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20 de junio 2018

Mariano Schuster

UN LUGAR EN EL MUNDO

Tiempo de lectura: 8 minutos

Lo decían los carteles, lo decían las proclamas y lo decían ellos: “Más que una salida electoral es una entrada a la vida”. La frase, tan breve como contundente, resumía el espíritu de un tiempo. La transmitían, claro, unos hombres que llevaban saco y corbata porque quizás la democracia viniese así, con tanta seriedad como entusiasmo, dejando atrás los uniformes verdes y las ridículas maneras de los tiranos. Esos hombres, que hoy ya no nos parecen antiguos sino ajenos a este mundo, llevaban la Constitución en la mano y el Preámbulo en la boca. Tenían un decálogo de políticas posibles y otro de buenas intenciones. Parecían – con todas sus contradicciones – portadores de una esperanza anhelada que no distinguía entre partidos políticos.

Raúl Alfonsín apretaba sus manos en señal de fraternidad, como indicando que era así, “todos juntos”, como finalmente abriríamos la anhelada puerta de la “entrada a la vida”. Una puerta esa que no sabíamos muy bien a donde conducía pero que, igualmente sabíamos no debía cerrarse, porque la otra – la de las dictaduras – no debía volver a abrirse jamás. La paz sobre las armas, la democracia sobre la dictadura, los derechos de todos frente a los privilegios de una casta de criminales. La puerta de la entrada a la vida era, por supuesto, la de la justicia para los desaparecidos, la que decía Nunca Más, y la que indicaba, al fin, que cuando por fin pusiésemos la llave, entraría un aire fresco que nos conduciría a ese mundo de libertades que es la democracia.

Parecía ingenuo pero necesario: se necesitaba un hombre que, desde la Argentina que salía de la dictadura y de la locura de Malvinas, hablase de tranquilidad.

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Entrábamos a la vida, pero teníamos que entrar también al mundo. Levantando un poco la cabeza, diciendo “acá estamos”, “aquí nosotros, desde el culo del mundo, tenemos algo para decir y para hacer”. Pero para meterse de lleno, para zambullirse con todo en ese quilombo internacional, se necesitaba un tipo capaz de hablar con ese mundo todavía entrampado en la Guerra Fría en el que las barras y las estrellas y las hoces y los martillos pujaban por el dominio de todos los rincones. No olvidemos: todavía existía la Unión Soviética, en Asia y África gobernaban dirigentes descolonizadores, había algo llamado “Movimiento de los No Alineados”, Palestina era dirigida por Yasser Arafat, en Yugoslavia – que ya empezaba a desmembrarse – todavía vivía el espíritu del Mariscal Tito, y acá por estos lares, subsistían dictaduras como las del General Pinochet o Alfredo Stroessner mientras otros países, como Uruguay o Perú, comenzaban a desandar también el camino hacia la democracia.  Se necesitaba, para entendernos, un hombre que pudiera discutir con un mundo que era un polvorín. Un mundo en el que seguían habiendo carreras al espacio, en el que se discutía el desarme nuclear mientras se irradiaba todo Chernóbil, en el que Gaddaffi gobernaba Libia con su Libro Verde y en el que Saddam Hussein guerreaba con Kuwait después de perpetrar el genocidio kurdo. Se necesitaba un hombre emparentado con los que querían algo mejor. Un hombre que entendiese de que iba eso que los soviéticos iban a llamar perestroika,que entendiera lo que pasaba en Polonia con el movimiento Solidaridad, que supiese interpretar la mancha de la cabeza de Gorbachov, y que pudiese asociarse con Europa y plantase, con diferencias pero también con acuerdos, a Estados Unidos. Se necesitaba a alguien que intepretase a la Nicaragua sandinista y que pudiese tirar un cable para dialogar con la Inglaterra de la Dama de Hierro. Uno que pudiera formar parte de ese eje que ya convocaban los Mitterrand y los Felipe González, y que alentaban como padres fundadores, Willy Brandt y Olof Palme. Parecía ingenuo pero necesario: se necesitaba un hombre que, desde la Argentina que salía de la dictadura y de la locura de Malvinas, hablase de tranquilidad. El eje de su politica exterior fue la proyección hacia afuera de lo que Alfonsin perseguía adentro: la consolidación y mantenimiento de la democracia. La totalidad de sus acciones como Canciller tuvieron siempre ese norte en mente, e incluso la política de ayuda a la oposición chilena partía de la convicción geopolítica de que la Argentina no podría sobrevivir sola como una isla democrática en un mar autoritario. Una mixtura de razón y convicción, de interés e ideología.

Caputo copia

 

Para “entrar al mundo” no había nadie mejor que ese señor de gafas enormes, nariz prominente y bigotes que parecían una mezcla de los de Alfredo Palacios, Dalí y Gustavo Adolfo Becquer. Pocos lo conocían entonces, pero a Dante Caputo ya le debíamos algunas cosas. Doctorado en la Sorbona y fogueado en la diplomacia de la OEA, aquel dandy tanguero había fundado, en 1976, un centro de estudios decidido a pensar por y para la democracia. Era el CISEA, una institución tan comprometida con el futuro que tenía en su seno a figuras como Jorge Roulet, Jorge Sábato y Néstor Lavergne. Junto al CEDES – un centro de estudios formado por Oscar Oszlack, Guillermo O´Donnell, Elizabeth Jelin, Horacio Boneo y Marcelo Cavarozzi -, el instituto ideado por Caputo fue una cuna de ideas contra la dictadura y dispuesta a pensar un país de derechos y libertades. Opositor a la Guerra de Malvinas cuando pocos levantaban la voz contra lo que casi todos llamaban “gesta”, Caputo era consciente del delirio. Se transformó, ya antes de la llegada del gobierno democrático, en parte del círculo de Alfonsin. Tomó un ministerio de relaciones exteriores que tenía todavía olor a pólvora. La habían dejado en el aire César Guzzetti, Carlos Washington Pastor, Oscar Camilión, Nicanor Costa Méndez y Juan Ramón Aguirre Lanari, todos hombres de la dictadura. El Ministerio de Relaciones Exteriores también tenía que “entrar a la vida”.

Opositor a la Guerra de Malvinas cuando pocos levantaban la voz contra lo que casi todos llamaban “gesta”, Caputo era consciente del delirio.

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Dante Caputo era radical. Alfonsinista. Pero era también, o al menos eso parece a la distancia, uno de esos hombres de los ochenta que mezclaban cultura, erudición, calle, y mundo. Una suerte de cosmopolita que se emparentaba bien con los socialdemócratas de Europa, y que podía sentarse a debatir con los conservadores yankees y los burócratas del Este. En ese tiempo, un Canciller era eso: una persona que buscaba para su país “un lugar en el mundo” – Adolfo Aristarain dixit– y no solo un mercader dispuesto a vender soja y a importar electrodomésticos. Había que saber de diplomacia y de política, había que saber de ideologías y había que poder “hablar” un idioma que no era solo el de la guita.

caputo felipe copia

Su famoso debate con Vicente Saadi sobre lfirma del Tratado de Paz y Amistad entre Argentina y Chile en 1984 catapultó su imagen. Y no es casual. Saadi, que lo acusó de “traición a la patria”, acabó comiéndose sus dichos cuando solo diez días más tarde, en un plebiscito, la ciudadanía apoyó el tratado con el 81% de los votos. No debió ser fácil conseguir ese acuerdo: implicó que un demócrata cabal como Caputo negociara con la dictadura de Pinochet. Pero el principal triunfo de Caputo no fueron los objetivos conseguidos “para la Argentina” – el comienzo de desarrollo del Mercosur, la paz con Chile, y la integración del país al Grupo de Río – sino que la Argentina misma estuviera en el mundo. Ubicar a un país lleno de pólvora, conocido internacionalmente por masacres y torturas de los militares, como uno de las naciones democráticas del mundo y dispuestas a discutir una agenda global de importancia: ese fue su logro. Era un canciller que podía estrecharle la mano a Andréi Gromyko y a George P. Shultz, discutir por igual con Felipe González y con Muammar Gaddafi. E incidir directamente en el traslado de la sede de la Asamblea General de la ONU a Ginebra para que Yasser Arafat, el líder palestino, pudiese hablar ante los miembros de la organización. Como resumió Raúl Alconada, su compañero en el Ministerio: “Fuimos una nación No Alineada autentica, y tuvimos buenas relaciones con Estados Unidos y la Unión Soviética; fuimos latinoamericanos realmente, y mejoramos la relación con la Unión Europea. Sin claudicaciones, fiel a los principios de nuestra política exterior; sin exabruptos ni excesos, tal como debe hacer una república”

En ese tiempo, un Canciller era eso: una persona que buscaba para su país “un lugar en el mundo” – Adolfo Aristarain dixit- y no solo un mercader dispuesto a vender soja y a importar electrodomésticos.

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En esos años locos que fueron los ochenta , Caputo desfiló por los más diversos programas. Y una vez cayó en Radio Bangkok, el programa de la Rock and Pop en el que el país rejuvenecía con Lalo Mir, Douglas Vinci y Bobby Flores. Este último contó alguna vez una anécdota que marca quién fue verdaderamente Dante Caputo.

“Fue una época en la que estábamos muy de moda, y los políticos querían venir, aunque sabían que los íbamos a verduguear. Caputo daba muy para la joda; ya en televisión lo imitaba Mario Sapag, estaba bueno como invitado. La cuestión es que vino y se sentó al lado mío, en medio de la charla yo le hice un chiste medio pelotudo que ni siquiera me acuerdo y se rieron todos. Cuando fuimos al corte, Caputo me abrazó muy cariñosamente, y me dijo: “Mira, Bobby Flores, ¿qué estabas haciendo el lunes a las 2 de la tarde?”. “Salí de acá y me fui a comer a La Boca con dos amigos, ¿por?”, le contesté. “Porque yo el lunes a las 2 de la tarde estaba discutiendo el desarme de Irán con Khadafi y se me puso bravo, terminamos como a las 9 de la noche. No tengo ganas de discutircon vos también”. Me dio una lección que aprendí para toda la vida: no te hagas el gracioso al aire en tu programa pedorro, porque hay cosas importantes en serio. El tipo me cagó a pedos pero con mucha altura. Ahí me di cuenta de que yo era un pelotudo.”

Ahora, habrá quienes critiquen a Caputo como parte de un gobierno radical que, como todos, tuvo sus luces y sus sombras. No es extraño. Con la misma operación han actuado siempre quienes esperan de la política la Arcadia Feliz y solo aceptan errores cuando son los propios – para negarlos convenientemente-. Pablo Touzón lo apuntó correctamente: “Hay quienes para agrandar su relato necesitan achicar la historia argentina”.

caputo alfonsin copia

Caputo siguió en política después de la caída del gobierno de Alfonsín. Pero ya nunca recuperó la centralidad de esos años. Pasó por las filas del Frepaso y por las del Partido Socialista Popular, desde la que compitió en la interna con Aníbal Ibarra para la intendencia de la ciudad de Buenos Aires. Solo ganó en un barrio: La Boca. Fue un sabor amargo pero nostálgico, con el espíritu del tango que amaba.

Mirando hacia atrás, hay algo que hace de Caputo un hombre de la mejor política. Esa a la que ahora muchos sindican como “vieja”. Sabrina Ajmechet apuntaba que produce pena su muerte, pero más aún “el estado de la política actual, en el que un tipo como Caputo no era valorado, no era escuchado, no era tenido en cuenta porque representaba la vieja política”. Esa vieja política no era otra cosa que lucha y pacto, que combinación de la ética de la convicción con ética de la responsabilidad, no era más que compromisos grandes (y también pequeños), que ambiciones públicas que no negaban las personales.

Mirando hacia atrás, hay algo que hace de Caputo un hombre de la mejor política. Esa a la que ahora muchos sindican como “vieja”.

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Todos nosotros, viejos, jóvenes y niños, somos hijos de los ochenta. Somos hijos de una democracia que fue y que pudo ser más. No deberíamos avergonzarnos por no haber conseguido todo aquello que deseábamos. En definitiva, conseguimos el orden democrático e institucional que nos permite seguir ilusionándonos con otro futuro. En el camino, vimos como los mejores daban paso a los peores. Vimos cómo la política – un arte de lucha y de pacto – se transformaba apenas en un mercadeo de candidatos de probada ignorancia, un espacio de consignas más que de ideas, una arena de degradación, management y chamuyo.

Frente a esa política pretendidamente nueva, hubo hombres como Dante Caputo. Reivindicar su papel no debe ser un ejercicio de melancolía sino de proyección futura. Hace treinta y cinco años abrimos la puerta de la entrada a la vida. Y tuvimos “un lugar en el mundo”. Será mejor no olvidarlo.

 

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Comentarios

  1. Alberto

    el 22/06/2018

    Genial el artículo y muy grande su protagonista lástima que como siempre los argentinos venimos como la cola del perro a lo ultimo

  2. Roberto Vila De Prado

    el 23/06/2018

    En la listas de fundadores del CISEA se omitió a Jorge Roulet.

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