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14 de abril 2016

Luciana Rabinovich

Licenciada en Letras y Periodista.

UNA SEGUNDA MADRE, DE ANNA MUYLAERT

Tiempo de lectura: 6 minutos

Rebelión en la Senzala

“Uno ya nace sabiendo qué puede y qué no puede”, le explica Val, empleada doméstica de una familia de la alta burguesía de San Pablo, a su hija adolescente, Jéssica, recién llegada del interior, en uno de los momentos más potentes del film brasileño Que horas ela volta.

Traducido como Una segunda madre, el último film de Anna Muylaert llega a la cartelera nacional después de un agitado lanzamiento en Brasil, donde suscitó, en palabras de la directora, “una catarsis nacional”, y de un exitoso paso por Estados Unidos y Europa, donde fue premiada en Sundance y el Festival de Berlín.

Lejos de las historias de favelas y narcotraficantes narradas al ritmo del funk y los tiros a la que nos tiene acostumbrado el cine brasileño comercial (Tropa de Elite y Ciudad de Dios son dos buenos ejemplos, muy bien mejor logrados por cierto) esta es la historia de Val, una carismática empleada doméstica del interior de Brasil que trabaja desde hace trece años en la casa de Doña Bárbara y el Señor Carlos, ocupándose de las tareas del hogar y del cuidando de su hijo, Fabinho, como si fuera propio. El particular orden que estructura la vida familiar, lleno de reglas y abusos, se rompe cuando Jéssica, la hija adolecente de Val, a quien ella no ve desde hace diez años, decide mudarse desde el interior para San Pablo, con el objetivo de rendir el famoso “vestibular”, el difícil examen de ingreso a la Universidad.

Si bien Val es tratada “como de la familia”, lo cierto es que vive en un cuartucho en el sótano de la casa, chico y mal iluminado, atiborrado de trastes y muebles viejos que ya nadie quiere. Nada menos que una reproducción vertical de lo que Gilberto Freyre describía en su clásico Casa Grande y Senzala: la estructura del Brasil esclavista, donde los señores vivían en la Casa Grande, mientras los criados lo hacían en la Senzala, un anexo “de segunda”. Aquella cordialidad casi familiar esconde, desde aquella época, lazos de abuso y sumisión, donde la “protección” del patrón tiene un costo demasiado alto para el empleado.

La presencia de Jéssica, que llega “muy segura de sí misma”, como lo hace notar Fabinho, funciona como un elemento disruptivo y cuestionador de esta dinámica que naturaliza esta jerarquía entre empleados y patrones, generando una tensión permanente en el hogar. Jéssica no acata ese orden “tácito” sino que traspasa límites constantemente: come el helado de Fabinho, se mete en la piscina y duerme, no en el cuartucho de empleados con su madre, sino en el cuarto de huéspedes “en suite” de la casa principal. Su “rebeldía” se volverá insoportable para la dueña de casa, Débora, personaje tal vez demasiado cliché, pero funcional a la historia, quien abandonará su hipócrita amabilidad y terminará echándola de la casa. Lejos de sentirse amedrentada, Jéssica se sentirá fortalecida cuando sepa que ha pasado el vestibular, y acabará funcionando como un ejemplo para su propia madre.

Los personajes más jóvenes de la película, Jéssica y Fabinho, funcionan como la fiel representación de la estructura fuertemente desigual del país, al tiempo reflejan los cambios de época. Mientras Fabinho, el niño rico mimado de una típica familia burguesa, que ha ido a las mejores escuelas, no consigue pasar el vestibular, Jéssica, esa adolescente que vivió toda su infancia en el interior de Brasil, que no estudió en las mejores escuelas, sino todo lo contrario, y que creció separada de su madre, en cambio, logra pasar uno de los exámenes más difíciles del país.

Para la directora, Una segunda madre es también una película sobre la educación: “La idea era hablar sobre el esquema de educación brasileño: los ricos no sólo tienen una madre, sino dos. Pero eso, aunque parezca una ventaja, en verdad crea una elite extremamente mimada, perezosa e irresponsable, que no sabe hacer la cama y vive como si estuviera en un hotel, con una empleada que les hace todo”, reflexiona Muylaert.

Derecho divino

 Abolida en 1888, la esclavitud en Brasil no desapareció, sino que fue mutando a lo largo del tiempo, con el apoyo de las elites y la alta burguesía nacional, lo cual determinó que sobreviviera en el país una estructura social desigual, profundamente clasista, inequitativa y racista.

Una de las formas más “efectivas” que adquirió la esclavitud en su proceso de mutación fue el servicio doméstico –que no logró disfrazar el tinte servil pero consiguió imponerse con absoluta naturalidad– que terminó instituyéndose como un derecho “natural” de las clases más acomodadas a vivir con un séquito de sirvientes en el hogar. En su mayoría mujeres, estas empleadas ofician de cocineras, niñeras, están dedicadas a la limpieza, o a la exclusiva labor de planchar u ordenar la casa, en una división de tareas de una especificidad que roza el ridículo. Surgido del Brasil post-esclavista, el servicio doméstico constituyó una alternativa para quienes (negros y pobres, claro) no conseguían trabajo en otras áreas.

Aún hoy, este tipo de trabajo es considerado una de las formas de inserción en el mercado laboral más precarias que existen en Brasil. Según la Revista Em discussão!, publicada por el Senado Federal brasileño, el servicio doméstico está catalogado como un tipo de trabajo esclavo por numerosos motivos: las empleadas trabajan generalmente muy lejos de sus lugares de origen; sufren asedio moral y sexual; están expuestas a situaciones de violencia, trabajo forzado y pesado, a jornadas extenuantes, y a una alimentación limitada; reciben salarios bajos y no se les reconocen las horas extras, ni tienen acceso a un sistema de salud. A veces incluso llegan a retenérseles los documentos para evitar que se vayan. En pleno Siglo XXI, el modelo esclavista (aggiornado, claro, a las nuevas necesidades) sigue tan vigente como en 1880.

Según una investigación del Instituto Brasileiro de Geografía e Estadística (IBGE) sobre el empleo en Brasil, los trabajadores domésticos constituyen el 7,6% de la población ocupada en Brasil. De ellos, el 94,5% todavía siguen siendo mujeres, y el 62% son negros. Además, mientras a fines de 2014, la tasa de informalidad para los asalariados privados era del 22%, en el caso de los trabajadores domésticos el porcentaje alcanzaba el 68%.

Pero algunas cosas están cambiando en el Brasil actual. El informe también demuestra que en los últimos años hubo una mejora en el nivel educativo de los trabajadores de este ramo, duplicándose entre 2003 y 2010 el porcentaje de trabajadores domésticos con nivel medio de enseñanza completo (se pasó del de 9,8 al 18,6%). Además, el informe registra una leve disminución del número de trabajadoras domésticas jóvenes correspondientes a la franja de entre 25 y 34 años. Esto se explica, según Cimar Azeredo, director de la Coordinación de Trabajo y Rendimiento del IBGE[1], por el acceso a la educación que hizo que esos jóvenes se candidateen para empleos más calificados. La caída de la oferta de empleadas dispuestas viene generando, además, una alta en los salarios de este grupo.

¿Al amparo de la Ley?

 A la luz de estos datos pareciera que, poco a poco y gracias a los cambios sociales vividos por Brasil en la última década –el incremento del nivel educativo y la disminución de la miseria junto con la mejora económica de sectores durante mucho tiempo postergados–, ha comenzado a cuestionarse y desnaturalizarse esto que parecía un derecho divino.

A este respecto, el gobierno llevó a cabo una serie de reformas, asumiendo la necesidad de equiparar los derechos laborales de este sector tan postergado con respecto al resto de los trabajadores. En 2003, la presidente Dilma Rouseff aprobó la Enmienda Constitucional 72 que instituía derechos básicos como un máximo de 8 horas de trabajo por día y de 44 horas por semana; el pago de horas extras; la remuneración por trabajo nocturno superior al diurno; seguro de desempleo y seguro contra accidentes de trabajo, y asistencia gratuita para sus hijos desde el nacimiento hasta los cinco años, entre otros derechos básicos que no estaban regulados hasta el momento. La Ley generó una fuerte polémica en el país y la alta burguesía, desacostumbrada a lavar por sí sola los platos, se horrorizó a al ver que sus aires de nobleza le iban a costar más caro.

Este es el contexto en que puede ubicarse a Una segunda madre: un Brasil de cambios donde una hija de una empleada doméstica del interior consigue ingresar a una de las universidades más exigentes y elitistas de San Pablo. Un Brasil donde este orden escravócrata y patriarcal comienza a cuestionarse, como lo hace el personaje de Jéssica. Tal vez ella sea, en la ficción, la hija del Brasil de Lula.

Las patas… en la pileta

 “No sé cómo aguantas ser tratada de esa forma, como una ciudadana de segunda clase”, le dice Jéssica a su madre, indignada por las condiciones de trabajo y el maltrato que ésta acepta con alegre resignación. Pero esa frase parece hacer surtir efecto, y en una de las escenas finales del film, acaso una de las mejores de la película, Val decide, una determinada noche, meterse ella también en la piscina de los patrones, tal como lo había hecho su hija unos días antes. Acaso sea arriesgado, pero no del todo disparatado, pensar esta escena como una versión tropical siglo XXI (no planificada) de “las patas en la fuente” del 45, con la salvedad de que en Brasil no hubo peronismo, y de que allí, sin la tradición de lucha obrera que tiene Argentina, la falta de conciencia de los propios derechos por parte de los trabajadores es todavía muy notoria.

Uno de los grandes aciertos de Una segunda madre es, sin dudas, la puesta en escena de esta realidad en transformación y la invitación a reflexionar sobre estas relaciones arcaicas. Para quienes no conozcan la idiosincrasia Brasileña de cerca, he aquí un comentario que una espectadora brasileña le hizo llegar a la directora (uno de los tantos que le llegan de todo el mundo desde el estreno de la película): “Acabo de ver el film y lloro a mares; sé que lloro por la actuación de Regina [Val] y por la sensibilidad del texto, pero también, a pensar de tratar bien a la niñera que cuida a mis hijos, lloro por mi total incapacidad de percibir cómo sin querer transformamos a esas personas en seres invisibles”.

 

[1] http://g1.globo.com/economia/noticia/2013/03/mercado-perde-25-mil-empregadas-domesticas-em-fevereiro-diz-ibge.html

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