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07 de noviembre 2017

Ernesto Semán

NACÍ EN EL 98

Tiempo de lectura: 13 minutos

El día que entré a trabajar a Clarín, Luisa se tiró desde el sexto piso por el hueco del ascensor.

Era un martes mi primer día, yo trabajé siempre de martes a sábado porque lo que más quería en ese entonces era hacer la tapa del domingo, del diario que fuese, para poder bajar a la mañana o cerca del mediodía a El Coleccionista o al Café Plaza y ver a las familias, vecinos, arquitectos, visitadores médicos, empleados del Concejo Deliberante, un profesor, dos diputados, ex funcionarios y amigos, repasar los diarios y detenerse casi sin darse cuenta en la tapa que yo había construido metódicamente días atrás y había visto ir a imprenta la noche anterior.

Nuestro pequeño carrusel alrededor de una sortija eterna, evasiva. La esfera pública habermassiana escrito al lado de Osvaldo Soriano.

Yo me estaba preparando para salir cuando escuchamos unos gritos afuera. Salimos al pasillo y vimos el ascensor unos pisos más arriba. Luisa había abierto la puerta en el sexto piso cuando el ascensor estaba en el séptimo y había seguido de largo hasta la planta baja. Luisa era paraguaya, o correntina para ser más precisos, pero frente al mundo que vivía, era sobre todo extranjera, paraguaya. Miré el reloj, agarré la mochila y bajé por la escalera. En la planta baja había unos cinco o seis vecinos asomados al pozo del ascensor. Me hice un lugar entre ellos hasta llegar adelante de todo. Luisa había caído alrededor del resorte en el que se apoya el ascensor. Tenía las piernas dobladas al revés, la cabeza para atrás y se podía ver cómo, por debajo del vestido, su cuerpo se contorsionaba. Los vecinos hablaban entre ellos, entre nosotros. “Llamamos a los bomberos, no te podés meter ahí. No sabemos qué pasó con el ascensor.” Miré para arriba, en el hueco a lo alto se podía ver el refilón de la luz del séptimo piso entrando y rebotando contra la pared por abajo del piso del ascensor. Con dos saltitos me metí y me agaché al lado de Luisa. Le desenredé el brazo que había quedado atascado en el resorte y puse su cabeza sobre mis piernas cruzadas. Tenía los ojos brillosos y con la poca fuerza que le quedaba intentaba moverlos hacia mi, abiertos cada vez más. Abrió apenas la boca y por el costado salieron unos borbotones de sangre que abrieron un pequeño canal sobre su propia mejilla que bajaba hacia el vestido cerca de donde yo le acariciaba los brazos. En algún momento dejó de respirar mientras yo le hablaba en voz baja y pasaron aún varios minutos más hasta que llegaron los bomberos con las cámaras de Crónica TV detrás.

Fue la primera persona que murió en mis brazos. Salí del pozo y así, sin subir, con la sensación del cuerpo tibio de Luisa en las manos, me fui a Clarín. Quisiera decir que llegué en shock, las piernas temblando y la imagen de Luisa en mis retinas, su mirada. Pero no, estaba contento, excitadísimo de entrar al diario habiendo sido, en el primer día, parte de la noticia.

Nuestro pequeño carrusel alrededor de una sortija eterna, evasiva. La esfera pública habermassiana escrito al lado de Osvaldo Soriano.

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Eso fue en febrero de 1998. Yo ya había trabajado varios años en Página/12 y después de una escala técnica en Trespuntos, aterrizaba en Clarín como una perlita dentro de las más recientes adquisiciones del diario. Iba a desayunarme el mundo sin ponerme la servilleta en la falda. Rápido, sobre todo. A Página/12 había entrado en el ’93 con una declaración de principios asombrosa: “Política sí, lo que se te ocurra. Yo lo que no quiero es escribir todos los meses la misma nota sobre el estado de los hospitales públicos”, le dije a Martín Granovsky en 1993. Granovsky me miró con algo de incredulidad, y como tantas otras, la dejó pasar. Si yo hubiera sabido, si me hubiera conocido a mí mismo, podría haberlo sentado, y poniéndole la mano en el antebrazo, decirle: “Mirá Martín, a mi el poder me gusta más que el dulce de leche, qué querés que le haga.” Estaba convencido de que el poder y el periodismo se conjugaban en la política y el grupo más o menos reducido de gente que maneja los destinos del país y su economía, que almuerzan entre ellos y se cenan los unos a los otros. Lo más probable es que esa haya sido una herencia de la cultura asociada a la posguerra, en la que el Estado fue el gran laboratorio social de una sociedad que se podía leer (o eso creíamos) como un todo. Todos pensaban así, eso creía yo. A Claudio Uriarte no lo podía considerar como un par porque se me iban de las manos mis propias certezas (y porque más de una vez llegaba con un olor nauseabundo que me impedía, físicamente, estar cerca suyo). Apenas podía ver que a dos metros, en la redacción, estaba Cristian Alarcón, sin gritar a toda la redacción el nombre de cada diputadito con el que hablábamos, y que con mucha menos claridad estaba abriendo caminos menos obvios para entender que mostrar que el poder era otra cosa y estaba dejando huellas temibles en un mundo menos monótono que el de la falta de medicamentos en el último sanatorio bonaerense. Lo que yo quería era también poder entender el poder para cagarme un poco en él, pero eso no lo sabía por entonces.

Pero a Clarín llegaba en la apoteosis hiperventilada de la Argentina. En el ’97, Jorge Fontevecchia anuncia que va a sacar el diario Perfil. Trae de Alemania la imprenta más moderna del mundo y amenaza con hacer un diario de calidad. En ese mismo momento, Héctor Timerman se pone al frente del lanzamiento de Trespuntos, que también amenazaba con convertirse en una revista como nunca se había visto. Perfil y Trespuntos tenían plata para hacerlo, o eso parecía. De un día para el otro, la Argentina iba albergar a los mejores medios de América Latina. Clarín y La Nación deciden ensanchar sus redacciones, mejorar sus sueldos, seducir otras plumas. Salvo Página/12, que como empresa hizo de la mezquindad un principio y siguió pagando los mismos sueldos de mierda, los jefes de redacción de los medios existentes y por venir se disputaban la mano de obra existente a puro aumento. Para cualquiera de nosotros, con un poco de formación y otro tanto de ambición, se hizo normal lo que hasta ese momento había sido imposible: que trabajando como periodista, uno recibiera una oferta de un medio un día y antes de que empezara a considerarla recibiera otra mucho mayor.

A Granovsky debí decirle: ‘Mirá Martín, a mi el poder me gusta más que el dulce de leche, qué querés que le haga’.

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Hubo quienes, como yo, multiplicamos nuestro sueldo mensual por cuatro en cinco meses, de octubre de 1997 a marzo de 1998 (incremento exponencial ayudado por una base inicial magra). Hubo otros que fueron leyenda. El acuerdo de Martín Caparrós con Perfil para ser su corresponsal en Nueva York calificaba como hurto agravado directamente, e incluía muchos más beneficios que prestaciones. Todos queríamos ser Caparrós, hasta los que no. En ese breve espacio, los diarios no sólo se daban cuenta de que necesitaban aumentar sueldos, sino que imaginaban proyectos intelectualmente ambiciosos. Secciones dominicales infinitas, equipos de investigación que escribirían una nota por mes, proclamas tilingas que capturaban el espíritu de la época. La que me atrapó a mi, sabe Dios porqué, fue la de hacer en Trespuntos “el New Yorker de la Argentina”, sin poder parar un segundo a pensar qué necesidad había de hacer el New Yorker en un país con una tradición periodística fabulosa que le debería haber hecho temblar las piernas a cualquier egresadito de una escuela de escritura creativa norteamericana, sin poder parar un segundo a pensar que el New Yorker repite el mismo centenar de obviedades autocomplacientes en las que se asienta la estabilidad norteamericana y su modorra desde hace 100 mil años ya sea para hablar de la capacidad pulmonar de los maratonistas, la guerra en medio oriente o la última fiesta en el barrio del editor. Por suerte, la inercia podía más, y aún muchos de los mejores, que nos destornillábamos para tratar de hacer el New Yorker (de memoria me acuerdo de Quintín, Marcelo Zlotogwiazda o Claudia Acuña) terminábamos cada semana haciendo, por suerte, una revista profundamente argentina. Mientras escribíamos como locos en diarios y revistas, algo cambiaba en nosotros y algo siniestro que no percibíamos estaba cambiando con nosotros. En la figura política de la Alianza, a progenie del menemismo nos servía un puente de plata cultural y social para la era siguiente y casi todos nos subimos y caminamos por el medio de la calle, creyéndonos firmes en nuestra marcha pero obnubilados como ciervitos en la ruta mientras las luces se acercan de frente a toda velocidad.

La forma en la que ese impulso se estrelló contra sí mismo fue apoteótico. A fines del ’97 veníamos directo a renovar el espacio público argentino, y poco más de seis meses mas tarde estábamos en medio de una masa de desempleados, subempleados y multiempleados junto a los que fundábamos una etapa mucho más duradera y mucho menos glamorosa que aquella a la que nos creíamos convocados: la del fin del periodismo escrito como un punto de contacto entre nuestras enormes ambiciones personales y algún sentido de la acción colectiva.

En ese breve espacio, los diarios no sólo se daban cuenta de que necesitaban aumentar sueldos, sino que imaginaban proyectos intelectualmente ambiciosos.

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La década había empezado con una ciudad que era más chica. El sur no existía pero tampoco los countries, casi. Todo iba creciendo sin que lo supiéramos. Después Menem pavimentó una lengua de tierra en la provincia de Buenos Aires y puso 17 mil carriles para cada lado. Miguel de Godoy, actual director de AFSCA y para la segunda mitad de los ’90 vocero de De la Rúa, fue uno de los primeros en arrancar para Pilar, probablemente con plata de Hadad, desandando esas grandes alamedas por las que pasaría luego un malón de periodistas de todo plumaje hacia el norte y sur de la provincia. Fue un cambio progresivo, caótico. Casas grandes, expandidas, jardines y expensas de country en el país que los estaba reinventando. Los primeros años de los periodistas saliendo de sus departamentos porteños de la capital eran como los videos que uno ve de las casas en las que vive Maradona por el mundo: transitorios, con enormes ambientes despoblados, un sillón enorme y caro en el medio, la televisión y tres mesas incongruentes.

Intentábamos escribir, decir algo, pero no podíamos.Los domingos deambulábamos sin rumbo por una ciudad brava que empobrecíamos con nuestra caminata lánguida, los cinco diarios bajo el brazo, hasta encontrar el lugar de brunch. En un país con uno de los café con leche con medialunas más ricos de la tierra, había que maravillarse por un par de huevos revueltos. Era imposible desayunar porque había que hacer todo el ritual del brunch que habíamos descubierto en nuestro último viaje a Nueva York, y eso incluía no sólo esperar hasta el mediodía y comerse un par de huevos revueltos sino también fumarse toda la banda sonora de Bebel Gilberto. No se podía comer sin musicalización, pompa. Una charla sin fondo. Un puto café sin jazz.

La tilinguería que me atrapó a mi, sabe Dios porqué, fue la de hacer en Trespuntos ‘el New Yorker de la Argentina’

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En un espacio tan reducido había que clavar símbolos en cada esquina, contraseñas que nos dijeran a nosotros mismos qué habíamos logrado y a los otros una versión impostada de “¿Usted sabe con quién está hablando?”. Un problema irremontable fue que el desayuno, como las notas que escribíamos o las casas donde vivíamos, se convirtieron en portadores de un signo de pertenencia. El arqueólogo que reconstruya Buenos Aires dentro de varios siglos, por ejemplo, va a tener un trabajo mucho más fácil que el que le tocó a los que descularon las ruinas de Pompeya. Hacia fines del siglo XX, los hábitos de vida de los periodistas (y tantos otros profesionales) de Buenos Aires se dividen en dos periodos bien definidos: el de los PH con vigas de madera al descubierto, que surge a fines de los ’80 y se consolida durante los ’90, y los departamentos en pozo con piso de cemento barrido que le siguen hasta bien entrada la primera década del siglo XXI. Todo significa, cada azulejito gesticula. Así es imposible escribir. Se puede escribir bien, claro, pero escribir, decir algo, tener algo para decir, eso queda sepultado bajo el peso de la simbología y las necesidades, doblegados ante la presión de significar antes que construir el mismísimo significado. Hoy vuelvo a Buenos Aires y veo que la casa de Gerardo Aboy es una de las pocas que muestra a su habitante liberado de esa presión, una casa con paredes pisos ventanas y parrilla, sin nada que mostrar y con todo lo que se necesita para vivir y trabajar con comodidad, sin cemento barrido ni vigas ni pescaditos de cerámica de Guatemala ni libros en exceso. Es una casa que no quiere decir nada, porque lo que Aboy tiene para decir lo dice en sus clases y en lo que escribe en lugar de perder el tiempo y la salud en la decoración de interiores. Por eso gente así jamás hubieran podido ser buenos periodistas en la Argentina.

Con el tiempo y la plata que requería todo eso estábamos a un paso de ser la versión progresista del Conde Chickoff. Rolando Graña se queja, en su memorable conversación con Panamá, de que la redacción de El Porteño en el periodo previo a esta aventura estuviera tomada por la cocaína. ¡Nos secuestran las líneas! Nuestras redacciones en cambio no estaban tomadas por nadie, ni nada. El tedio azul, quizás. Ojalá hubiera habido algo más. La cocaína circulaba generosamente, quizás nos había hecho un poco más rápidos pero bastante menos incisivos. La obviedad del poder aplica también al caso: no te cambia, sino que te muestra cómo verdaderamente sos. La cocaína, como el sueldo abultado o la buena escritura, había pasado a formar parte de los consumos privados, y ahora lo que teníamos era un lugar, Clarín o Trespuntos o La Nación o lo que fuera, que no lograba levantar ni un milímetro más allá de las mejores intenciones de quienes nos habían convocado. Ya no era el motor, suicida o límite, de ninguna invención asociativa sino el lugar en el que refugiarse después de hacer un trabajo que estaba muy por debajo de lo que nosotros podíamos dar. A las redacciones posteriores a los ’80, a los diarios del momento dorado, les hizo mucho más daño el periodismo de investigación y los buenos sueldos que toda la cocaína que entrara por las puertitas relativamente estrechas que por algún motivo suelen tener los medios de comunicación.

Con el tiempo y la plata que requería todo eso, los periodistas estábamos a un paso de ser la versión progresista del Conde Chickoff.

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La buena escritura, hablando de eso: ese, el de la segunda mitad de los ’90, es el momento de consagración (y desgracia) de la idea de que eso podía ser un atributo en sí mismo, que efectivamente, en un país con un 150% de tasa de escolarización, más de 200 millones de estudiantes en la UBA en donde enseñan algunos de los mejores intelectuales y científicos más importantes del mundo, donde se consumían tantos libros como carne y en el que la población media que escribía y leía esas notas tenía más horas de cine y literatura, y de reflexión e ironía sobre esos mismos consumos, que el promedio de ninguna otra ciudad del mundo, que en un país así, escribir bien era un signo distintivo. Hay que ser un tremendo imbécil para no escribir bien. El mayor problema no era escribir bien, sino escribir. Uno que vio ese abismo de cerca fue Esteban Schmidt, que escribía no sólo bien sino mejor que muchos, y que sin embargo enfrentaba la escritura de cada nueva nota con la frustración anticipada de que un girito acá y una frasecita allá alcanzaban para resolver las ansiedades de editores y consumidores, pero dejaban siempre un poquito más allá alguna verdad por la que hubiera valido la pena perder el tiempo frente al teclado. Cada uno lo resolvió como pudo o como quiso, pero escribir bien, ¡por favor! A esta altura, lo que necesitamos son diarios hechos por gente tan desesperada por decir algo que no tenga tiempo de escribirlo bien.

El problema era tener algo para decir.

He aquí, entonces, sobre el final, la única idea de esta nota: los seis meses que preceden a la salida del diario Perfil y que van desde fines del ’97 a principios del ’98 son el momento más dinámico y esperanzador de los diarios desde el comienzo de la transición democrática argentina, la última vez en la que los medios imaginaron que la mejor manera de conquistar lectores era invirtiendo más plata en mejores salarios y más periodistas para producir notas de buena calidad y con posibilidades de decir algo más que lo que nos era inmediatamente visible. Y que creyeron encontrarse, probablemente con razón, con una masa de intelectuales que podían hacer eso y mucho más.

A los diarios del momento dorado les hizo mucho más daño el periodismo de investigación y los buenos sueldos que la cocaína.

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Lo más revelador de este periodo es la fecha y el silencio. 1998 es el año del comienzo de la recesión que terminará cuatro años más tarde con un país dado vuelta. Lo más increíble, lo descabellado de ese momento furioso de explosión profesional fue en verdad aquello de lo que no íbamos a hablar hasta que nos explotara en la jeta: no el final de la convertibilidad, eso era un poco más fácil, sino la convertibilidad en su momento de apogeo, aquello que le había permitido a los medios enriquecerse y expandirse, a nosotros subir varios escaloncitos en el dibujo de Escher, y a la sociedad partirse en abismos irreconocibles entre sí como no lo había hecho desde 1930 al menos.

Quiero decir: la condición necesaria para el momento de mayor apogeo del periodismo escrito argentino desde 1983 fue la misma que aseguró su inmediata caída: la negación de su propia existencia como fuerza cultural y su rol, que era contribuir al achicamiento material y conceptual de la esfera pública que nos tenía en el centro. Y contrariamente a lo que creíamos, el arma más poderosa para producir esa castración no había sido la falta de recursos sino su abundancia.

Es algo tan obvio y que sin embargo, en el momento, nadie lo ve: habiendo llegado a la cima, desde el punto más alto, para adelante sólo se puede ir hacia el abismo. El declinar fue veloz. Clarín comprobó que a Perfil lo podía controlar con otros recursos no periodísticos, y el cierre del diario de Fontevecchia ofició como puerta de ingreso del periodismo al mundo de la recesión económica. Los sueldos bajaron más lento que lo que habían subido pero con igual determinación. Lo que siguió en los años posteriores fue una tormenta perfecta: muchos periodistas ya habían arrancado con sus programas de cable y de radio, muchos de ellos formas amables del soborno que les proveían mayores ingresos y menores esfuerzos que los diarios. Dentro de ese grupo, varios encontraron que además eran buenos haciendo radio o televisión. Y fuera de ese grupo, otros encontraron ese entorno tan empobrecido que expandieron sus horizontes a otros campos, desde la academia hasta la escritura de libros, la política y el naciente mundo de las fundaciones internacionales dedicadas a la formación profesional. Todo eso aún antes de que el auge de los medios digitales estrangulara las finanzas y amenazara la menguada imaginación de la editores y empresarios.

Los seis meses que van desde fines del '97 a principios del '98 son el momento más esperanzador de los diarios desde el comienzo de la transición democrática argentina.

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Para 2003, nadie que tuviera algo interesante para decir trabajaba obsesivamente en diarios o revistas. Escribir en un diario se había convertido en un hobby de gente inteligente, un conchabo mal pago para ganapanes, y una vidriera de recaudadores. Solo en ese momento, mirando para atrás desde el estribo del kirchnerismo que le daría el toque de gracia al periodismo de calidad en homenaje a una versión rocambolesca de la verdad obrera y los pillos de guante negro, quedaba claro que ese espacio público burgués que murió al momento de nacer había necesitado de la dualización social que habíamos protagonizado primero como cobardes relatores y ahora como airadas víctimas.

¿Qué pasó? Después de hacer treinta tapas en Clarín, bajar varios funcionarios, embocar a un ministro a propósito y varios sin querer, maltratar a Terragno porque era fácil y no porque uno tuviera algo mejor para ofrecer y desencantarse con cómo habíamos llevado las cosas hasta ahí, un día del 2000 tuve por fin mi propia oferta. Un buen amigo, miembro del gobierno de De la Rúa, me ofreció tener mi programa de cable. No recuerdo todos los detalles, pero sí tres en particular: tenía que trabajar dos veces por semana un par de horas cada vez, mi sueldo iba a ser el mismo que el que ganaba en Clarín por trabajar doce mil horas por día toda la semana, y la mesa en la que me sentaría sería triangular, con un ángulo pronunciado en el que resaltaría con el efecto de las cámaras el liderazgo del conductor.

Escribir en un diario se había convertido en un hobby de gente inteligente, un conchabo mal pago para ganapanes, y una vidriera de recaudadores.

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Lo que debería haber organizado mi futuro era dedicar mi vida entera a tratar de desentrañar qué había hecho yo, qué equívoco había producido para que alguien me ofreciera una cosa así. Pero esa pregunta me duró el trayecto en el taxi hasta mi casa. Quisiera decir que pensé en Luisa y que su mirada implorando, desolada, que dijera algo, en ese gesto sordo y munchiano con el que me miró al fin. En cambio, lo que pasó fue que me fijé en el precio del American 956 con destino a Nueva York y monté en unos pocos días una huida rápida. Run run se fue pal’ norte y atrás dejó un tendal. Pero que como toda derrota, tampoco había estado tan mal.

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