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14 de enero 2016

Luis Diego Fernández

Doctorando en Filosofía (UNSAM), Licenciado en Filosofía (UBA). Profesor @UTDitella y Freelance Investigador (CIF) - Ensayista

UN PORNÓGRAFO ERUDITO

Tiempo de lectura: 6 minutos

“Massera desarrolló desde temprano una intensa relación con las cosas, y se fue volviendo un personaje fuertemente posesivo y acaparador que identificaba la posesión física con el poder, y el poder con la posesión física. La asociación entre sexo y poder quedará subrayada más tarde hasta el absurdo”.

Claudio Uriarte, Almirante Cero

Claudio Uriarte (Buenos Aires, 1959-2007) sólo publicó un libro que edificó su propio mito: Almirante Cero (1992). Como señala Alejandro Horowicz en el prólogo a la reedición, no es “la peripecia personal de un marino amoral”, sino la historia del Proceso. Historia narrada con extremo rigor y esteticismo, relato de espanto irónico que no escatima asco y risa por igual. La pluma de Uriarte deja en evidencia su refinamiento y cierto talante burlón al retratar su “Quiroga” como un individuo en busca de un poder a veces en situaciones absurdas y despreciables, en definitiva, un arribista, megalómano y miserable no exento de inteligencia y agudeza. Uriarte describe a Emilio Eduardo Massera –“el negro”- como un transgresor constante, alguien en fuga perpetua: un marino que se parecía a un militar, pero, a la vez, un militar con alta dosis de intelectualidad.

Los placeres de Massera ocupan un lugar en el capítulo veinticinco del libro, allí la pintura de Claudio sobre el Almirante lo dibuja como “un gran donjuán, impulsado en parte por su voracidad adquisitiva y la fuerte relación que tendía a establecer entre el sexo y el poder”. Precisamente, esa serie de deseo y política fue algo también evidente en el pensamiento de Uriarte.

No ocultada sino todo lo contrario, la vida íntima de Massera es revisada: su bamboleo entre el narcisismo y la inseguridad, la manipulación de sus mujeres y su aspecto moreno, cetrino –sus baños de sol-, su afición al whisky con salamines, sus romances con Graciela Alfano (“una muchacha alta y bien proporcionada, de facciones bellas, piel blanca y cabellos rubios”), Martha Lynch (“intelectual inteligente, extrovertida y audaz”, amante de Frondizi y suicida) y Martha Rodríguez McCormack, a quién conoció en una fiesta a fines de 1975, que fue su relación más intensa. El machismo rudimentario de Massera, su don de latin lover, se resumía en la frase dicha por uno de sus allegados y que Uriarte transcribe: “El poder es en él un instinto sexual”. Quizá ese poder libidinal lo haya colocado en un lugar diferencial de sus otros adláteres: el militante católico Videla –que carecía por completo de ambiciones políticas personales- o la ebriedad de Galtieri. En todo caso, Massera es construido por Uriarte como un sensualista que “reclamaba lo mejor”: bebía champán, scotch, degustaba foie gras, mariscos chilenos y tenía una extraña pasión por las heladeras último modelo.

Massera es construido por Uriarte como un sensualista

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Haciendo pie en esa carga erótica de su personaje, resulta memorable en el mismo sentido aquella edición de la revista El Amante (n° 29, julio, 1994), donde Uriarte publicó un brillante artículo señalando las virtudes de la pornografía en detrimento del erotismo light, suavizado y bajas calorías. Esta defensa del cine condicionado recalaba en doce atributos pacientemente numerados por el autor, a saber: el sospechoso consenso mayoritario en favor del erotismo, un otro definido y tangible, la cualidad maquinal, la soledad, la calidez de los deseos inconfesos, la incorporación del espectador, la autenticidad, la masturbación como práctica sexual legítima y no vergonzante, la educación sexual en las escuelas, el lugar común de la explotación de las mujeres, la debilidad (trama argumental) como su fortaleza (la crudeza), las dos corrientes estéticas (norteamericana vs. europea) y la defensa de la segunda por su mayor transgresión.

La pornografía era pensada al modo de Claudio como una máquinaria de asalto a los sentidos; efecto estético y, sobre todo, rescate del cuerpo que era valorado en términos incluso morales; en ese sentido el erotismo se tornaba su hermano mentiroso y falsario:

“El porno, pese a la ajenidad y el anonimato que supone su rol instrumental, es también lugar de gran calidez (lo que debería ser obvio, ya que después de todo su objetivo es provocar la “calentura”). El erotismo, al estilizar y sublimar seudoartísticamente el sexo, le aporta una cuota mortal de frialdad. El erotismo puede excitar, pero solamente lo socialmente autorizado; la pornografía, en cambio, opera en la cloaca de los deseos ocultos e inconfesos, y su mismo consumo se envuelve de una protectora clandestinidad, que de algún modo cumple el papel imprevisto de restaurar lo privado en un mundo donde esto ya es ilusorio. El erotismo es la pornografía de los hipócritas, cuyo miedo no es tanto a la opinión social, sino a los incontrolables fantasmas que la pornografía verdadera podría convocar.”

La pornografía de este modo es leída por Uriarte como una prueba de autenticidad contra la hipocresía, en esta dirección, su cualidad brusca, chocante y grosera frente al erotismo relamido y kitsch es un mérito no solo estético sino ético: lo realmente ocurrido frente a lo fingido. A su vez, para Uriarte la pornografía denunciaba la normatividad escondida en los movimientos de liberación sexual de los sesentas que reemplazaron ciertos dictados por otros pero siempre vieron a la masturbación como un mero sustituto y auxiliar imperfecto de la sexualidad. Para Uriarte: “una liberación sexual auténtica debería defender el derecho a la masturbación como opción sexual, así como a la falta de todo sexo”.

La pornografía de este modo es leída por Uriarte como una prueba de autenticidad

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Pero la reflexión del escritor iba más allá al plantear que la pornografía era infinitamente más benéfica para los adolescentes que el cine gore y sangriento, señala el autor: “la pornografía, en comparación, es un entretenimiento inofensivo, y podría reemplazar las clases de educación sexual en las escuelas”. Nuestro autor también avanza en su crítica al cliché de la explotación femenina y la supuesta degradación de las mujeres en la industria condicionada a la que califica como “insostenible y absurda” y señala con tino: “tampoco podemos saber si las mujeres participantes nunca disfrutan de los actos en que son filmadas”.

Un último foco de reflexión se centra en un análisis detallado de las múltiples estéticas del cine pornográfico, lo que revela un conocimiento extenso por parte de Uriarte. Allí percibe que la debilidad del género, su trama argumental, es lo que lleva al cine condicionado a caer en el recurso trillado de la novela de iniciación en diferentes claves: Garganta profunda (comedia), El diablo en Miss Jones (tragedia) y Detrás de la puerta verde (liberación sexual sesentista). Sin embargo, para Uriarte una mayor sofisticación argumental antentaría contra la quintaesencia pornográfica: la crudeza.

Man Ray, Kiki, Violon d`Ingres/La Violon d`Ingres, 1924; Museum Ludwig, ML/F 1977/0648

Dentro de la pornografía occidental Claudio distingue dos grandes corrientes estéticas: la estadounidense y la europea. Su preferencia es por la segunda, en especial por las producciones francesas, deplora del cine pornográfico californiano al que ve, a mi juicio de un modo reduccionsta y falaz (no puedo ocultar mi preferencia norteamericana), como “una sucesión de acoplamientos mecánicos en sets hiperiluminados”. Uriarte señala: “la pornografía francesa ofrece no solamente mayor calidad de filmación y regodeo visual sino argumentos, personajes y situaciones que, al integrar los actos en historias de perversión y transgresión, potencia su efecto”. Finalmente, de modo genial, sentencia: “Cada cultura tiene la pornografía que se merece, o al menos la que se le parece. La pornografía, como medio comunicación, parece el inconsciente sexual colectivo de la sociedad”.

Si la afirmación de Uriarte es certera como efectivamente lo creo, la pregunta que cae de maduro es: ¿por qué nuestra pornografía es tan exigua, pobre, estéticamente bizarra, kitsch, mal filmada y poco atractiva? ¿Nuestro inconsciente sexual colectivo es tan lamentable o, peor aún, tan inexistente? Creo que en todo caso esa precariedad pornográfica local bajo los estándares franceses o californianos deja al descubierto que los argentinos tenemos otra tradición en la representación del deseo que inexorablemente lo enlaza con la política. Algo que el propio Uriarte prácticó al saltar de su biografía de Massera (1992) a este análisis del cine condicionado (1994). El tratamiento literario del deseo en la Argentina suele aparecer en tensión irreductible con la política; al igual que Uriarte lo vemos en Eugenio Cambaceres, Raúl Barón Biza, Osvaldo Lamborghini, Néstor Perlongher, Sebreli o Copi. Dandis, locas, travestis y putañeros son nuestros pornógrafos dilectos. Será que el Estado siempre nos coge en la Argentina: la libido fluye a su centralidad de modo unívoco.

Claudio Uriarte fue un aristócrata de izquierda que parecía poner en práctica una ética electiva así como un gusto estético y político formado con extrema precisión. En eso Uriarte merece el lugar de dandi de izquierda, lo primero por la rebelión individual, estética más que política; lo segundo, porque no hay en él nada de conservador, sino, por el contrario, subversivo y sarcástico. Uno de sus tantos rostros era el de un pornógrafo erudito que señalaba el valor del cine hardcore al mismo tiempo que tallaba los costados libertinos de la figura de Massera, un prisma en el cual Uriarte se veía implantado obsesivamente –e identificado, mal que le pese- por el lazo de poder y sexualidad (sus obsesiones). Pornopolítica, según la expresión de Osvaldo Lamborghini. En la página 169 de Almirante Cero, dice: “los hombres y sus cuerpos físicos tendían a convertirse en los escenarios concretos de esa lucha”.

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