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28 de julio 2016

Martín Schapiro

TURQUÍA: KRAMER VERSUS KRAMER

Tiempo de lectura: 10 minutos

En el año 2012 no era un secreto para nadie que Recep Tayyip Erdoğan y Fethullah Gülen se preparaban para moldear irreversiblemente la República de Turquía de las próximas décadas. En aquel año, la alianza entre Gülen y Erdoğan, con la aquiescencia del mundo occidental, acababa de enterrar la República Laica concebida de arriba hacia abajo por el fundador Mustafá Kemal Atatürk y preservada por años a punta de bayoneta.

Más difícil, en cambio, era prever que en los planes de Gülen y Erdoğan no estaba incluido el otro, y que, un año después, habría una abierta y costosa guerra-divorcio cuya reverberación más dramática fue el fallido intento de golpe de estado del 15 de julio. Veamos.

Tras la crisis económica y política que hizo estallar el sistema político turco en 2002, el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) emergió como el actor novedoso llamado a liderar los cambios que la crisis imponía. Proveniente de la tradición islamista y antikemalista que durante décadas encabezara Necmettin Erbakan, el nuevo partido prometía una versión diferente de aquel islamismo, con una mirada moderna y liberalizante.

Sin romper con la tradición conservadora religiosa, prometía mantener el norte político en occidente, con un programa de ingreso a la Unión Europea, contrariando la tradición islamista de rechazo a los bloques occidentales. Esta transformación se había operado en muy pocos años, por lo que ese paso  de la versión tradicional, conspirativa y nacionalista del islamismo a una más moderna, abierta y por sobre todo, pro occidental, por parte de los mismos actores que antes habían abrazado aquella, despertaba desconfianza en Europa y Estados Unidos. En ese contexto comenzó a consolidarse la alianza con el clérigo islámico Fethullah Gülen.

Discípulo de Said Nursi, quien promovió una versión del Islam amigable al desarrollo técnico y científico y furiosamente anticomunista, Gülen forjó durante décadas una red de seguidores de enormes ramificaciones en la sociedad turca, con eje en el desarrollo de instituciones educativas y presencia en el mundo de los negocios y los medios de comunicación, que llegaría a expandirse internacionalmente. Un desarrollo que, por los sectores estratégicos abarcados, y el secretismo de sus miembros, que se identifican a sí mismos como Hizmet (servicio), permitió al movimiento la penetración en sectores del aparato estatal, al tiempo que generó sospechas en el establishment secularista del ejército y la justicia, recelosos de la potencial amenaza al mandato constitucional de laicidad estatal.

de la versión tradicional, conspirativa y nacionalista del islamismo a una más moderna y pro occidental

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Por otra parte, la versión del Islam predicada por Gülen, favorable al capitalismo, con una promoción activa del enriquecimiento personal y, al menos hacia afuera, ecuménica y bastante moderada, permitió que se convirtiera en un interlocutor confiable y cercano de gobiernos e instituciones occidentales, especialmente el gobierno de los Estados Unidos. Gülen elegiría ese país cuando, en la mira de la justicia y el ejército, decidió exiliarse en 1999.

Si Gülen necesitaba de una fuerza capaz de desafiar el orden secular que impedía la expansión mayor de su movimiento, el AKP se benefició enormemente del apoyo de Gülen y sus seguidores, que funcionaron, en un comienzo, como garantía de que el nuevo gobierno se mantendría en el marco de alianzas tradicional turco, es decir, la OTAN y la Unión Europea.

Esta mutua conveniencia daría comienzo a una asociación extremadamente fructífera, que se extendería durante diez años, en los que el movimiento de Gülen proveyó al AKP cuadros profesionales capaces y preparados para ocupar la burocracia del Estado, tradicionalmente hegemonizada por elementos seculares hostiles a la orientación islámica del partido. Facilitados por aquella alianza, los gulenistas alcanzarían muchísimas posiciones relevantes en ministerios, la policía y la justicia. La colaboración activa con el gobierno turco impulsaría también la expansión internacional de Gülen, a partir de la promoción de sus establecimientos educativos en el exterior, principalmente en África y Asia Central, con colaboración expresa de las misiones diplomáticas turcas y visitas a aquellas instituciones por parte de los funcionarios durante sus giras internacionales. En contrapartida, el aumento de la influencia y prestigio de dichas instituciones significaba un crecimiento del prestigio de la versión oficialista de Turquía, centrada en la exaltación del legado otomano, y un relato amable y modernizado de la gobernanza islámica.

Más importante aún, la coincidencia de visión y valores entre el islamismo pro capitalista de Gülen y el islamismo pro capitalista del AKP, permitieron al grupo beneficiarse del crecimiento económico turco, fortaleciendo su presencia en el sector mediático, bancario y en otros negocios, obteniendo un tratamiento ventajoso para los grupos vinculados al Hizmet, que a su vez se traducía en apoyo en los medios para las figuras del AKP.

Aquellos años, marcados también por la perspectiva de ingresar a la Unión Europea, permitieron la realización de reformas democratizantes y liberalizadoras, que resultaron funcionales al levantamiento de las prohibiciones de muestras públicas de religiosidad arrastradas desde tiempos de Atatürk, tales como la prohibición del velo en universidades y edificios públicos, o las prohibiciones de ciertas profesiones a los graduados de las escuelas vocacionales religiosas del imanato. Esta clase de reformas consiguió, de una sola vez, dar un golpe a la autoritaria versión turca del laicismo estatal y cosechar aplausos en occidente, deseoso de encontrar un modelo de gobierno islámico liberal y tolerante para mostrar como ejemplo a otros países. La agenda del islamismo conservador y los gobiernos de occidente encontraban una coincidencia inédita, que enfrentaría como principal obstáculo, a los sectores tradicionalmente pro-occidentales de las Fuerzas Armadas, que habían resistido incólumes a media década de Erdoğan en el poder, y permanecían como una enorme amenaza para los planes gubernamentales.

La agenda del islamismo conservador y los gobiernos de occidente encontraban una coincidencia inédita

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Al llegar el año 2007, el parlamento turco debía elegir al presidente. Una figura sin poderes activos, pero con capacidad de obstaculizar la sanción de leyes y nominaciones estatales. Para el puesto, que ocupaba hasta entonces un laicista de línea dura, Ahmet Necdet Sezer, el AKP propuso la candidatura del islamista Abdullah Gül, una de las principales figuras del partido. El ejército, entonces, filtró un memorando en su página web, en el que objetaba su nominación, y requería a los miembros de la institución no compartir eventos a los que asistiera la esposa de Gül, debido a que aquella vestía públicamente velo cubriendo su cabeza.

El gobierno tomó aquel memorando como una intromisión en la vida democrática, buscó (y obtuvo) repudios internacionales, y convocó elecciones anticipadas. El AKP amplió su mayoría, Gül asumió la presidencia y, mediante un referéndum constitucional, se estableció la elección directa del presidente a partir del año 2014.

Tras haber avanzado en una deslaicización de la sociedad civil, refrendado por los votos, y sin rivales en la política electoral, Erdoğan se sintió con la fortaleza suficiente para avanzar sobre el ejército.

Una vez más, fue el grupo de Gülen, con su enorme penetración en el aparato del estado y la sociedad turca, su estructura opaca y cohesionada, el que se encargó de llevar adelante la ofensiva contra la dirigencia militar. A partir de filtraciones periodísticas, fiscales y jueces de aquella extracción iniciaron dos mega procesos judiciales en los que serían enjuiciados varios altos mandos militares activos y retirados, acusados de concebir un enorme complot cívico-militar para derribar al gobierno.

Los juicios fueron respaldados públicamente por el propio Erdoğan, que dijo que era, él también, fiscal en el caso, y, en el año 2012, todos los militares acusados fueron condenados. A pesar de que los procedimientos estuvieron plagados de irregularidades, apoyados en testigos secretos y pruebas ostensiblemente falsas (llegaron a utilizarse documentos supuestamente datados en 2003, pero escritos con una fuente inventada en 2007), ningún gobierno occidental objetó los procesos y medios de prensa progresistas, como el New York Times, incluso saludaban a una Turquía que saldaba cuentas con su pasado autoritario, e ignoraban las voces que señalaban el debilitamiento del Estado de Derecho en el país.

Nada parecía interponerse en el camino de expansión del AKP y la red de Gülen, tras haber enfrentado con éxito a la jerarquía militar, cuando inesperadamente sobrevino la ruptura. Como en la mayoría de las disputas en el seno del poder, no son claros los motivos que la justificaron.

Sí podemos observar que el comienzo de esta década fue marcado por el giro de la política externa de Erdoğan. De una Europa que, más allá de preservar las formas dejó claro que no tenía lugar para Turquía, el norte externo se desplazaría hacia el Medio Oriente.

Nada parecía interponerse en el camino de expansión del AKP y la red de Gülen, tras haber enfrentado con éxito a la jerarquía militar

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Allí, las primaveras árabes permitían a Erdoğan soñarse como líder de una cantidad de nuevos gobiernos de la Hermandad Musulmana que se suponía, hegemonizarían el poder en Túnez, Egipto, Siria, Libia y la Autoridad Palestina.

De una política de mediación y buenas relaciones con los gobiernos vecinos, fue mutando a una de involucramiento activo en favor de la Hermandad, con los consecuentes enfrentamientos que derivarían de aquel rol regional, al tiempo que lo convirtieron en un socio mucho más incómodo para los gobiernos occidentales. Para 2013, el golpe de estado en Egipto, las guerras civiles en Libia y en Siria, y el cisma en la Autoridad Palestina habían convertido aquel liderazgo en una ilusión lejana, y la asociación con la Hermandad Musulmana, abrazada por Erdoğan, en una molestia con la que ningún gobierno estaba ya obligado a empatizar.

Por otra parte, existieron algunas diferencias públicas entre los medios gulenistas y el gobierno respecto del manejo del aparato de inteligencia, así como las negociaciones de paz con la insurgencia kurda, aunque ninguna explicaría por sí misma la ruptura de una sociedad que había reportado enormes beneficios mutuos.

Ninguna de estas cuestiones constituye más que hipótesis. Lo cierto es que, tras las manifestaciones del Parque Gezi, las primeras muestras de oposición masivas desde la llegada de Erdoğan al poder, en diciembre de 2013 se filtraron en la prensa grabaciones que involucraban a varios altos dirigentes del AKP, ministros, empresarios e incluso a Bilal Erdoğan, hijo del entonces primer ministro, en una operación de corrupción. Los medios ligados a Gülen difundieron ampliamente aquellas grabaciones y asumieron un rol abiertamente opositor.

Tayyip Erdoğan decidió colgar el cartel de “Clarín Miente”, denunció una operación política del “estado paralelo” y acusó a Fethullah Gülen de trabajar para derrocarlo. A partir de 2014, el gobierno iniciaría una purga de elementos gulenistas en todo el estado, con especial énfasis en la justicia y la policía, mientras acentuaba su carácter autoritario y personalista.

Tras ser designado como presidente en la primera elección directa para el cargo de la historia turca, Erdoğan se propuso modificar la Constitución y mudar al país hacia un sistema presidencialista. Desde aquel momento, se incrementó la presión sobre todos aquellos que alzaron voces disidentes. Escraches de simpatizantes islamistas contra medios opositores, procesos judiciales contra periodistas, dirigentes y hasta adolescentes bajo el cargo de “insultar a la presidencia” y persecución a intelectuales opositores con sumarios en las universidades y hasta detenciones y encarcelamiento han sido una marca creciente de la Turquía de los últimos años. En ese marco, los medios y empresas vinculados a Gülen han sido particular objeto de persecución, como marca la intervención y posterior entrega al gobierno del diario Zaman, el de mayor circulación del país.

Tayyip Erdoğan decidió colgar el cartel de “Clarín Miente”

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Mientras tanto, tras intervenir en apoyo de grupos islamistas en Siria, la política del gobierno ha contribuido (junto con algunos de sus propios cálculos electorales, entre varios otros factores) al reinicio de la guerra con la insurgencia kurda en el sudeste del país, llevada por primera vez a las ciudades, y marcada por numerosos y recurrentes abusos contra los derechos humanos de la población, mientras el terrorismo del Estado Islámico, beneficiado de la leniencia de las autoridades para vigilar la frontera siria, convirtió a Turquía en uno de sus blancos predilectos.

En este contexto sucedió el intento de Golpe de Estado del 15 de julio. El gobierno acusa a Fethullah Gülen de ser la mente detrás del alzamiento, y el clérigo autoexiliado en Filadelfia sugiere la posibilidad de una puesta en escena y un autogolpe.

Ninguna de las narrativas expuestas hasta hoy consigue explicar cómo el gobierno golpista pretendía consolidar el poder en el país y sostenerse como actor de un cambio de gobierno con algún consenso internacional, cuando el AKP obtuvo mayoría absoluta en las elecciones de noviembre de 2015, y una región marcada por los conflictos civiles en Irak y Siria y la creciente amenaza del terrorismo islamista hacían difícil concebir una masa crítica de apoyo internacional para una modificación de autoridades hecha por prepotencia de fusiles.

Sin embargo, la detención de un tercio de los altos oficiales de las fuerzas armadas, la participación masiva de la fuerza aérea y dos divisiones enteras del ejército, e incluso la violencia ejercida contra los propios ciudadanos, que sólo encuentra antecedentes en las intervenciones contra la minoría kurda, hacen difícil pensar en un simulacro, y hablan de un intento, fallido pero muy extendido, de interrumpir el orden electivo.

A pesar de que, por la naturaleza del grupo, nadie se haya declarado abiertamente, es conocida la enorme penetración de los seguidores de Gülen en la justicia y la policía. No se conocía, en cambio, que dicha penetración hubiera podido alcanzar tal masividad en las FFAA, como para permitirle llevar adelante, por sí sólo, un alzamiento de esta magnitud. Existen otras fuertes objeciones a la posibilidad de que Gülen haya liderado la intentona. No resulta claro el motivo por el cual el jefe de una enorme y poderosa red internacional arriesgaría todas sus posiciones al resultado de una sublevación que, como mínimo, no contaba con ninguna certeza de triunfo.

un intento, fallido pero muy extendido, de interrumpir el orden electivo

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La mayoría de los analistas coincide, a pesar de ello, en que los seguidores de Gülen se encuentran involucrados, y en general, les asignan un rol protagónico. Señalan que la mayoría de los altos oficiales involucrados ascendieron luego de los procesos Ergenekon y Balyoz, beneficiados por la purga de los mandos tradicionales. Citan como motivo del golpe una inminente ofensiva en contra de los oficiales involucrados con el movimiento, prevista para el momento de las promociones, en agosto próximo, y caracterizan una posible alianza de circunstancia con elementos de la vieja línea dura secularista y otros oficiales no alineados, interesados en impulsar sus carreras. Siendo aquello lo que se sabe, va a ser mucho más difícil determinar el grado de protagonismo de cada sector. La narrativa oficial, con antecedentes de fabricación de evidencias y denuncias fundadas de abusos y torturas, difícilmente vaya a resultar creíble.

En cuanto a Erdoğan sale de este embrollo enormemente fortalecido en lo político. El riesgo de un derrocamiento por alzamiento militar fue disipado, quizás definitivamente, y tanto su apoyo popular como su margen de maniobra fueron amplificados. El camino hacia un dominio absoluto de la vida pública parece abierto, y la sanción del “estado de emergencia” que le otorga capacidad de legislar por sí mismo parece ir en ese sentido. Tampoco puede obviarse que, tras el señalamiento, aún si fundado, de Gülen como inspirador del golpe, el gobierno cuenta con la figura adversarial que históricamente les permitió consolidarse a los autoritarismos. Si la seguridad del orden democrático hace lógicas las intervenciones de emergencia sobre sectores del propio estado, nada justifica el cierre de colegios,  universidades o empresas vinculados a Gülen sin las garantías del debido proceso, ni mucho menos las detenciones de periodistas de larga trayectoria en razón de los medios en que trabajaron, y las torturas que, según Amnesty, han vuelto a ser norma en todo el territorio del país.

De tomar este rumbo definitivamente, Turquía enfrentará enormes obstáculos. Con una economía que no brilla como antaño, en guerra civil en parte de su territorio y marcada por conflictos sangrientos en los países vecinos, el intento de golpe desnudó una fragmentación que hace frágil y poco confiable al segundo ejército más poderoso de la OTAN.

En ese contexto, resultaría recomendable, como algunos en el propio oficialismo insinuaron, extender la mano a los partidos y sectores opositores -incluyendo a los representantes de la minoría kurda – que se opusieron al golpe de estado y llamaron a defender inequívocamente a una democracia imperfecta y esmerilada, que lleva años dándoles la espalda.

Erdoğan sale de este embrollo enormemente fortalecido en lo político

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