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08 de febrero 2021

Roque Farrán

UNA FILOSOFÍA DEL DESEO Y LA POTENCIA

Tiempo de lectura: 7 minutos

1. De repente, tuve la siguiente impresión: cuando alcanzamos cierta intensidad en la conexión con nuestro deseo, empezamos a resonar con otros que se encuentran en igual trance, el problema es que no hay ningún rasgo en nuestras vidas, hábitos o prácticas cotidianas que nos permita pensar que tenemos algo en común, es más, a veces hasta nos molesta cómo se conduce el otro (las redes no hacen más que multiplicar ese malentendido habitual que antes corría por cuenta exclusiva del chisme); sin embargo, resonamos a la distancia, vibramos parecido, nos llama la atención el gesto del otro. Nos falta crear el lenguaje para acercarnos y componernos, cultivar una confianza que no se evalúe en términos de parecidos o autosuficiencias, sino en la insistencia de gestos liberados y potentes, fuera de los círculos de legitimación, actos titubeantes pero decididos. La filosofía es una práctica que apunta a escuchar ese deseo múltiple y variado, su apuesta e insistencia.

2. Filósofx es quien capta la subjetividad de una época en todas sus dimensiones y contradicciones inherentes, porque la vive al extremo de su fragilidad y experimenta sus límites; quien avizora líneas de fuga o transformación de la misma a partir de la creación de conceptos; quien ensaya la composición de nuevos campos de existencia en la materialidad de las prácticas preexistentes, como un suplemento aleatorio de sentido que puede ser puesto en uso a partir de ellas: invertido, revertido, divertido. Filósofx puede ser cualquier sujeto, por supuesto. Y si tiene que conocer algo de la historia de sus predecesores, es para entender las operaciones que se hicieron en otros sitios y momentos, no para deducir ninguna teleología o principio inmanente de ordenación de los saberes; no para ostentar un saber enciclopédico que aplasta la singularidad de los acontecimientos y transformaciones subjetivas en curso. Filósofx es ante todo quien responde a su tiempo sin abismarse en él, porque ha tomado cierta distancia del resto y los ideales.

3. Desear que los otros deseen lo mismo que deseamos, o desear lo mismo que los otros desean, siempre me pareció una verdad muy difícil de asumir para nuestra espontánea conciencia autonomista o nuestra endeble idea de libertad. No obstante, es indispensable que nos reconciliemos con esta verdad ontológica acerca de cómo nos constituimos en relación a los otros, al menos si queremos alcanzar una libertad consistente con nuestra esencia deseante. Spinoza advierte que no hay con que darle a los afectos, la diferencia la hace el uso de la razón, no el negar o desconfiar de lo que nos afecta: “Por ejemplo, al mostrar que la naturaleza humana está dispuesta de manera que cada cual apetece que los demás vivan según la propia índole de él, vimos que ese apetito, en el hombre no guiado por la razón, es una pasión que se llama ambición, y que no se diferencia mucho de la soberbia, y, en cambio, en el hombre que vive conforme a dictamen de la razón, es una acción o virtud, que se llama moralidad. Y de esta manera, todos los apetitos o deseos son pasiones en la medida que brotan de ideas inadecuadas, y son atribuibles a la virtud cuando son suscitados o engendrados por ideas adecuadas. Pues todos los deseos que nos determinan a hacer algo pueden brotar tanto de ideas adecuadas como de ideas inadecuadas; y no hay un remedio para los afectos, dependiente de nuestro poder, mejor que éste, a saber: el que consiste en el verdadero conocimiento de ellos, supuesto que el alma no tiene otra potencia que la de pensar y formar ideas adecuadas, como hemos mostrado anteriormente.”

No es solo que no sabemos lo que un cuerpo puede, sino que a veces hubiese sido mejor que el cuerpo no hubiera podido en absoluto; pero de eso no queremos saber nada.

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4. La potencia de pensar, no obstante, no es espontánea; requiere de ciertos ejercicios que la cultiven y desarrollen. Leer, escuchar, meditar o pensar no son actos espontáneos. Como nada verdaderamente humano lo es. Por eso no debería sorprendernos lo difícil que resulta simplemente escuchar, leer, meditar o pensar. Son actos sobredeterminados por múltiples interpelaciones ideológicas, hábitos, formaciones y posiciones sociales. De ello no están exentos ni siquiera quienes estudian o trabajan sobre esas interpelaciones, las tematizan o buscan modificarlas. ¿Por qué teóricos, académicos, políticos o psicoanalistas, más o menos formados, no pueden escuchar, leer, meditar o pensar en torno a ciertos enunciados simples y directos? Pues porque para hacerlo hay que despejar ante todo un lugar de enunciación singular, propio, tramado entre aquellas interpelaciones, hábitos y teorías que nos conforman. Hay que arriesgar el pellejo allí, forzar un poco las relaciones y lazos sociales, al punto de que puedan romperse, para que emerja un saber cultivado en ese mismo ejercicio de goce. La alienación institucional o la infatuación yoica no son la única alternativa, si se entiende el juego complejo y sobredeterminado que hace a las identificaciones y las prácticas que nos constituyen. La escritura hace cuerpo, la lectura pensamiento. Se trata de dos atributos de una misma sustancia y no de sustancias separadas; pero no basta con decirlo y repetirlo, como si fuese una oración o un mantra, es necesario verificarlo en la práctica. De allí el nudo en el que insisto: leer, meditar, escribir. El sujeto se realiza, toma cuerpo-pensamiento, cuando encuentra el nudo justo de ejercicios materiales que lo constituyen y singularizan, en el medio de las relaciones sociales, en un proceso sin fin ni lucro. El problema del entendimiento no es asunto de especialistas o espontaneístas, de expertos o de quienes “vivieron la experiencia”, sino de implicación material efectiva con eso que se lee, escribe y medita.

5. Pienso hoy lo mismo que decía Foucault en una de sus últimas entrevistas: necesitamos recuperar la función del intelectual, no solo del universitario o académico especialista; la función del intelectual no es una etiqueta vacía (otorgada periodísticamente a viejas personalidades que ya no piensan o quizás nunca pensaron, pero se los respeta solo por no ser académicos), sino una función que hace de los saberes cuerpo y pensamiento interpelantes, activos e inquietos, que inducen transformaciones en sí mismo y en los otros (o al menos incomodan las simples reproducciones de los modos establecidos). Esto decía Foucault, historizándose con su lucidez habitual: “Si hubiera querido ser exclusivamente un universitario, lo más sabio habría sido sin duda haber elegido un solo campo en el cual hubiera desplegado mi actividad, aceptando una problemática dada e intentando o bien ponerla en práctica, o bien modificarla en algunos puntos. Entonces habría podido escribir libros como los que había pensado al programar, en La voluntad de poder, seis volúmenes de la historia de la sexualidad, sabiendo con antelación lo que quería hacer y dónde quería ir. Ser a la vez un universitario y un intelectual es procurar hacer que actúe un tipo de saber y de análisis que se enseña y se recibe en la universidad de tal forma que modifique no solamente el pensamiento de los demás, sino también el propio. Este trabajo de modificación del propio pensamiento y del de los demás me parece que es la razón de ser de los intelectuales.”

Ilustraciones: Rocio Toledo

6. Hace poco escuchaba una entrevista que le hacían a uno de los sobrevivientes del avión que cayó en la cordillera de los Andes. Es un relato que conozco y he oído varias veces. Pero esta vez me sorprendió el contraste entre el modo de contarlo del entrevistado: algo canchero y con lenguaje de coaching empresarial, por un lado, y con ciertas reminiscencias que le sobrevinieron del horror vivido en carne propia, por otro lado. Decía el sobreviviente que la última vez que fue al lugar con su familia no pudo usar el humor como mecanismo defensa (tal era su modo habitual) y se conectó directamente con el dolor de esa experiencia inenarrable. Habrá sido que estaba atento al registro directo de lo corporal, a la dificultad de narrar las experiencias del cuerpo, sobre todo cuando son extremas, porque me encontraba leyendo sobre la capacidad de afectar y ser afectado en Spinoza (a quien se suele citar por la célebre frase extraída de una proposición: “nadie sabe lo que puede un cuerpo”) y también un excelente texto de Canguilhem sobre el fracaso de la idea de progreso, que finaliza con la consabida cita a Freud sobre la ineluctable pulsión de muerte. Todo esto me hizo más sensible a la idea, producto también de mi propia experiencia (que he tardado bastante en elaborar), de que no soportamos ni queremos saber nada de lo que ocurre realmente con los cuerpos. Hasta la pulsión de muerte suena como un principio demasiado abstracto, casi idílico, en relación a esas experiencias donde el cuerpo aparece en toda su fragilidad, su miseria, su irreductible persistencia. No es solo que no sabemos lo que un cuerpo puede, sino que a veces hubiese sido mejor que el cuerpo no hubiera podido en absoluto; pero de eso no queremos saber nada. Resulta patético, además, querer transmitir algo de esa experiencia al ámbito empresarial, si con eso se busca mejorar el rendimiento: si se ha sobrevivido al horror, pese a todo, ese saber no es de cambio, no se exporta ni se importa; resulta un saber de uso que solo puede jugarse excediendo también el mero afectar y ser afectados, hacia el agujero de lo real donde cada quien decide si continuar o no. La verdadera ética es irreductible al capitalismo, no le sirve para nada, pero es su verdad forcluida y le estalla en la cara.

7. Por último, he llegado a elaborar algo al respecto. Una doctrina filosófica materialista que permita ejercitarse en cuatro simples pero decisivas cuestiones, sobre las que hay que volver asiduamente:

(i) Vivir o no vivir: la vida es un acontecimiento absolutamente azaroso y una elección, no una obligación penosa ni una carga destinal; es decir que en algún momento, y cada tanto, hay que plantearse esto muy seriamente: si elijo la vida, tengo que considerar lo bueno y lo malo que ella conlleva, tomar el conjunto, sin lamentarme por lo que me tocó o fantasear con otra vida.

Considerarse a sí mismo y considerar la propia potencia de obrar en cada gesto, acto o pensamiento: solo de allí brota un afecto alegre que no necesita jactarse ni vanagloriarse de nada, ante nadie

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(ii) Situar con justeza lo que depende de cada uno y lo que no: discernir ante cada cosa o acontecimiento si es algo que depende de nosotros y sobre lo que podemos actuar, o bien es algo sobre lo que no tenemos ninguna injerencia; esto permite ocuparnos de lo que nos toca y no distraernos con fantasías o falsas expectativas, temerosas o esperanzadas, sobre cuestiones que no dependen de nosotros.

(iii) Orientarse y seleccionar todo aquello que aumenta nuestra potencia de obrar, y descartar lo que no: por más que en la vida haya momentos más duros o penosos que otros, todo en cuanto dependa de nosotros ha de dirigirse a producir afectos alegres, no impostados o forzados; esto quiere decir: componer con todo aquello que nos permite ampliar nuestras posibilidades de percepción, pensamiento o acción, y no en función de ideales de semejanza, mandatos sacrificiales o cálculos especulativos de ganancia.

(iv) Considerarse a sí mismo y considerar la propia potencia de obrar en cada gesto, acto o pensamiento: solo de allí brota un afecto alegre que no necesita jactarse ni vanagloriarse de nada, ante nadie, e incluso puede suspender un tiempo lógico la precipitación del acto, según las circunstancias; pues, sin esa mínima consideración y esa investidura afectiva del sí mismo, nada valdría la pena.

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Comentarios

  1. Gastón Pablo Hiyano

    el 08/02/2021

    Me interesan los temas como el q desarrollan.

  2. paulo

    el 17/02/2021

    lo voy a releer…de primera pasada me afectó, las palabras tienen cuerpo.

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