muerte?, ¿entre el pasado y el ignorado presente? ¿Y quién se creerá con derecho a echar en cara a otras esposas y madres que no se quedaran junto a sus maridos e hijos? Junto a esos elementos radiactivos. En su mundo se vio alterado incluso el amor. Hasta la muerte.”

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