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PICARESCA Y ALGO MÁS

Tiempo de lectura: 10 minutos

I

En la década del sesenta, el vigor próspero de la clase media argentina se enfrentó a un camino que se bifurcaba: afiliarse al partido cubano o al partido desarrollista. Las palabras o las cosas. Un dilema entre el atajo bohemio hacia los setenta o quedarse en los sesenta y vivir su vida, explorar la promesa expansiva de las fuerzas productivas a la que confluían las viejas y nuevas clases medias, peronistas y no. Como decía Oscarcito Terán, una parte de la clase media eligió transitar los sesenta como un curso de capacitación para la praxis setentista, pero hubo otra clase media que se identificó con el mito de la movilidad social ascendente que la década del sesenta prometió, como ninguna de la historia nacional, aquí y ahora.

Vandor detectó la paradoja de la proscripción: el obrero sindicalizado lee best-sellers, va al cine, tiene casa, cambia el auto cada dos años, sale de noche, tiene amante, compró su primera tele, alquila un bulo. Los “años peronistas” caminaban por la calle pero no aparecían en el cuarto oscuro cuando el obrero moderno entraba a votar, y entonces podía votar a otro. Vandor soñó con un partido laborista para contener a esa clase media que ya no vivía de los recuerdos sino de las paritarias. Perón mandaba a Isabel al país por ese mismo riesgo: Resistencia, las pelotas.

II

Frustrada la industrialización pesada del país, la televisión fue el verdadero parto frondizista. Palmolive auspiciaba los teleteatros de Migré, Esso esponsoreaba el primer noticiero nacional y Ford dejaba su marca en La familia Falcón (1962), donde Hugo Moser asumía la misión de construir el estereotipo familiar de la clase media de la época. Canal 13 encaró una política estética de alto poder adquisitivo para definir a los personajes de sus ficciones, pero Moser introduciría entre los pliegues costumbristas y felices del programa aquellos miedos que nunca se habían ido y deambulaban como fantasmas en el inconsciente de la clase media: la inflación como falla de las elites dirigentes que no dejaba progresar a los honestos, el especulador que hacía guita sin trabajar, y el chanta como una fisura del sistema. Todavía se trata de un Moser que trabaja “por encargo”, pero que ya  exhibía su estilo: construir estereotipos de clase media para luego contrastarlos con otros y ponerlos en crisis se transformó en el tronco del juego humorístico moseriano.

III

En 1967, nace el Moser puro (el Moser autor) que hace el giro corrosivo: de la familia al matrimonio, de la comedia al humor con sketches. Funda Matrimonios y algo más, el programa que introdujo la picaresca en la televisión. Este cambio define las intenciones de Moser: si la comedia familiar lo obligaba a narrar a una única familia y una única clase media, el humor picaresco le permite exacerbar todos los conflictos del matrimonio. En Matrimonios y algo más no hay hijos ni padres, y si los hay son meros obstáculos de la relación matrimonial. Pero la vida conyugal también es “fraudulenta”. Moser transforma al matrimonio en una puja distributiva que saca a relucir los contrastes internos de la clase media.

En la década del sesenta, el vigor próspero de la clase media argentina se enfrentó a un camino que se bifurcaba: afiliarse al partido cubano o al partido desarrollista. Las palabras o las cosas

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Este primer Matrimonios y algo más   no politiza con citas a las retenciones de Krieger Vasena o al campamento de capacitación militar de Cacho El Kadri en Taco Ralo (luego tan bien evocado por Migré como el marido muerto de Natalia Riglos Arana -Nora Cárpena- en Rolando Rivas taxista) o a la muerte de Aramburu durante el retiro espiritual de un grupo de jóvenes católicos en una estancia de Carlos Tejedor, pero se puede notar que Moser lee la época cuando hace que una cheta (Marcela López Rey) y un grasa (Enzo Viena) se vean obligados a saldar todas sus diferencias culturales en la cama, o cuando una ama de casa tonta y sometida (Elsa Daniel) utiliza esas “virtudes sociales” para que su marido no se avive de que es un cornudo.

La infidelidad vista como un conflicto económico más que afectivo será uno de los rasgos “políticos” del humor de Moser. El matrimonio exagerado como un campo de batalla material, clasista, la relación amorosa estilizada como un cálculo cínico sin remedio, la picaresca cumpliendo su rol político de pintar la crisis social (Payró, Cané, Mansilla, Kordon, Asís) hizo que entre 1967 y 1972 Matrimonios y algo más haya sido convalidado por la sociedad como el programa que reflejaba los tiempos inestables en la cama y en la calle. No sería casual que cada ciclo de Matrimonios y algo más a lo largo de su historia coincidiera con una etapa de crisis en el país.

IV

Los cuentos morales de Moser tiraban sus dardos sobre las imposturas de la clase media, pero esas imposturas nacían del consumo. Aunque contribuyeran a la causa humorística, el tilingo, el nuevo rico, el vividor y la trepadora formaban parte de la crítica socio-moral de Moser como si se trataran de las deformaciones de una clase media idealizada, que perdía conciencia de sí misma. A pesar de que ese ideal no existía, y eso hiciera de Moser un Jauretche de derecha, es evidente que el espectador de sus programas (un comerciante que iba al teatro de revistas pero que también leía Primera Plana, una ama de casa con estudios terciarios incompletos) aceptaba a esos personajes turbios como una regla de clase más masiva y genuinamente argentina que lo que el propio Moser quería. Eso explica por qué Moser fue mucho más exitoso con el humor que con sus programas de denuncia testimonial.

V

Nacido y criado en la hegemonía privada sesentista de Canal 13, Moser fue uno de los tantos “profesionalistas” reclamados una y otra vez durante la larga etapa estatal de los canales de televisión. Pero apenas el peronismo agarra el medio en 1974, Moser trabaja menos y se vuelca al cine. Aunque filma según el registro que le solicitan Olmedo y Porcel, su mano se puede ver en Mi mujer no es mi señora (1978) y quizás se pueda atribuir a su influencia el final no feliz de Basta de mujeres (1977). 

La infidelidad vista como un conflicto económico más que afectivo será uno de los rasgos “políticos” del humor de Moser. El matrimonio exagerado como un campo de batalla material, clasista, la relación amorosa estilizada como un cálculo cínico sin remedio, la picaresca cumpliendo su rol político de pintar la crisis social

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Recién volvería a trabajar para el Estado en 1979, cuando el Proceso decide, una vez terminado el grueso de la represión ilegal, lanzar una política cultural más progresista para posicionar su “herencia civil” ante una eventual apertura democrática. La creación de ATC es el hecho político más singular de la dictadura: algo que se pensó para perpetuar al partido militar terminó siendo el fundamento cultural del régimen democrático que juzgó y condenó a la jerarquía del Proceso. Moser es convocado como parte del staff civil que en esa etapa le daría cierta autonomía artística al canal frente a la conducción militar, con el objetivo de subir en el rating, y escribe Los hijos de López, una comedia de masas que pone a Canal 7 al tope del rating por primera vez en su historia. 

La comedia cuenta la historia de Martín López Lawrence (Alberto Martín), el heredero-jefe de un grupo empresario fundado “desde abajo” por su padre inmigrante don Martín López (Tincho Zabala) que necesita homologar su posición diversificada en el mercado a través del casamiento con una heredera de la oligarquía pampeana que lo dote del status faltante. Con ese telón de fondo, la comedia desplegaba cierto tono picaresco comandado por los personajes femeninos (Leonor Benedetto, Dorys del Valle) y referencias a la actualidad. 

Moser narraba la historia del macrismo en tiempo real y como liberal inorgánico no se privaba de hacer una parodia de nuestra deformada y corrupta clase empresarial. El éxito de Los hijos de López hizo que los militares comenzaran a intervenir los guiones. Ese afán regulatorio no fue tolerado por Moser y el programa terminó abruptamente con su escapada de ATC. Moser retornó con su expertise a Canal 13 y en 1980 puso en el aire Mancinelli y familia. Alberto Martín ya no era un exitoso empresario sino el dueño de una pescadería de barrio que vivía hacinado con sus hermanos en un departamento y entraba en una disputa con sus vecinos para tratar de desalojarlos y quedarse con la propiedad de sus departamentos. 

De los hijos de Macri a los hijos de la crisis, Moser abre el camino descriptivo de la degradación económica y el olor a muerto de la movilidad social como las verdaderas herencias del Proceso, que se completaría con la vuelta de Matrimonios y algo más  del ’81 al ’83 para retratar el deterioro cultural de la clase media: nace “El groncho y la dama”.

Moser narraba la historia del macrismo en tiempo real y como liberal inorgánico no se privaba de hacer una parodia de nuestra deformada y corrupta clase empresarial. El éxito de Los hijos de López hizo que los militares comenzaran a intervenir los guiones

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VI

Moser fue un autor de masas, pero su pensamiento político nunca lo fue. Esquivo a la mayoría bipartidista radical-peronista, la democracia lo encuentra en orsai. La patota cultural lo acusa de procesista pero no lo censura. Se nota que Moser trabaja menos, que paga el costo de haber sido masivo en el período político equivocado, aunque paga un precio menos alto que otros porque es un profesionalista y la tele estatal (tan politizada ella) lo necesita para drenar “lo político” y tener rating. A contramano de la ficción alfonsinista que plantea una apertura progresista de los tabúes de la vida privada en dictadura (los derechos humanos también son los derechos privados) como un rasgo del cambio democrático hacia una sociedad mejor, Moser hace un oscuro teleteatro policial que no parece registrar ningún clima primaveral. Historia de un trepador  (1984) muestra una sociedad rancia que naturaliza la estafa y el prontuario por encima del amor.

VII

El copyright de Hugo Moser fue ese cruce entre humor picaresco y realidad política que ningún otro autor cómico pudo amalgamar con tanta destreza en la televisión argentina. Tuvo la virtud de no quedar etiquetado: fue parecido a Hugo Sofovich y a Tato Bores, pero fue distinto. Los que tienen varios años de televisión sobre el lomo pueden detectar un programa de Moser sin saber que es de Moser. Su audiencia predilecta fue esa clase media politizada no partidaria: la Argentina de los veinte, treinta o cuarenta millones de presidentes. Esa clase media que no existe en ningún otro país de América Latina

Moser soldó todavía más el vínculo entre picaresca y política cuando volvió a la tele con un tercer ciclo de Matrimonios y algo más  para narrar la crisis final del alfonsinismo. Irradió un humor más violento y descarnado, con referencias políticas constantes a los cortes de luz, a la pobreza (los artistas rascas que hacían Gianni Lunadei y Zulma Faiad), a la fuga de divisas por la vía de la bicicleta financiera (el sketch de “Ramírez, el superado” que hacía Ranni), a la hiperinflación. Pero sería en la alianza conflictiva de clases de “El groncho y la dama” donde Moser condensaría la transición crítica del ’88-’89 hacia el menemismo con algunos chistes proféticos de la Convertibilidad (“la única solución de este país es que el banco central empiece a imprimir dólares”) y la decisión argumental de hacer que Lucho (Hugo Arana) y Mercedes (Cristina del Valle) tuvieran un hijo bautizado Carlos Saúl en la víspera electoral del ’89. Moser tuerce la balanza en favor del Groncho y en ese “parto menemista” sintetiza la nueva configuración política de las expectativas de una clase media cascoteada por la crisis.

VIII

Detective de señoras (1990) es la tregua política elegida por Moser para ingresar a la televisión privatizada. La serie se adapta a cierta descompresión social que los nuevos canales privados se esforzarían por reflejar en su programación mientras “esperaban” al menemismo. Moser opta por una picaresca llana con desnudos softporn acordados con la revista Playboy Argentina  en un mercado ahora más desregulado, pensando en un espectador-lector que podía sentirse atraído por esta segunda ola de destape democrático pero también por leer aquella famosa entrevista a Adelina de Viola donde sentenciaba que había que “liberalizar al peronismo o peronizar al liberalismo”. Moser deja la política fuera de la pantalla y propone una comedia para desestresar al pueblo, pero Detective de señoras   tiene un tono neorrealista (muchas escenas no se graban en estudios) que muestra una Buenos Aires “en negro”, runflera, llena de actividades tiernamente ilegales que terminan dándole color social a estos dos buscas (un policía retirado y un empleado contable) que matizan las changas investigativas con garches random para sobrevivir.

Los que tienen varios años de televisión sobre el lomo pueden detectar un programa de Moser sin saber que es de Moser. Su audiencia predilecta fue esa clase media politizada no partidaria: la Argentina de los veinte, treinta o cuarenta millones de presidentes. Esa clase media que no existe en ningún otro país de América Latina

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IX

La tregua dura poco: El precio del poder (1992-94) está escrito con bilis, casi con una previsible indignación dramática ante la corrupción menemista, aunque Moser ponga los acentos en “el verdadero poder”: el económico. El programa larga una resina cínica que fertiliza las emociones anticipadas de una clase media que quiere agregarle motivos políticos a su distancia cultural con el menemismo, y funciona. Menem se ve obligado a opinar del programa. El Moser noventista escalaría en dosis de sarcasmo nihilista: de esta época data su ciclo “gorila” de Matrimonios y algo más (’94-’95) con chistes del estilo “los pobres se cagan de hambre pero quieren viajar a Miami, jugar al tenis y fumar habanos” bastante en línea con lo que por esos días escribía Sylvina Walger en Pizza con champán, libro de cabecera del frepasismo periodístico. Moser olfateaba el nuevo sentido común que fermentaba en la sociedad y lo reflejaba en su fórmula humorística: la corrosión le ganaba a la ocurrencia y ensayaba un hartazgo del propio autor y “su” clase. Pero, a diferencia de esa mayoría “progreliberal” que se iba formando para traducir la época, Moser daría la pelea desde adentro.

X

Moser deja la tele y toma las armas. Moser se encuadra: su amistad personal con Cavallo deriva en adhesión política. Moser, soldado de Acción por la República. Se sube al mito de la convertibilidad honesta atendida por su propio dueño, pero la clase media estaba en otro lado. Ese trayecto entre finales de los ’90 y 2001 es ingrato: esa clase media con la que Moser comulgó durante cuarenta años en la pantalla,  ahora lo puteaba a la salida del casorio de la hija de Cavallo. Aún en ese trance político, se las arregló para seguir haciendo chistes sobre los argentinos que se iban del país como un latiguillo constante del último Matrimonios y algo más  (2001). Sería justo decir que Hugo Moser tenía su destino artístico marcado: antes de entrar como guionista autodidacta al cine y la televisión, había sido empleado de la DGI. Conocía el lenguaje primitivo de la clase media argentina, y fue leal a él hasta el final.

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Comentarios

  1. Agustin

    el 29/05/2019

    Excelente recorrido por la historia de la cultura popular de los últimos 50 años tomando como ejemplo este personaje

  2. Nicolas Moser

    el 22/08/2019

    excelente articulo!!!

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