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04 de julio 2020

Luciano Chiconi

UN SONIDO CONOCIDO

Tiempo de lectura: 8 minutos

Menem presidente: el padre de un orden. Una sustancia política bastante posterior a la recuperación de la democracia, que se comenzó a fraguar junto con las primeras crisis y decepciones que la sociedad vio en ella. Menem presidente ya es distinto del Menem de la interna con Cafiero, del Menem renovador de los años iniciales del refresh peronista de los ochenta, del Menem gobernador que imitaba Mario Sapag, del Menem detenido en Las Lomitas, del Menem filomontonero del ´73. Menem fue quizás el político peronista que mejor intuía cada viento nuevo de representación que planeaba sobre la sociedad y también fue el primero en detectar cuando ese viento se transformaba en brisa y dejaba de soplar. 

Ese vanguardismo pragmático lo depositó en la presidencia, pero eso no significó que su trayectoria peronista no haya sedimentado convicciones: Menem creía en la Renovación, creía en el peronismo como un partido profesional de cuadros que tomara por asalto el Estado (la nueva columna vertebral posmoderna del PJ) y desde allí construyera el lenguaje de la nueva hegemonía democrática. Antes que cualquier otra cosa, el menemismo fue el fenómeno de poder que conectó al peronismo con el Estado después de trece años con otra sociedad, otra política, otro mundo, otras expectativas. Otra historia.

Volvemos: el primer día de Menem presidente ya es distinto de todos los Menem previos. 1989: el peronismo tiene que construir un orden sobre una base de hiperinflación, alzamientos militares (con cada vez más adhesión de la suboficialidad) y el Muro de Berlín tambaleándose. La foto de un peronismo de centroizquierda que había debatido la Renovación durante años ya no tenía una economía que ofrecer a la coyuntura argentina y se volvió vieja. Se podría decir que Menem desbarató esa dimensión ideológica y se quedó con el activo más potente del triunfo renovador: un partido preparado para representar a la clase media. Un partido preparado para entender el Estado. Un partido preparado para consolidarse como corporación política frente a otras corporaciones. Un partido del orden.

el menemismo fue el fenómeno de poder que conectó al peronismo con el Estado después de trece años con otra sociedad, otra política, otro mundo, otras expectativas. Otra historia.

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Menem percibió también el fin de la densidad movimientista del peronismo. La movilización sindical que había sido eficaz para vetar a la dictadura y al alfonsinismo, no sumaba representación “adicional” para mantener al peronismo en el poder. El menemismo sería una expresión institucional clara de la puja sorda entre la corporación política y la corporación sindical que luego el peronismo encarnaría hasta nuestros días, basada tanto en la puja distributiva como en una memoria histórica de origen que consideraba que la salida del poder del peronismo en los setenta se debió a la incapacidad del peronismo político para maniatar al peronismo sindical, lo que derivó en el Rodrigazo.

Menem asumió el poder consciente de ese déficit de movilización silvestre que había minado al viejo peronismo por “el triunfo” del Proceso, pero todavía más por un contexto inmediato, tanto económico como cultural, en el que la novedad democrática alfonsinista había agotado todas las “plazas” posibles, desde la más exitosa del ’83 hasta la más defensiva del levantamiento de Seineldín en 1988. En ese sentido, el peronismo menemista llega al poder con la cautela estética de quien entra pisando un campo minado, con la convicción de que a la sociedad “no se le podía pedir nada más” que lo que documentaron las urnas. Si el mecanismo (y la palabra) de la construcción política de Alfonsín había sido el consenso, la crisis barrió con esas pretensiones y puso en el eje de las necesidades estatales de Menem la noción de orden. Inclusive mucho antes de declararse neoliberal, la prueba de fuego para la identidad política del menemismo fue construir una normalidad social sin masas en la calle. Que con el Estado y la representación alcanzara. En esa “soledad del poder” radicaba el mensaje de autoridad que pedía la sociedad, y la movilización empezaba a ser vista como un síntoma de debilidad. 

Inclusive mucho antes de declararse neoliberal, la prueba de fuego para la identidad política del menemismo fue construir una normalidad social sin masas en la calle. Que con el Estado y la representación alcanzara.

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Este mensaje también tuvo efectos hacia adentro del peronismo. La llegada del menemismo al poder terminó de coser un desplazamiento del encuadre militante: de la movilización al aparato, del hobby al trabajo, de la fábrica al municipio, de la fiesta callejera de los ’70 al sacrificio barrial de los ’90, de las paritarias a los planes sociales, del delegado sindical al dirigente fomentista. Hugo Curto: de dirigente regional de la UOM a intendente de Tres de Febrero. Una burocracia del territorio que la única canción que escuchaba era la balada de la contención social y que, para horror de los ortodoxos, hacía su negocio hegemónico (y dotaba de gobernabilidad a Menem) en cierta despartidización a favor del Estado que se transformó en la clave del éxito de la militancia peronista moderna durante los años del “partido del orden”. Duhalde les decía a las manzaneras: no digan que son peronistas, aunque todo el mundo sepa que lo son.

El menemismo fue el primer peronismo de mayoría silenciosa. Se fortaleció a medida que el sonido de ese silencio crecía y lo consolidaba como hecho maldito de la política democrática. No es casual que los dos balcones de Menem coincidan con la incertidumbre de los inicios de su gobierno. El primer balcón, el de la asunción, destaca por la calma tensa; nadie sonríe, Menem metía la diatriba anímica de un padre a sus hijos, prometía el paraíso arriba del polvorín, la efervescencia de la plaza se parecía más a un ultimátum que a una ofrenda. Es un balcón que comulga con la masa justo en el único punto posible: eludir el triunfalismo de la victoria en la especulación lúcida de que esa alegría era solo de la clase política. 

El otro gran balcón de Menem fue la Plaza del Sí del 6 de abril de 1990. Una plaza urgida por una autoridad sin resultados, por una soledad del poder que no carburaba y fue leída por la oposición como falta de apoyo al gobierno. La plaza del Sí fue la plaza de la clase media que Menem necesitaba para ganar tiempo, la plaza a-partidaria que mejor anticipaba el sonido de ese apoyo silencioso que se fraguó entre fines de 1990 y principios de 1991, cuando la fórmula del poder menemista (Estado + representación – calle) cuajó ante dos hechos clave: el alzamiento carapintada del 3 de diciembre de 1990, donde alcanzó con la negativa de Menem a negociar y la represión infernal de Balza para derrotarlo, y donde el peronismo intuyó que debía contrastar con el alfonsinismo y no acudir a la sociedad ni paralizar el país para fortalecer su posición política. Ni balcón ni plaza: la primera aparición pública de Menem después de la represión a los carapintadas fue en el programa Almorzando con Mirtha Legrandpor el canal estatal, donde minimizó los hechos pero también dejó al pasar una frase que luego la historia respaldaría: “mire, Mirtha, episodios como éste no se van a volver a repetir en la Argentina”.

El otro hecho basal que galvanizó al menemismo como un peronismo de masas silenciosas fue, obviamente, el plan de Convertibilidad. Un plan que confirmó la liberalización de la economía, la llegada de las multis y que barrió todo su atraso cambiario abajo de la alfombra del uno a uno hasta no dar más. Pero la Convertibilidad no fue solo un plan económico neoliberal, o mejor dicho: fue el plan económico más cultural de la historia argentina.

El menemismo fue el primer peronismo de mayoría silenciosa. Se fortaleció a medida que el sonido de ese silencio crecía y lo consolidaba como hecho maldito de la política democrática

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¿Cuál era la relación de la sociedad con el consumo antes del menemismo? La “plata dulce” del Proceso fue un síntoma efímero del que se beneficiaron los estratos más altos de la clase media. La propia película homónima de Fernando Ayala lo refleja parcialmente: al final de la aventura, Arteche se salva y Bonifatti se cae. La economía alfonsinista sostendría esta tendencia cada vez más marcada hacia una estratificación clasista del consumo. Los pobres y la clase media baja no se pueden comprar electrodomésticos, no pueden destinar gastos estables en ocio y entretenimiento. Solo la clase media-media le podía pagar un colegio privado a los hijos, pero no se podía comprar una casa. La clase media baja no se podía comprar un auto, y junto con la clase baja no se podían comprar zapatillas de marca. Los que no se pudieron comprar un televisor color en 1980 ya no se lo pudieron comprar hasta 1992-93. 

El menemismo, a caballo de la ficción del uno a uno, recalibró el vínculo cultural de la sociedad con el consumo, disolvió algunas de esas estratificaciones y mezcló todo un poco. Ese rasgo “peronista” de la Convertibilidad le “empató” al peso de la macroeconomía liberal (flexibilidad laboral, privatizaciones, éxodo a la economía de servicios) en el plano político y nuevamente para horror de los ortodoxos, desplazó la noción doctrinaria de bienestar hacia el eje del consumo como la única variable “justicialista” posible de la economía posmoderna. La calidad de vida era la calidad del consumo.

Pero la Convertibilidad no fue solo un plan económico neoliberal, o mejor dicho: fue el plan económico más cultural de la historia argentina

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De acuerdo a la pretensión central de la Renovación, el menemismo profundizó la hegemonía del peronismo político dentro del partido (el grossismo en la Capital, el duhaldismo en la PBA, el delasotismo en Córdoba, la Lista Naranja en Mendoza) pero a su vez inició una política de control nacional partidario que buscó disminuir la densidad del partido en la toma de decisiones tal y como lo habían pensado los renovadores. Para Menem, la reforma del Estado suponía la oportunidad de fortalecer al peronismo como corporación política. El diagnóstico de la dirigencia peronista de la época era claro: uno de los problemas del régimen democrático era la falta de una corporación política fuerte. Para construirla, había que hacer política con el Estado y no con el partido. Después del error de permitir el vandorismo empresarial de Bunge y Born en el gobierno que desembocó en la hiperinflación de 1990, Menem entendió que inclusive para imponer una política liberal de apertura a las empresas necesitaba una robusta autonomía política en la toma de decisiones. 

Aquí nace la noción del peronismo como partido de poder. El peronismo no ya como un simple partido de militantes, sino como un agente político más amplio y difuso con capacidad para pujar y pactar con empresarios, sindicalistas, familia judicial, servicios de inteligencia, medios de comunicación, fuerzas de seguridad, en honor a la gobernabilidad. En ese sentido, el menemismo dejó una hoja de ruta: la organización de una justicia federal afín al siga-siga de la política en la que se fundían la impunidad con la ética de la responsabilidad, una política de planes sociales que recogía para el Estado aquello que el sindicalismo iba dejando por el camino, un Cavallo que puso ciertas distancias con el capitalismo asistido en su batalla personal por lograr un “neoliberalismo en serio”, la disputa de Menem con Clarín. Parte de la hegemonía futura del peronismo surge de la recopilación de esas micropolíticas palaciegas que le transfundían la savia a la estabilidad económica, y presentaban a Menem ante la sociedad como un tipo que “manejaba las cosas” sin meterse en sus nuevas libertades de consumo.

Menem, el padre de un orden peronista sin épica, ¿sin audiencia?, sin libros, sin plazas, con la militancia yendo del trabajo a casa. Inusualmente, el peronismo no estaba en los lugares clásicos de la política ni de su propia historia, pero no se podía dejar de percibir que el sonido de una mayoría silenciosa, sin bombos ni marchita, lo acompañó durante diez años.

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Volvemos otra vez: Menem, el padre de un orden peronista sin épica, ¿sin audiencia?, sin libros, sin plazas, con la militancia yendo del trabajo a casa. Inusualmente, el peronismo no estaba en los lugares clásicos de la política ni de su propia historia, pero no se podía dejar de percibir que el sonido de una mayoría silenciosa, sin bombos ni marchita, lo acompañó durante diez años. ¿De dónde salía ese sonido? Quizás el error del pensamiento progresista de la época fue buscarlo en los lugares donde la vieja política acostumbraba a medir sus fuerzas. Porque ese sonido se oía en otro lado: en el rating de Telefé, en las vacaciones en Florianópolis, en el primer cd de música que compramos, en el primer casorio cheto en que sonó Movidito-movidito de Sebastián, en la primera tanda de cobros del Plan Trabajar, en la pendejada que zafó del servicio militar obligatorio. El menemismo estaba en el aire. 

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