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18 de febrero 2016

Marcos Del Cogliano

Escritor y traductor. Cursa un doctorado en Literatura en NYU donde además es docente.

ORDALÍAS, ESPECTROS Y ÑOQUIS

Tiempo de lectura: 8 minutos

La figura del trabajador en tiempos macristas.

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Europa conoció hasta finales de la Edad Media una institución jurídica llamada “Ordalía”. La ley determinaba que en los casos en que un acusado fuera considerado de dudosa reputación (o directamente un paria) y la acusación conllevara la pena capital, se podía recurrir a este tipo de instancia para determinar si decía la verdad. El juicio consistía en pruebas tales como obligar al acusado a sujetar hierros candentes o introducir las manos en el fuego, y solo se lo consideraba inocente si no mostraba signos de dolor.  La trampa estaba contenida en la propia etimología: la palabra inglesa “ordeal” significa dura prueba. “Dura prueba” era, desde ya, un eufemismo. La culpabilidad ya estaba determinada antes del proceso. Un mero instrumento para confirmar que el paria era un paria. El juicio era irrelevante, una formalidad metonímica, el efecto por la causa.

La ordalía cayó en desuso y fue reemplazada por otros festejos de irracionalidad. En los últimos días asistimos, sin embargo, a un uso metafórico de esa práctica en la relación del estado con sus ciudadanos. Una parte de la ciudadanía argentina dejó de formar parte de la masa trabajadora para pasar a engrosar la grasa, el residuo del Estado. La justificación que el gobierno dio a la sangría de despidos que marcó el verano macrista es la del ñoquismo: solo se estaría despidiendo a los trabajadores que no lo son, a aquellos que sin producir perciben un salario. Los trabajadores fueron despedidos con la promesa de que más adelante (sí, más adelante) cada uno de los casos sería debidamente reevaluado y, eventualmente, revertido. Una ordalía. Un juicio que es ya irrelevante. Mas allá de los casos particulares que puedan conseguir una reincorporación, la figura del ñoqui ya fue establecida como “el otro” del verdadero trabajador, el reverso maldito del argentino de bien.

El flamante gobierno tampoco desestima ocasión para repetir que solo se busca un país “normal”. En el tren del progreso pretende tomar lo bueno y descartar lo malo. A su paso, va descartando sus propios parias, sus hombres de dudosa reputación: sus otros. Se suele decir que toda revolución modela su propia galería de héroes. Agregaría que todo paradigma de nacionalidad se construye a partir de la otredad: ¿quién es el otro de la nación? ¿quién ocupa esa extranjeridad? Solo tras delimitar ese espacio abyecto se puede definir un “nosotros”: la integración de un sujeto colectivo supone siempre la neutralización de ese otro que va en contra de los verdaderos intereses de la patria.

La figura del ñoqui ya fue establecida como “el otro” del verdadero trabajador, el reverso maldito del argentino de bien

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Monumento-al-Descamisado

La ansiedad por dar forma a la normalidad es también la ansiedad por parte del Estado de definir la forma de su ciudadano ideal. La expresión cut the fat usada por del ministro Prat Gay sugiere un descarte como mecanismo para mejorar la productividad. El Estado magro, atlético y musculoso, pretende deshacerse de lo que no es apto para la producción. La apelación a la figura del cuerpo en su relación con el ciudadano ideal no es nueva en Argentina. Y mucho menos en su relación con el trabajo. La iconografía peronista puso en escena esta misma cuestión en distintas ocasiones aunque con objetivos diferentes a los que asistimos en la actualidad.

Cuando en 1951 Perón proyectó la construcción del colosal monumento al descamisado en el centro mismo de la ciudad de Buenos Aires, estaba imaginando una cultura moderna en la que el trabajo funcionara como el índice de una ciudadanía disciplinada. Un obrero de sesenta metros de alto sobre una plataforma de similares dimensiones que pudiera ser contemplado por cualquier paseante. Desde las alturas, ese trabajador de arquitectura futurista debía servir de guía para aquellos que podían perder el camino y desviarse de los destinos de la nación. Porque ese camino debía llevar a un solo sitio: el trabajo.

Los antecedentes a esta centralidad de la figura de trabajador en el campo político argentino habría que buscarlos en la intensa industrialización y la llegada periódica a las grandes ciudades de una multitud de inmigrantes durante las primeras décadas del siglo veinte. Fenómeno novedoso: la fábrica y la oficina emergieron entonces como motores para incorporar las masas extrañas a la ciudadanía. El intimidante forastero que llegaba a la ciudad se convertía a partir de su lugar en el aparato de producción en el “obrero”, en el “oficinista”, o directamente en el proletario. El trabajo se volvió un poderoso mecanismo para asignar una identidad, nacionalizar y disciplinar a esos sujetos.

El trabajador virtuoso, el argentino de bien, tiene su reverso maldito: aquel que sin ser trabajador, simula serlo

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Sin embargo, recién con el peronismo es que el trabajador alza el pie y se sube al pedestal del ciudadano ideal. Y no es cualquier trabajador. Trazado sobre el aporte involuntario de los enemigos políticos, el obrero del suburbio, grosero, arremangado o con el torso al descubierto, empujaba con paso seguro la ruptura con el pasado oligárquico. Lo curioso es que el colosal monumento proyectado por Perón enfatizaba la centralidad del trabajo en su relación con lo corporal. Esa era también una forma de construir una otredad. El cuerpo del trabajador se perfilaba como una entidad expansiva, altamente democratizadora. Las élites ya tenían una versión propia: el delicado busto de Ariel festejado en los textos de Rodó, que servía como reflejo celebratorio de las clases hegemónicas. El cuerpo colosal proyectado por el peronismo, en cambio, pretendía abrirse como una alameda para la inclusión de las masas a la nación.

Cuerpo y trabajo vuelven a reunirse para definir la otredad. La consigna peronista de que “cada argentino debe producir, por lo menos, lo que consume” redefine y animaliza a las clases acomodadas que pasan a ser el parásito de la clase trabajadora. El sujeto nacional hay que buscarlo en los que trabajan; aquellos que los rodean, en cambio, empiezan a ser definidos como simples parias. Ahí está la grasa: el ocio de clase y su parasitismo es lo que debilita el andar victorioso de la nación.

Las disputas políticas se desplazaban a la ciudad. Las elites no trabajadoras veían cómo el colosal cuerpo de un obrero, con toda su rusticidad, amenazaba con invadir el centro de lo que ellos consideraban su ciudad. El supremo anhelo de convertirse en mármol, lograr la belleza perenne y firme de la estatua de Ariel era interrumpido por esta presencia monstruosa. El bombardeo de la Plaza de Mayo en 1955 y la proscripción del peronismo significaron uno de los puntos más dramáticos de esa tensión.

El cuerpo del trabajador se perfilaba como una entidad expansiva, altamente democratizadora

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No hay nada más viejo que lo que acaba de envejecer. Hace solo unos meses, todo francotirador progre hizo blanco en un flirteo siniestro. Los noticieros mostraban algo risueños cómo el entonces candidato a presidente Macri inauguraba un monumento a Perón.  Vis-à-vis con el descamisado del proyecto, la flamante figura recién descubierta envía otro mensaje: patizambo, algo débil por el paso del tiempo, dirigiéndose a unos pocos, este Perón contrasta en cada detalle con la silueta del descamisado.

Sin embargo, si Macri pudo codearse con el bronce del octogenario dirigente, la monumental obra al Descamisado nunca llegó a concretarse. Existen los planos, existen fantasías en torno a su forma. Es más, se sabe que Evita desde la cama del hospital en que murió llegó a dar instrucciones para el proyecto. Y que el escultor designado, el italiano Tommasi, llevó personalmente una maqueta a la habitación de la enferma. La crónica recoge que al verlo, Eva se mostró sorprendida: “Esto es maravilloso. Es genial –repetía persistentemente-, porque es grande y sencillo”. Poco después de su muerte, la comisión encargada solicitó al artista que sustituyera al descamisado por la figura de la propia Eva Perón. Contrariado, el escultor retrucó que esa modificación le quitaría belleza al monumento, que la figura escultural de Eva Perón no debía tener las dimensiones colosales que asumía la figura del descamisado. Declaró, asimismo, que “el monumento a Evita, de formas gráciles y delicadas, exigía el mármol como materia prima”.

Lo concreto es que la figura del cuerpo proletario permanece como un espectro en el centro de la ciudad. El obrero, aquel trabajador que a partir de la división social del trabajo está destinado al uso de su cuerpo, paradójicamente carece de uno. Su figura monumental aparece confinada a una representación meramente abstracta. Lo que queda es la fantasía, ese tejido de sueños en torno al cuerpo del trabajador. Grande y sencillo, dice Eva. Ajeno a las formas gráciles y delicadas que exigirían el mármol, añade Tommasi. Todo lo que persiste pendula en estas frases.

El obrero, aquel trabajador que está destinado al uso de su cuerpo, paradójicamente carece de uno

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El cuerpo espectral del trabajador es la cifra de una ansiedad. Si hay una disputa por su contenido también la hay por su contorno. Así parece subsistir, arrojado en un espacio intermedio entre la pretensión de moldearlo para usos estratégicos y sus respectivas negaciones. El proletariado aparece como un ente escurridizo, sin una forma definida y resistiendo la identidad. Por caso, desde las primeras décadas del siglo veinte, las masas inmigrantes debían rechazar la identidad de “vagos”, “delincuentes”, “inmorales” que a partir de la Ley de Residencia el Estado imponía a los trabajadores extranjeros. Una vez más: todo nosotros debe construir primero a sus otros.

En medio de la industrialización precaria, sinuosa y periférica de la Argentina, la representación del cuerpo del trabajador se convierte en un escenario de disputas. El “Canto al trabajo” de Rogelio Yrurtia es otro monumento (este sí concretado) que desde 1927 habita el bajo de la ciudad de Buenos Aires. La obra presenta dos partes en relación de continuidad. Adelante, los miembros de una familia prototípica (dos niños escoltados por los padres) abren los brazos y asumen una posición contemplativa: observan y convocan, esperanzados, el futuro. El trabajo, aludido en el título de la obra, es para ellos el motor del progreso. Es curiosa la conformación de los cuerpos monumentalizados: todos los miembros de la familia conservan los rasgos bien definidos. Las facciones de sus rostros son claras y sus miradas resplandecientes se exhiben al espectador.

Otra escena pliega el monumento. Una turba de individuos secunda a la familia prototípica y nacionalizada, y redobla su esfuerzo para empujar una roca. A diferencia de aquellos, estos cuerpos proletarios aparecen mezclados, entrelazados. Para el espectador resulta prácticamente imposible individualizarlos. Un amasijo de cuerpos fundidos entre sí recorta otra versión monstruosa de los trabajadores.

Un dato más: los trabajadores del monumento ponen tanto esfuerzo en mover la roca como en evitar ser identificados. En gran parte, sus miradas se dirigen al piso. Lo curioso es que cuando la escultura ofrece finalmente un potencial cruce de miradas con el espectador, el propio trabajador se tapa la cara. Literalmente, el obrero interrumpe la visión con sus propias manos. La resistencia es puesta en escena: no solo es imposible para el espectador individualizar a los trabajadores sino que los obreros de Yrurtia impiden ser identificados.

La figura del trabajador viene siendo el espacio de una disputa. Macri y sus ministros han actualizado esa consigna abriendo un pliegue en su mismo ser. El trabajador virtuoso, el argentino de bien, tiene su reverso maldito:  aquel que sin ser trabajador, simula serlo. Las formas para evaluar esa falsificación son meras formalidades. Ordalías. En todo caso, hay que mirarse para adentro y explorarse. Distinguirse. Aquella iniciativa del 0-800 ñoqui dispuesta por la fuerza política gobernante habilitaba, entre ominosa y policial, esa relación de proximidad y separación. Seguramente, la resistencia a esta representación del trabajador desdoblado acompañará las futuras luchas sociales.

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Comentarios

  1. luis

    el 21/02/2016

    Por favor! Y vos estas haciendo un doctorado? O acaso seras un ñoqui más?
    Los ñoquis existen, qué tiene que ver el trabajador con estas otras personas bien nombradas como ladrones. O sea, es uso de diccionario, nada más. Existen muchos modos de robar, uno de ellos es el del “ñoqui”.
    Y el trabajador del que hablas no tiene nada que ver con ellos.
    Ahora, si se llama así a quien no hace eso es otra cosa… Pero los ñoquis existen, y también muchísimos puestos innecesarios puestos por un gobierno demagogo y que no le importa hechar encima de todos los trabajadores el sustento económico de los que ahora tienen un puesto inventado

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