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15 de marzo 2018

Luciano Chiconi

UNA HISTORIA ARGENTINA

Tiempo de lectura: 8 minutos

Con el 45,28% de los votos válidamente emitidos, el kirchnerismo trasladaba el número bonaerense de dos años atrás a escala nacional. Apalancada en la inercia final del tipo de cambio competitivo y los superávits gemelos, Cristina casi no había hecho campaña: galvanización institucional y gran acuerdo social eran las consignas grises de la Concertación Plural para encauzar el “todos ganan” del derrame. La constante de ese cuarenta y pico de votos era el número de oro que Menem y Alfonsín habían calculado como la base empírica de cualquier hegemonía (¿con cuánto se gobierna la Argentina moderna?) a la hora de firmar el Pacto de Olivos y reformar la constitución. Kirchner firmaba la fusión Cablevisión-Multicanal como último acto de gobierno para sostener su alianza táctica con Clarín. Sin embargo, este aire de pax política no excluía la discusión palaciega sobre la sustentabilidad del “modelo”: Prat Gay salía eyectado del BCRA en 2004 por pedir el bendito atraso cambiario contra el “dólar a tres pesos” de Lavagna-Kirchner, y en 2005 la puja Lavagna-Moyano por los límites de la expansión distributiva termina con la salida de El Pálido del ministerio.

Se podría decir que para 2008, y más allá del “error de cálculo” de la 125, las tensiones entre la exacción fiscal (casi una misión de Estado) y la caída del tasachinismo extremo que financiaba el derrame distributivo era un problema que llegaba para quedarse. El estallido del conflicto con el campo gatilló una imprevista puesta en escena social de ese problema que al “peronismo” le convenía resolver puertas adentro del gobierno, sin olas. Pero algo falló y la socialización del conflicto repartía de nuevo las cartas: el gobierno ya no controlaba todas las variables para resolver la crisis política a su favor, y se vería instado a poner todos los esfuerzos en la construcción de una identidad política hecha a la medida del conflicto y no tanto de sus necesidades políticas y electorales.

Se redefine el contorno geopolítico de la coalición kirchnerista: entran los votantes silvestres del ARI, de la izquierda, del Polo Social, de Ibarra-Telerman. Salen el peronismo cordobés, los votos del Lole Reutemann en Santa Fe, los votos de Felipe Solá en el interior de la PBA.

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Nicolás Casullo, Horacio González y León Rozitchner llegaron a paso lento, ensimismados, sondeaban con apatía a la masa. Se ubicaron unos metros adelante mío, en la calle, en la amalgama entre Bolívar y San Martín, sin pisar la plaza, más cerca del edificio del Gobierno de la Ciudad. No cantaron el himno, no levantaron los deditos en V, no le daban mucha bola a lo que decía Cristina, quizás craneaban el enésimo tangazo filosófico sobre el exilio y la derrota con música de Walter Benjamin para la revista Confines o ya tenían macerada la noción “ánimo destituyente” que sería base retórica de la identidad kirchnerista que se iba fraguando al ritmo de la confrontación. Con aquella plaza del 1 de abril de 2008, el kirchnerismo se estrenaba en la calle después de cinco años de orden y progreso: una plaza mansa, que iba más a escuchar y ver qué pasaba que a agitar consignas, una plaza de camioneros, de empleados que bajaban de los ministerios y anexos estatales y se metían en las columnas de UPCN, con civiles inorgánicos de afinidad peronista más bien histórica (cincuentistas conceptuales) incentivados por la memoria de otras plazas, pero todavía sin la docencia estridente del seisieteochismo, sin el estrés que la clase media le suele poner al acontecimiento político. Sí había una mística germinal, de un peronismo que volvía por aquellos fueros históricos combativos que supuestamente el peronismo democrático había suturado en nombre del partido del orden, la hegemonía y el Estado. Terminó de hablar Cristina y vino la lluvia.

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Se dice: marzo del 2008 parió al kirchnerismo. Esto es cierto si la cuestión se aborda desde el punto de vista de la representación. Efectivamente, la respuesta del gobierno al conflicto de la 125 y la movilización agropecuaria se resume en un reordenamiento explícito (es decir, que se hace carnadura en el discurso) de los mecanismos idiosincrásicos de acumulación política. Se redefine el contorno geopolítico de la coalición kirchnerista: entran los votantes silvestres del ARI, de la izquierda, del Polo Social, de Ibarra-Telerman. Salen el peronismo cordobés, los votos del Lole Reutemann en Santa Fe, los votos de Felipe Solá en el interior de la PBA.

la praxis kirchnerista se desarrolla con una visión policial del problema distributivo: el que ahorra es traidor

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Kirchner se repliega sobre los intendentes del conurbano, desempolva la marchita, y en la noción “comandos civiles” que evoca más al chico universitario de la FURN que al tipo que ya tiene una experiencia pública y privada en el manejo del Estado, termina de recortar y definir el estilo de la puja con las entidades agrarias: en esa nutrición simbólica que se elige para fortalecer la posición kirchnerista en el conflicto quedan desautorizadas casi todas las prácticas de acumulación aluvional (de militancia y de votos) que había sedimentado el peronismo desde el retorno de la democracia en sus diversas facetas renovadoras, menemistas o duhaldistas.

En ese sentido, el conflicto con el campo funda al kirchnerismo como “forma de hacer política”, como cultura militante, y talla una nueva medida de su relación con la sociedad: la novedad sería que por primera vez un partido de poder renuncia a la representación de un sector de la sociedad en nombre de la fortaleza de su propio proyecto político. No se trataría ya de los chacareros en rebeldía sino de toda una capa de la sociedad que quedaría reflejada en su rechazo al conflicto o en su adhesión al vandorismo agrario; el conflicto focal sobre las retenciones se pasa a leer como un conflicto integral de masas donde la clase media ya no tendría el honor de pertenecer a la representación que le permitió al peronismo ser hegemónico desde 1990.

Los episodios del 2008 pueden leerse como el inicio de un largo proceso de transformación del Partido del Orden que desemboca en la derrota del 2015

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En ese aspecto, la praxis kirchnerista se desarrolla con una visión policial del problema distributivo: el que ahorra es traidor. Como en toda fiesta del derrame que se termina, el kirchnerismo tampoco supo qué hacer con la clase media, y en la proyección hacia adelante del conflicto se fueron consolidando dos procesos: la dogmatización interna del peronismo y la estatalización de las políticas sociales dirigidas a los pobres, que bajo una óptica operativa más horizontal habían sido el factor de acumulación, organización y renovación de la base peronista que tiraba agenda “para arriba”.

Se fueron acumulando culpables sobre un plano clasista: el chacarero insaciable que quería más ganancia, el aristócrata obrero que hinchaba las pelotas con el impuesto a las ganancias, el chiquitaje enajenado que compraba dólares porque no creía en el cepo. El peronismo kirchnerista quedó arrinconado en el dogma de la pobreza, pero de una pobreza narrada desde afuera por una intelligentzia progresista nacida y criada al calor del Estado que pensaba que los problemas de los pobres se terminaban cuando el Estado les abría una caja de ahorro, les depositaba la guita del plan social y les entregaba la tarjeta de débito. Si había otros problemas que escapaban a la acción pre-moldeada del Estado, ellos no sabían cómo afrontarlos. Cuando le dijeron a la sociedad que armara un partido y ganara las elecciones, parecía que le hablaban no solo a la clase media, sino a todos aquellos que no fueran pobres estatalizados.

El conflicto con el campo también descabezó otro dogma de índole más sobrepolitizada: ese que rezaba que la movilización popular exigía ceremonias históricas de encuadramiento y organización que la hacían posible solo para ciertos actores políticos (partidos, sindicatos, movimientos sociales, etc.), y que esa capacidad era un activo político en sí mismo.

Se fueron acumulando culpables sobre un plano clasista: el chacarero insaciable que quería más ganancia, el aristócrata obrero que hinchaba las pelotas con el impuesto a las ganancias, el chiquitaje enajenado que compraba dólares porque no creía en el cepo.

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El antagonismo activó niveles de movilización espontánea que la clase media terminó por naturalizar en dos dimensiones: una más antikirchnerista y otra más flotante de nuevas demandas, que a veces se superponían como en el caso del 8N, pero que a causa del esquema de representación kirchnerista no podían ser abarcadas por el peronismo. Al mismo tiempo, quedó claro que ahora cualquiera podía llenar una plaza o meter cien o doscientas lucas en una concentración: los agrarios, los caceroleros, la CGT, las víctimas de la inseguridad, la muerte de Nisman, los docentes, el Ni Una Menos, y quizás haya sido Durán Barba antes que el resto quién notó que la movilización ya no expresaba ni definía una correlación de fuerzas real de los conflictos de la política argentina.

¿Cuál es el legado del conflicto agropecuario de la 125? Es evidente que al kirchnerismo le permitió cosechar una identidad, un lugar de pertenencia y de anclaje histórico que ya no tiene que ver con ninguna exigencia hegemónica futura. Los episodios del 2008 pueden leerse como el inicio de un largo proceso de transformación del partido del orden que desemboca en la derrota del 2015. La identidad kirchnerista se fundó en patrones de representación rígida con fuerte capacidad de veto hacia la suma policlasista del partido del orden que quedó documentada en el Pacto de Olivos; en el terreno práctico, esto se fue expresando en una disociación social entre la clase media (baja) y los pobres estatalizados a partir del alcance selectivo de la política de gobierno que se aplica después del conflicto (desde la AUH y los Argentina Trabaja hasta el cepo y el atraso cambiario, pasando por la devaluación de Kicillof) que fue disolviendo el vínculo común e histórico de estos dos sectores sociales al peronismo. Estas exclusiones se empiezan a verificar en las derrotas del 2009, 2013 y 2015, lo cual reafirma la anomalía del 54% del 2011, ya que a pesar de que esos votos agrarios “volvieron” para la reelección de Cristina, no existió ninguna política que subvirtiera los límites culturales del kirchnerismo para contener esos votos en el tiempo.

Al mismo tiempo, quedó claro que ahora cualquiera podía llenar una plaza o meter cien o doscientas lucas en una concentración: los agrarios, los caceroleros, la CGT, las víctimas de la inseguridad, la muerte de Nisman, los docentes, el Ni Una Menos, y quizás haya sido Durán Barba antes que el resto quién notó que la movilización ya no expresaba ni definía una correlación de fuerzas real de los conflictos de la política argentina.

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Es probable que, si la identidad kirchnerista fue lo suficientemente potente como para provocar la liquidación posmoderna del peronismo, o por lo menos del formato social que lo hizo hegemónico en democracia, pasemos a un sistema más líquido de minorías que deban apelar al balotaje como a una pierna ortopédica, enterrando definitivamente la lógica de masas que tuvo la representación popular, o bien ceda con plazo indeterminado ese mecanismo hegemónico a Cambiemos. Hoy esa moneda está en el aire, mucho más influida por la capacidad de veto de las distintas facciones peronistas que por la capacidad de sintetizar de sus dirigentes.

Néstor Kirchner es el ingeniero de la parábola de 2008. Hasta allí, los militantes eran unos convidados de piedra para aquel hombre de Estado formado en la pedagogía de los Pactos Fiscales. Kirchner era un cavallista hormonal practicante, un monaguillo del superávit que los prefería lejos del Estado, que los mandaba a leer la correspondencia Perón-Cooke o los libros de Galasso para que “se formen”. Ahí también algo cambió, no tanto en el folclore militante que ya venía desde 2003, pero sí en la política estatal, en el auditorio que se privilegiaba en la toma de decisiones. La resolución 125 pudo ser un error administrativo pero se transformó, políticamente, en un intento de abordar el dilema del stock distributivo a cielo abierto, y que en su trasfondo político caótico, no le pudo aclarar a una gran parte de la sociedad si todo eso se hacía en nombre del pueblo o en nombre del Estado.

 

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