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01 de abril 2020

Bruno Reichert

NEIL DIAMOND: UN SUEÑO ARGENTO-AMERICANO

Tiempo de lectura: 5 minutos

-¿Estás casado?

-Estoy divorciado.

-¿Te gustaría hablar de eso?

-Hay dos tipos de personas en el mundo: Los que aman a Neil Diamond y los que no. Mi ex esposa lo ama.

Diálogo entre Richard Dreyfuss y Bill Murray en What about Bob? (1991).

Hay personajes que dividen las aguas del mainstream musical, a tal punto que son representados una y otra vez como consumos culturales que generan devoción y odio. Neil Diamond es uno de ellos. ¿Pensaron alguna vez que sería Neil en Argentina? Tal vez lo mismo que es en Estados Unidos: un rusito grasa. 

Formado a base de hambre y trabajos precarizados, quiso ser el mejor de la academia. Quiso un público y lo consiguió. Eso se paga caro: te van a odiar las próximas cinco décadas.

En sus últimos años de carrera –para el que no sabe: no se murió, tiene Parkinson y eso afecta la voz- Neil se paraba con su pelo entrecano, sus camisas con lentejuelas frente a un público multietario que gritaba dos horas y media de canciones himno. A diferencia del público de los últimos años de Sandro, casi completamente hecho de chicas de sesenta y alguna hija que mamó la pasión gitana, el de Diamond tenía cámaras apuntando a todas las edades, como parejas jóvenes bailando y festejando su amor con canciones melosas. Pero otras cosas sí se parecían más al escenario de El Gitano: los músicos viejos y las coristas maduras que agitan sus brazos desnudos, arrugados y desprejuiciados. Una fiesta en la que el paso del tiempo es goce del tiempo vivido.

En un show de Neil se podía envejecer, sudar y amar mientras se le cantaba a una tal Coroline, de la que nunca sabremos si era flaca, gorda, joven o si pasó la pecaminosa franja de los 50 años de vida. 

El artista había entendido el destino que lo unía a su público hacía muchos años, cuando todavía tenía una frondosa cabellera que nos remitía a una especie de Elvis mezclado con trovador de los ‘60. Fue cuando grabó Brother Love’s Travelling Salvation Show (1969), una canción en la que tomó prestado el ritmo y la narración de los pastores protestantes. La comunidad evangélica del sur de Estados Unidos lo consideró una burla e intentó boicotear el disco. Pero ni ellos podían romper la unión del rebaño que comenzaba a seguir al Hermano Neil.

Una noche cruzó el Rubicón musical: corría el Día de Acción de Gracias de 1976 y la mítica formación The Band se despedía del público a lo grande, con un recital en San Francisco que buscaba tener presente buena parte del abanico musical de Estados Unidos. Entre los invitados estaban Bob Dylan, Muddy Waters, Joni Mitchell, Neil Young y Eric Clapton. Un joven y recién consagrado Martin Scorsese estaba a cargo del diseño audiovisual del concierto. Pero su llegada allí tampoco fue fácil. Generó una pelea entre Robbie Robertson y Levon Helm, los dos hombres fuertes de The Band.

Robertson acababa de producirle un disco a Diamond. Robbie estaba pensado como un homenaje al Tin Pan Alley, el grupo de músicos que, a principios de siglo XX y desde Nueva York, armó buena parte del cancionero popular yankee. Uno de los últimos de ese mundo, al menos en términos generacionales, fue un músico y cantante llamado Doc Pomus. No había nacido con ese nombre, pero tomarlo le permitía que su madre no reconociera en la marquesina a su blanco, judío y redondo hijo tocando música de negros. Pomus se iba a convertir en uno de los mayores compositores pop de Norteamérica, con hits interpretados por The Drifters hasta Elvis Presley. Canciones reversionadas hasta el infinito.  Era, en realidad, un tipo que tomó el blues de los negros que escapaban del sur y el mambo de los puertorriqueños que llegaban de a miles en esos años ´50. Lo que Pomus no tuvo que pedir prestada fue la tristeza de una niñez marcada por la polio que lo dejó pegado a dos muletas de por vida. También supo usar ese material de su biografía dura para escribir Save the last dance for me, recordando fue el único hombre que no bailó con la novia el día de su casamiento.

Robbie veía en Diamond esa raíz romántica, melancólica y al mismo tiempo festiva, nacida en la gran manzana. Como Doc Pomus aún estaba vivo y coleando, la respuesta de Levon Helm fue categórica: “¿entonces por qué no conseguimos al verdadero Pomus?”

Pero ese no era un lugar para homenajear a viejas glorias en actividad. Robertson quería a la constelación de estrellas del momento. Y así, Neil finalmente se subió el escenario. Los rockeros le hicieron sentir el rigor de la soledad esa noche. Un reguero de drogas hacía las veces de catering en la trastienda y todos compartían sin remordimientos ni intenciones de dirigirle la palabra a Diamond.

¿A quién puede recordarnos este tipo que nació tan lejos de Argentina? Neil es un moishe de Brooklyn que estudió, aprendió a componer lo que el mainstream cultural pedía y supo que podía hacer lo que quisiera con eso. En Argentina tenemos un tipo de apellido Mitnik que empezó a tocar cuando el jazz comenzaba a fusionarse con todo lo que se encontrara. En Latinoamérica la mezcla se dio con los ritmos del Caribe y, ya que estaba, probó si podía darle un toque propio al bolero que también venía del trópico.

¿A quién puede recordarnos este tipo que nació tan lejos de Argentina? Neil es un moishe de Brooklyn que estudió, aprendió a componer lo que el mainstream cultural pedía y supo que podía hacer lo que quisiera con eso

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Él era petiso y el compañero con el que formó dúo era largo, así que él pasó a llamarse de Bernardo Mitnik a Chico Novarro. Compuso canciones pasatistas por plata en el Club del Clan y se dio el lujo de hacer mal cine con los mejores humoristas de este país. Cuando tuvo que salir solo al ruedo nos demostró que los boleros, al menos los suyos, nunca mueren. Le dio un espacio tan imponente a la cumbia que, sin él, no existiría Pablo Lezcano, ni los románticos de la ribera de Santa Fe. Pero la cosa no quedó ahí: Chico Novarro también se metió en el bolsillo al rock argento, cuando clavó ese clásico histórico Carta de un león a otro.

Estados Unidos es distinto. Igual de blanco, igual de clasista e infinitamente más racista. Pero el dinero es rey y puede darles espacio a todos por capacidad de mercado. No hace falta que un Charly te invite a cantar en Tango 4 (1991), como ocurrió con Sandro, para decir que lo que hiciste tiene valor.

Pero Argentina no es Estados Unidos. Es un país donde las viejas glorias de la cumbia van a revolear sus últimos estertores febriles para que sean deglutidos como consumo irónico de clase media alta de Palermo.  Neil no tuvo que pasar eso. Su público era fijo y tanto en Europa como en Estados Unidos se contaba por millones. Diamond se cargó de lentejuelas y de una bigband cuando innovar en término de composiciones y estética ya no tenía sentido. Lo que lo odiaban seguirían albergando ese sentimiento, lo que lo amaban también. Y que Tarantino esté entre tus fans también ayuda, claro.

Para muestra están cargados muchos fragmentos de recitales de Neil en Youtube. Solo falta verlos unos minutos para entender que, estés en Los Ángeles en una Calurosa Noche de Agosto o en un enero de asfalto caliente en Temperley, la cultura popular viene sin beneficio de inventario. 

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