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24 de marzo 2020

Florencia Angilletta

TE DOY UNA CANCIÓN

Tiempo de lectura: 5 minutos

La lucha de los organismos de Derechos humanos: memoria, verdad y justicia. La reparación y el reconocimiento del Estado ante los crímenes de lesa humanidad: memoria, verdad y justicia. La tarea de las fuerzas armadas en democracia, también: memoria, verdad y justicia. La política es una máquina de producir fotos y este 24 de marzo, atravesado por la cuarentena para evitar la curva de contagio del Covid 19, junta dos series de imágenes. Hace apenas unos días, la de soldados con barbijos y guantes de látex sosteniendo ollas populares, o contribuyendo al acopio de recursos sanitarios. Ayer, la de quienes cuelgan en sus balcones o ventanas pañuelos blancos (¿Poner el pañuelo y sacarse una selfie junto al pañuelo son lo mismo? Hacer las cosas en silencio, los ritos privados, el pudor del siglo XX no parece siempre arrojado sobre nosotros. Pero todos somos ese perro que se muerde la cola). Volvemos: no marchar en medio de una pandemia mundial: memoria, verdad y justicia. Que el ejército de ayer no es el mismo que el de hoy, también: memoria, verdad y justicia.

No hay “una” memoria, un mármol que iríamos infantilmente a burlar, sino memorias en plural, urbanas y rurales, memorias de clase, feministas, memorias que no son sólo las de la militancia

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Pero memoria, verdad y justicia ni se achica ni se diluye. Martín Kohan, como muchos recordaron, ha señalado la importancia del número, cifra abierta, la interpelación al Estado del “son 30.000”. A la vez, la historia (la nuestra) amasa esa memoria, esa verdad y esa justicia. Las narrativas de los y las hijos y nietos de desaparecidos: ¿cómo escribir sobre la dictadura después de “Los rubios”, de Albertina Carri, y de todas las escrituras posibilitadas por la película? (Martín Kohan, entre otros, hace un análisis agudo y demoledor). Las intervenciones de los feminismos sobre la visibilización de la violencia de género organiza otra genealogía: el mismo año que va a sancionarse la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo –la igualación ciudadana de las personas gestantes– se reedita “Putas y guerrilleras”, el monumental y pionero libro de Miriam Lewin y Olga Wornat que, ya en 2013, había mostrado las violaciones ocurridas en los campos y la sospecha compartida entre militares y muchos compañeros ante los cuerpos de las cautivas: “son todas putas”. La publicación de “Historias desobedientes” y el colectivo que reúne a estos hijos, hijas y familiares de genocidas que repudian el accionar en la dictadura de sus progenitores y quieren dar testimonio en los juicios contra ellos. “Traiciones”, de Ana Longoni u “Oración”, de María Moreno: libros que han dado forma a la memoria, allí donde es más difícil o incómoda, donde se aprietan los dientes.

Es una obviedad: la memoria se construye. Es un organismo vivo. Se disputa, se sobreactúa, se esfuma, se reparte entre capitales diferenciales, se institucionaliza, se reinventa. No hay “una” memoria, un mármol que iríamos infantilmente a burlar, sino memorias en plural, urbanas y rurales, memorias de clase, feministas, memorias que no son sólo las de la militancia (esos versos de Irene Gruss que tanto circularon: “Yo estuve lavando ropa / mientras mucha gente / desapareció”). Y entonces: titulares como “El ejercito entrega comida en barrios populares” o “El ejercito monta un hospital en Campo de Mayo”, ¿qué hacen con estas memorias? ¿Hasta dónde debemos practicar las verdades? Un Estado son tantas fotos. Los y las trabajadores de la salud (médicos, enfermeros, camilleros, extraccionistas), los y las docentes, los y las empleados estatales. La mención no es exhaustiva, es caprichosa: ¿a quiénes seríamos capaces de aplaudir en ese aplauso de cada día a las nueve de la noche?

Y entonces: titulares como “El ejercito entrega comida en barrios populares” o “El ejercito monta un hospital en Campo de Mayo”, ¿qué hacen con estas memorias? ¿Hasta dónde debemos practicar las verdades?

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Garantismo y punitivismo: cuando creíamos que habíamos gastado ese pasaje de Pasolini sobre la policía y el pueblo, como si fuera un fósforo mojado al que no le sale más fuego, esta época parece amasar de forma distinta la democratización, los derechos humanos y el cumplimiento de la ley (no aplaudimos la obediencia, pero la aplaudimos). Un Estado de excepción muestra al Estado más que a la excepción. Un Estado es lo que hace con lo que la excepción hace de él. No todos los militares son genocidas, no todos los policías son asesinos, no todas las personas que viven en un country secuestrarían a la mucama en un baúl. Esta “defensa” es una flecha que nos apunta: invertir los términos sólo sostiene el binarismo, le es funcional. Una disidencia es una disidencia es una disidencia. Porque de lo contrario, ¿cuál es el lugar de la “seguridad” para los países con memorias de golpes de Estado? La tarea de la ministra de Seguridad Sabrina Frederic es titánica; ¿quién cuida a quienes cuidan, quién controla a quienes controlan? –­vimos a un portero hacer cumplir la cuarentena a un “vecino”, vimos a la policía de Tucumán en un “operativo” a los tiros en un barrio–.

El negacionismo existe: volvemos a esa escena de Kohan interviniendo ante Darío Lopérfido. Pero lo otro del negacionismo no es el silencio: también es memoria lo que pasó con Alberto Fernández cuando todavía no estábamos atravesados por el Covid 19. Ante los soldados que partían en una misión de paz a Chipre, Alberto señaló que ya no hay promociones dentro de las fuerzas armadas que hayan participado en la última dictadura: “todos los oficiales y suboficiales son egresados de sus escuelas en democracia”. El Ejército trabaja para desplegar un hospital en Campo de Mayo, la fuerza aérea vuela dos Hércules para repatriar a ciudadanos argentinos varados, por ejemplo, en Perú. No le preguntan qué piensan, ni qué votan, ni si alguna vez cantaron en una cancha “el que no salta es…”. Tenemos un consenso argentino: el fin del orden militar. Aunque quizá estemos sumando otra capa más: el fin de la “posdictadura”, porque cuando las fuerzas están integradas al Estado ya la época no se organiza por ese pasado, sino más bien por la democracia en sí, que contiene ese pasado, sus capas tectónicas, sus sismos. Y democracia es que todas las vidas valen. Con quienes acordamos y con quienes no. La igualdad de todos, en el bien y en el mal. ¿Que nos queda si le quitamos ciudadanía a militares o policías? ¿O en democracia encarnan un trabajo sucio –el orden– que sostiene nuestras ciudadanías –nuestro civismo o “progresismo”–, pero a condición de que ellos y ellas no exhiban la propia? Todas son fotos del Estado: la escuela, el hospital, la municipalidad, la comisaria, el regimiento. No lo son el escrache (cuando hay posibilidad de denuncia), ni el fascismo ante la moralización de la enfermedad –como ya advertía Susan Sontag–.

El Ejército trabaja para desplegar un hospital en Campo de Mayo, la fuerza aérea vuela para repatriar a ciudadanos argentinos varados, por ejemplo, en Perú. No le preguntan qué piensan, ni qué votan, ni si alguna vez cantaron en una cancha “el que no salta es…”

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Canciones. La época política abierta por Alberto nos trae también otros setenta, los que se construyen desde los años ochenta, como él mismo. Aún desde el exilio, Lito Nebbia (a quien vimos al final del video institucional en camisa de flores) en 1981 escribía “Canción del Horizonte”. Es la última canción natalista: “Cuántas veces soñamos tener / un hijo sangre compañera / para luego decir, allí está / es el fruto de un amor verdadero”. Mientras sostenemos “quedarse en casa es político”, democracia es que también valga la pena preguntarse ¿cuál es hoy esa sangre compañera?

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Comentarios

  1. marta

    el 27/03/2020

    Hoy es todos los que trabajan para salvar vidas, para hacer la vida más llevadera, para que no nos falte comida y en eso sí el ejército y fuerza aérea y marina colaborsn,son sangre compañera.

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