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23 de agosto 2016

Luciana Garbarino

UN GRITO QUE ESTREMECE

Tiempo de lectura: 10 minutos

Felipe Vallese apaga el televisor porque la película terminó. Una ficción se acaba pero su propia tragedia está apenas por comenzar. Son las once de la noche del 23 de agosto de 1962 y está llegando tarde a su trabajo en la fábrica metalúrgica TEA.

—Esperá que llamo para avisar –le grita a su hermano Italo, que también está por salir.

En la casa de la calle Morelos duerme el pequeño hijo de Felipe, dos compañeras de la Juventud Peronista, Elvia y Mercedes, el marido de Mercedes y las dos hijas de ambos, y una señora mayor en silla de ruedas, doña Cristina, que es la mamá de Elvia. En la puerta, minutos después, los dos hermanos se despiden para siempre.

Italo camina por Morelos y se encuentra con su novia Rosa en Plaza Irlanda. A pocos metros de allí son interceptados por dos policías de civil y metidos por la fuerza en un Chevrolet de 1947. Son las once y veinte.

Felipe camina por Canalejas hacia Donato Álvarez. Por la misma calle, pero en dirección contraria, circula un Fiat 1100 color claro. Al llegar a la bocacalle el auto da una vuelta en U que ruge en el silencio de Caballito. Felipe continúa con el paso firme, pero la curiosidad, y tal vez el miedo, lo obligan a voltearse. Un hombre morocho y corpulento, con un tupido bigote, se baja del auto y lo señala. Felipe se aferra a un árbol, pero de un culatazo consiguen llevarse su cuerpo inerte. Son las once y veinticinco.

—¡Mamá! ¡mamá! ¡Entraron ladrones! –grita la niña.

Mercedes se despierta sobresaltada, y antes de terminar de abrir los ojos, un hombre con sobretodo, casco y ametralladora le pide que “se quede tranquila”.

—Quédese tranquila, soy policía.

A los empujones y a los insultos los hombres se llevan a Elvia, a Mercedes y a su marido en una camioneta que dice “Unidad Regional San Martín”.

Doña Cristina y los niños permanecen en la casa bajo custodia de otros dos policías. Son las once y media del 23 de agosto de 1962.

Vallese Militancia

***

La desaparición de Felipe Vallese y las circunstancias que la rodean preanunciaban con exactitud lo que ocurriría de manera sistemática poco más de diez años después. El propio Jorge Rulli, importante dirigente de la primera Juventud Peronista, diría muchos años después: “Muchas de las culpas de las cosas que pasaron en este país la tiene cierta dirigencia del peronismo que nunca asumió el plan Conintes como propio, la represión (…) no denunció las cosas que ocurrieron y entonces se repitieron exactamente a mayor escala”.

El golpe militar que derrocó a Perón en 1955 marcó el inicio no sólo de una poderosa persecución al peronismo, sino también de una enorme capacidad de organización popular que le haría frente.

Los hechos son conocidos pero se impone un breve repaso: Lonardi proclama que no habrá “ni vencedores ni vencidos” e intenta desarrollar una política conciliadora hacia el peronismo y los sindicatos que dura apenas dos meses. La presión de los comandos civiles –milicias civiles antiperonistas conformadas por radicales, socialistas y conservadores– y del ala más antiperonista de las Fuerzas Armadas conduce a su rápido desplazamiento. Con la llegada de Aramburu y Rojas al poder en noviembre del 55 la intransigencia se endurece: en adelante el objetivo sería extirpar al peronismo de la sociedad. Para lograrlo, el gobierno de facto se vale de la fuerza física, de la intervención en los sindicatos y del tristemente célebre decreto 4.161 que prohíbe cualquier referencia al peronismo.

La respuesta no se hizo esperar. Al ritmo y la intensidad de la represión nacía la resistencia peronista. En ella confluyeron una suma de luchas desorganizadas y acéfalas: al interior de las fábricas a través de las huelgas, los sabotajes a la producción y la colocación de caños, en la calle, en cada rincón del país, se sucedían distintas acciones reivindicatorias: desde pintar paredes con las caras de Perón y Evita, hasta tirar petardos armados con barritas de azufre y clorato de potasio. Un importante militante de entonces, Carlos Villagra, recuerda: “¡No había nada, no había plata, no había dirigentes, no había un carajo  (…) Había cojones y ganas de hacer las cosas para que vuelva Perón, nada más”. Es famoso el grupo que se juntaba en Corrientes y Esmeralda para manifestar su apoyo al peronismo y siempre terminaba envuelto en alguna escaramuza con la policía o con cualquier “gorila”, como comenzaron a llamar a los antiperonistas por entonces a partir del programa radial “La revista dislocada”.

desde pintar paredes con las caras de Perón y Evita, hasta tirar petardos armados con barritas de azufre y clorato de potasio

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“La resistencia es una lucha intensa diluida en el espacio y en el tiempo –arengaba Perón en una carta enviada a John William Cooke el 12 de junio de 1956–. Ella exige que todos, en todo lugar y momento, se conviertan en combatientes contra la canalla dictatorial que usurpa el gobierno. A las armas de la usurpación hay que oponerle las armas del pueblo” (3).

En todas las acciones de la resistencia la participación de la juventud era mayoritaria. Se trataba de jóvenes que poco a poco se habían desencantado con los viejos dirigentes del peronismo y del sindicalismo y cuya organización terminaría desbordando las estructuras existentes. Al calor de estas acciones civiles nacieron nuevos líderes sindicales y políticos más cercanos a las bases que, aunque tenían estrategias diversas, confluían en su lucha por el retorno de Perón. Estos jóvenes sentían que eran hijos de un nuevo peronismo que poco tenía que ver con el anterior a 1955. Era tal el espíritu de rebeldía, que aún cuando el propio Perón llamó a votar por Frondizi en las elecciones de 1958, muchos de estos jóvenes votaron en blanco.

En medio de estas luchas desorganizadas nació la Juventud Peronista (JP). Muchos de sus integrantes, como Gustavo y Alberto Pocho Rearte, Tuly Ferrari o Susana Valle se conocieron en las marchas del silencio que se organizaban para conmemorar a los fusilados tras el fallido levantamiento del general Valle en junio de 1956. Poco a poco, a través de Jorge Di Pascuale, consiguieron un espacio de reuniones en el sindicato de Farmacia y, con posterioridad, decidieron incorporar acciones militares a la lucha. La ley de amnistía de Frondizi –obtenida como compensación del pacto con Perón para ganar las elecciones de 1958– puso en libertad a los presos políticos peronistas y fortaleció la estructura organizativa de la JP, que creó su Mesa Ejecutiva hacia fines de 1959. Ella estaba conformada por cinco secretarios y cinco subsecretarios, entre los cuales estaba Felipe Vallese.

Pero esta creciente organización de la resistencia sería insuficiente para enfrentar la violencia que sobrevendría. Aunque vigente desde noviembre de 1958, el Plan CONINTES (Conmoción Interna del Estado) se oficializó el 13 de marzo de 1960. Frente a un escenario de creciente conflictividad social, el gobierno de Frondizi dispuso la utilización de las Fuerzas Armadas para la represión de conflictos políticos internos y la suspensión de las garantías constitucionales. La persecución política y sindical desplegada desde entonces tuvo un saldo de más de 5.000 presos ilegales.

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Sin embargo, paradójicamente, el plan CONINTES tuvo una consecuencia no deseada: las detenciones generalizadas fortalecieron a la JP al permitir su organización en el orden nacional.

***

En la fría noche del 7 de julio de 1962, un mes y medio antes de su secuestro, Felipe seguramente estaba trabajando en la fábrica TEA indiferente a los acontecimientos que lo conducirían a la muerte. En el corralón de la calle Gascón 257, en la ciudad de Buenos Aires, dos sargentos de la policía bonaerense montaban guardia.

Francisco Raúl Sánchez, un contador de 38 años, había ido a visitar a su madre que vivía al lado del corralón. Cuando dejó de escuchar los tiros y se acercó ya era demasiado tarde: los dos sargentos estaban gravemente heridos, aunque uno de ellos todavía estaba con vida. Sánchez lo montó a su auto y se dirigió hacia el Hospital Italiano, pero el policía murió en el camino.

Las versiones acerca de este hecho son confusas, pero lo que hay que extraer del episodio es que la policía de la Provincia de Buenos Aires responsabiliza de estas muertes a Alberto Pocho Rearte.

Esta falsa acusación es el origen del secuestro de Felipe, de Elvia, de Mercedes y su marido, de Italo y de Rosa. Pero también del contador Sánchez que jamás había escuchado siquiera el nombre de Pocho Rearte. Su única responsabilidad en esta historia fue haber escogido un mal día para visitar a su madre.

***

La corta vida de Felipe Vallese nunca fue fácil: su padre italiano trabajaba a tiempo completo en una verdulería y se las arreglaba como podía para mantener a sus cinco hijos. Su madre estaba internada en un hospital psiquiátrico desde que, desconociendo la prescripción médica que le prohibía tener más hijos, nació a Felipe, quien siempre cargó sobre sus espaldas con esa culpa. A sus 9 años fue internado junto a su hermano Italo en un colegio pupilo en Mercedes en donde permaneció hasta los trece. Fue luego de su regreso a Buenos Aires, jugando a la pelota en la plaza Irlanda, cuando conoció al hombre que cambiaría por completo su destino: Alberto Pocho Rearte.

La corta vida de Felipe Vallese nunca fue fácil

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Después de varios trabajos y de ser expulsado del secundario por su lucha estudiantil a favor de la enseñanza “laica”, con dieciocho años Felipe entró a trabajar en la fábrica metalúrgica TEA en 1958. A los pocos meses de haber ingresado fue elegido delegado gremial, y a través de ese rol consiguió importantes conquistas: pago de horas extras, ropa adecuada de trabajo, etc. Al mismo tiempo, por su cercanía con Pocho Rearte, Felipe se sumó a las luchas de la JP. Su actividad militante se desarrollaba en dos campos al mismo tiempo: la política y la sindical. Jorge Rulli lo recuerda como “uno de esos artesanos sin los cuales sería imposible pensar un proceso revolucionario, que viven para este, que tienen una formación moral muy sólida. (…) Felipe era un tipo de pocas palabras, pero era un tipo de conductas, de esos con los que siempre se puede contar” (4).

El tiempo que le quedaba para su vida privada, Felipe se lo dedicaba a su hijo Eduardo, que para 1962 tenía tres años. El niño vivía con su padre en la casa de Morelos, ya que la familia de la madre –al parecer una joven de 16 años cuya identidad se desconoce– se opuso a que ella lo criara. Tras la desaparición de su padre, Eduardo iniciaría un largo y difícil derrotero que lo alejaría de su verdadera identidad hasta el año 2006.

***

En la madrugada del 24 de agosto de 1962 la caravana de autos que trae a Mercedes, a su marido, a Elvia, a Rosa, a Italo y a Felipe está por llegar al partido de San Martín. Al cruzar la General Paz se detienen en el destacamento policial que está justo en la intersección con la avenida San Martín. El hombre de bigotes se baja y hace las negociaciones y los autos continúan su marcha. Felipe está golpeado pero no siente todavía el dolor. Ya habrá tiempo para eso.

Después de bordear la General Motors, doblan por 9 de Julio hasta llegar a la comisaría Nº 1. Algún perro ladra cuando pasan los autos.

—¡¿Dónde está Rearte?!

La misma pregunta y las mismas torturas castigan a todos los detenidos, recibiendo el silencio como única respuesta.

El jefe de la Brigada de Servicios Externos de la Unidad Regional San Martín, Juan Fiorillo, está a cargo del operativo y comienza a impacientarse.

Tiempo después de haber llegado, –¿horas, minutos?– un preso común alcanza a ver que sacan a Felipe de la Comisaría. Lleva la campera y el pantalón grises. La cabeza cubierta y la sangre salpicando su uniforme de trabajo.

—¡¿Dónde está Rearte?!

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***

Apenas enterados de la situación, la familia, la Juventud Peronista y el movimiento sindical comenzaron a movilizarse. Apenas al día siguiente del secuestro el abogado de la UOM, Fernando Torres, interpuso un recurso de Habeas Corpus. La respuesta del ministerio del Interior no se hizo esperar: “El sumario administrativo arribó a la conclusión de que Vallese no estuvo detenido en San Martín ni en ninguna otra dependencia subordinada a la jefatura de La Plata”. El informe llevaba la firma del subsecretario del interior, Mariano Grondona.

La noticia del secuestro llegó a oídos de Augusto Vandor, secretario general de la UOM, a través del propio Felipe. Desde la comisaría 1º de San Martín en la que se encontraba junto a sus compañeros, Felipe había sido trasladado a la comisaría de Villa Lynch. Allí es donde se lo vio por última vez. En el calabozo de al lado se encontraba detenido Ambrosio Ovidio Brochero, un joven fletero que había caído por un conflicto con un obrero. Felipe le entregó un papelito con su nombre, el teléfono de la empresa TEA y le pidió que se comunique con la UOM. Al día siguiente, cuando Brochero fue liberado, el mensaje fue debidamente entregado.

Pero cuando el Dr. Torres se dirigió hacia esa comisaría, la negativa volvió a repetirse: ninguno de los secuestrados aquel 23 de agosto se encontraba allí registrado. Recién el 3 de septiembre la policía blanqueó su maniobra a través de un comunicado en el que informaba la detención de los secuestrados por portación de armas y panfletos. Sin embargo, Felipe Vallese no aparecía en la nómina. Los demás serían liberados unos días después.

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El reclamo por la aparición de Vallese rápidamente se convirtió en una bandera de la resistencia. “Un grito que estremece, Vallese no aparece” se repetía en los frecuentes actos y pintadas que se realizaban. Cada uno desde su lugar colaboraba con la búsqueda: el artista plástico Ricardo Carpani hizo el afiche con el rostro de Felipe. La CGT le puso su nombre a su salón de actos. El periodista Pedro Leopoldo Barraza llevó adelante con valentía una importante investigación que fue publicada en los periódicos 18 de marzo y Compañero. En 1965, los abogados de la UOM Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde publicaron el libro “Felipe Vallese. Proceso al sistema” denunciado los hechos con minuciosidad. Pero todos estos esfuerzos fueron insuficientes. Sólo algunos de los policías involucrados en el operativo fueron condenados por la pena de “privación ilegítima de la libertad”. No fue este el caso de Fiorillo, que apenas estuvo detenido un tiempo.

Juan Fiorillo, fallecido en su casa en mayo de 2008, como integrante de la Triple A se cobraría su venganza contra el periodista Barraza fusilándolo impúdicamente. Juan Fiorillo participó del secuestro de la beba Clara Anahí Mariani en La Plata en noviembre de 1976. Juan Fiorillo secuestró, torturó y desapareció personas en el centro clandestino que funcionó en la comisaría quinta de La Plata. Juan Fiorillo fue el responsable de uno de los primeros desaparecidos políticos de nuestra historia reciente.

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