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11 de octubre 2018

Martin Schapiro

TEMER ES VERBO

Tiempo de lectura: 9 minutos

Contra el comunismo. Por nuestra libertad. Contra el Foro de San Pablo. Por la memoria del Coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, terror de Dilma Rousseff…”. Cada diputado tenía un minuto para hablar y Jair Bolsonaro lo usó para no pasar desapercibido. Venía de ser el diputado más votado en Rio de Janeiro, pero, sin referencia partidaria, era sobre todo un personaje marginal de los que abundan en la política brasileña, más cerca del payaso Tiririca (el diputado más votado del país en la elección de 2014) que de aspirar a la presidencia. Aquel discurso, sin embargo, lo haría motivo de destaque entre sus más de trescientos colegas que, de acuerdo a la exigencia de las élites empresariales, políticas y judiciales brasileñas, votaron por escuchar a “la calle” y abrir el enjuiciamiento político contra la presidenta brasileña, apenas luego de completar el primer año de su segundo mandato.

Si un ejercicio de imaginación nos permitiera ubicarnos en la cabeza de Jair Bolsonaro de aquel momento, seguramente la imagen de futuro en su cabeza no fuera colocarse la banda presidencial tres años después. Ganar notoriedad, espacios y ascendencia sobre el próximo gobierno derechista, según el modelo de las ultraderechas europeas, aparecía más cercano.

La toma del poder, para todo el horizonte temporal imaginable, pasaba por otro lado. Un programa de reformas de orientación neoliberal aprobado por el hoy rebautizado Movimiento Democrático Brasileño, con el curioso nombre de “Puente para el Futuro” guiaría el alargado bienio de gobierno de Michel Temer. Su partido, el más grande de Brasil por espacios legislativos y gobernaciones, modificaría el marco de alianzas con el que había acompañado como vicepresidente a la presidenta Dilma Rousseff. Del PT, el principal apoyo pasaría al PSDB, cuyo candidato, Aécio Neves, había sido derrotado en la elección presidencial, mientras que el “centrão”, un grupo de partidos más pequeños dedicados a la negociación de cargos y recursos, se reconfiguraría hacia la derecha y ganaría peso en el gobierno.

Si un ejercicio de imaginación nos permitiera ubicarnos en la cabeza de Jair Bolsonaro de aquel momento, seguramente la imagen de futuro en su cabeza no fuera colocarse la banda presidencial tres años después.

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No sólo la política partidaria se integró a la base del gobierno. Los empresarios, deseosos de una reforma laboral que bajase sus costos y hasta soñando con rebajas de impuestos, y los medios de comunicación saludaron entusiastas las movilizaciones por la destitución como una lucha para limpiar la insoportable corrupción del sistema que, decían, explicaba la crisis económica brasileña. Desde el Poder Judicial el juez Moro, responsable de Lava Jato, divulgó audios ilegales para evitar la designación de Lula da Silva como Ministro Jefe de la Casa Civil, y Gilmar Mendes, el más político de los jueces del Tribunal Superior, suspendió su designación mediante una medida cautelar. Del pato gigante de la Federación de Industrias de San Pablo a los jueces con toga, no hubo ningún sector con poder real o institucional que quedara por fuera del procedimiento que terminaría por la destitución de la presidenta electa en 2014.

La coalición fue presentada como un gobierno de unidad nacional, en el que incluso algunos sectores de centroizquierda se embarcaron en la patriada de conseguir ministerios, cargos y recursos para superar la corrupción y crisis causadas por el Partido de los Trabajadores.

Bajo aquella comunión fue constituido un gobierno integrado casi exclusivamente por hombres blancos y ricos, bajo el que fueron aprobadas, con el entusiasmo de los mercados, algunas de las medidas sociales más regresivas de la historia democrática brasileña. Una reforma laboral que reduce el poder de negociación colectiva de los trabajadores, el relajamiento de la normativa sobre trabajo esclavo, y la enmienda constitucional que obliga a reducir, durante veinte años ininterrumpidos, el gasto público por habitante en salud, educación e inversión social serán el saldo más perdurable del gobierno que comanda Michel Temer.

Bolsonaro militante

Por lo demás, la comunidad de intereses duró poco tiempo. El mediático juez Moro y la fuerza de tareas Lava Jato continuaron fungiendo de radicales libres, en pos de garantizar la investigación que tendría como premio mayor el encarcelamiento de Lula. Moro alimentó a los noticieros vespertinos también con figuras del nuevo gobierno. Grabaciones telefónicas de ministros clave del gobierno de Temer conversando sobre la necesidad de terminar con las investigaciones de la operación Lava Jato. Filmación de Aécio Neves pidiendo millones de reales a un empresario. El propio Temer grabado cuanto menos avalando el pago de mensualidades a Eduardo Cunha, el evangélico ex presidente de la Cámara de Diputados (y titiritero detrás del proceso de destitución de Dilma Rousseff), preso por la misma investigación, tras no poder explicar el origen de más de cinco millones dólares depositados en cuentas suizas no declaradas. Un allanamiento en la casa del principal articulador de Temer en el Senado, el bahiano Geddel Vieira Lima, en el que hallarían más de cincuenta millones de reales en efectivo. La corrupción, quedaba claro, no se había esfumado con el PT.

Tampoco las reformas económicas sirvieron para terminar con los problemas económicos de Brasil. Lejos de la recuperación, el primer año de Temer profundizó la recesión vivida durante el primer año y medio de Dilma, mientras que los siguientes se caracterizaron por crecimientos magros, que no pudieron empardar siquiera el crecimiento de la población. Con el propio Temer y su círculo íntimo acorralados por las investigaciones, cada reducción de gasto público para los sectores populares vino acompañada de aumentos en los gastos destinados a mantener apoyos políticos en las Cámaras de Diputados y Senadores y, mientras el desempleo alcanzó los dos dígitos y los salarios de la población en general se estancaron, el funcionariado judicial vio aumentar sus (altísimos) salarios en más del cuarenta por ciento.

Bajo aquella comunión fue constituido un gobierno integrado casi exclusivamente por hombres blancos y ricos, bajo el que fueron aprobadas, con el entusiasmo de los mercados, algunas de las medidas sociales más regresivas de la historia democrática brasileña.

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Unidos en su rechazo a la ampliación de derechos laborales y los aumentos salariales, los sectores empresarios tampoco lograron acordar un programa de inserción para Brasil. Tras años de quejarse por las trabas argentinas a un acuerdo comercial con la Unión Europea, las diferencias entre esos sectores (y, cuándo no, los agricultores franceses) las que terminaron por enterrarlo para el futuro imaginable. Peor aún, la investigación de la corrupción estatal terminó paralizando a las mayores empresas del país, públicas o privadas, principales generadoras de empleo y motores de la innovación y crecimiento del país, y vehículo de su expansión en América Latina.

No por casualidad, Michel Temer llegó a las elecciones con cerca del 3% de aprobación a su gobierno. La marca Odebrecht, la más importante constructora de América del Sur, convertida en un activo tóxico que trasciende las fronteras nacionales. Y el liderazgo regional de Brasil, construido mediante un cuidadoso trabajo de imagen  durante las presidencias de Fernando Henrique Cardoso y, sobre todo, Lula da Silva, desvanecido ante la imagen de una élite corrupta, inescrupulosa y totalmente desconectada de la realidad de su población. Si Brasil había actuado durante años por encima de sus posibilidades, los últimos años de intrascendencia internacional tampoco hicieron justicia a su peso específico, golpeando severamente el orgullo de los brasileños en ese camino descendente.

El único elemento de acuerdo que se mantuvo constante fue el rechazo al PT y a todo lo que este representaba. Los tiempos de la Justicia se aceleraron estrepitosamente para que Lula alcanzara a ser condenado en segunda instancia mucho antes de la elección presidencial, y ni el Tribunal Superior de Justicia ni los medios de comunicación profundizaron en las numerosas irregularidades jurídicas que condujeron a su condena y la prohibición de una candidatura que encabezaba consistentemente todas las encuestas. Varias decisiones judiciales se dictaron a tiempo para coincidir con otras de trascendencia pública de otros poderes, como la reforma laboral. Por otro lado, fueron amplificadas las voces de movimientos de extrema derecha como “Escuela Sin Partido”, creado teóricamente para alertar sobre el “adoctrinamiento ideológico” en escuelas y universidades que, en la práctica, cuestionó los programas educativos destinados a concientizar sobre derechos ciudadanos, de las mujeres y de minorías raciales y sexuales, o los movimientos Brasil Libre, Vení a la Calle y Rebelados Online, presentados como protagonistas de la lucha anticorrupción, y en concreto,vehículo de expresión de jovencísimos manifestantes con ideas extremistas sobre el rol del Estado en la economía, cuyas principales preocupaciones eran los cupos raciales en universidades y empleo público y las ayudas del estado a las personas de bajos recursos, que se supone, distorsionarían el mercado y terminarían por desalentar el esfuerzo. Todos tuvieron espacios desproporcionados en la televisión, y fueron recibidos por las más altas autoridades, tanto legislativas como ejecutivas, para llevar sus propuestas y exigir su puesta en marcha.

el liderazgo regional de Brasil, construido mediante un cuidadoso trabajo de imagen durante las presidencias de Fernando Henrique Cardoso y, sobre todo, Lula da Silva, desvanecido ante la imagen de una élite corrupta, inescrupulosa y totalmente desconectada de la realidad de su población

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El Partido de los Trabajadores, aún con su candidato más popular impedido de concurrir a las elecciones, obtuvo el veintinueve por ciento de las preferencias, más de treinta millones de votos que tuvieron correlato en una votación hegemónica en la región nordeste (la más pobre del país), y el bloque de diputados más numeroso de la próxima legislatura.

El intento de excluir a un grupo político con semejante legitimidad de la vida política nacional implica también excluir de ella al sector significativo de la población al que representa y requiere de dosis crecientes de autoritarismo para contener sus demandas, lo que se acentúa en la medida en que las demandas materiales de este sector de la población no son satisfechas. Las irregularidades e inequidades enfrentadas por Lula durante su proceso, y las hostilidades sistemáticas que debió enfrentar Haddad en los medios de comunicación durante el primer tramo de la campaña dan cuenta de esto último. Tras absorber el impacto de la destitución sin crimen de responsabilidad de Dilma Rousseff, y la pérdida de votantes en tradicionales bastiones obreros de las periferias urbanas y clases medias progresistas, los resultados del Partido de los Trabajadores demuestran que sigue en pie, y que, al menos parcialmente, trasciende a la figura del líder encarcelado.

Es entre los conspiradores y destituyentes donde el terremoto político que atravesó Brasil tuvo más impacto electoral. El candidato del partido de Michel Temer, el banquero Henrique Meirelles, se mantuvo en el rango del uno por ciento de los votos, mientras que el candidato del PSDB, el partido que disputó con el PT el primer y segundo lugar durante las últimas seis elecciones presidenciales, no alcanzó siquiera el cinco por ciento de los votos, a pesar de contar con el apoyo de casi todos los partidos de la base legislativa oficial, y más del cuarenta por ciento del tiempo de televisión. Es allí donde hay que buscar las explicaciones de la victoria de Bolsonaro.

Tras repetir a diario que el Partido de los Trabajadores es el principal responsable de la prolongada crisis económica que vive el país, que este partido es el responsable de los escándalos de corrupción más grandes de la historia brasileña, y de una relajación de las costumbres y jerarquías sociales que explicaría mejor que la crisis los niveles de violencia que sufren a diario los brasileños, ninguno de los sectores tradicionales que impulsaron su salida del poder mostró condiciones para encabezar un proceso de restauración. La destitución de Dilma no trajo transparencia ni seguridad ni crecimiento económico. Difícilmente un proceso de limpieza sistémica pudiera venir de mano de los actores que convivieron con el PT en un sistema que, hasta por su propio diseño, incentiva la corrupción, la promiscuidad público privada y el transfuguismo partidario. No se modifica el sistema con los actores del sistema. Querer encarnarlo en apenas uno de sus actores implica un ejercicio retórico imposible e invendible a los votantes.

Tras alimentar a los extremistas en la sociedad civil, y promover un odio profundo en la ciudadanía, quisieron volver a poner la mesa para los mismos de siempre. Jair Bolsonaro llega para dar testimonio de que semejante cosa no es posible. Presentándose como un outsider a pesar de sus veintiséis años como diputado, el ex capitán encarna la utopía reaccionaria del regreso al pasado de gloria. Lejos de las investigaciones de corrupción, incluso porque su discurso ultraderechista lo hizo irrelevante a la hora de buscar acuerdos; con un discurso que lo coloca por fuera de la promiscuidad partidaria brasileña, las memorias que propone Bolsonaro son las de una dictadura donde no pesaba la corrupción de la política, donde cada uno ocupaba su lugar, las calles eran seguras y la economía crecía.

Es entre los conspiradores y destituyentes donde el terremoto político que atravesó Brasil tuvo más impacto electoral. Tras alimentar a los extremistas en la sociedad civil, y promover un odio profundo en la ciudadanía, quisieron volver a poner la mesa para los mismos de siempre.

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Si nada bueno podía venir del PT, el problema no es sólo la corrupción, sino los avances igualitaristas. En vez de la diversidad sexual, la familia tradicional. En vez de la intervención en favor de los más débiles, recuperar la cultura del trabajo, en vez del dispendio y la inmovilidad estatal, el dinamismo del mercado. Ninguno de esos discursos rompe con el del gobierno saliente, pero lo dotan de un intérprete verosímil.

La dirección del proceso que se inició con la destitución de Dilma Rousseff, llevado hasta las últimas consecuencias, significa retroceder en los avances sociales y democráticos alcanzados a partir de la asunción de Lula hace dieciséis años e incluso, algunos que se consagraron con la Constitución democrática del 88. Lejos de significar una ruptura, Bolsonaro es la consecuencia de aquel proceso. El llamado a transparentar que semejante restauración es imposible sin sangre. De Temer a temer. Así las cosas en la democracia brasileña.

Brasil militar

 

 

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