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09 de noviembre 2015

Bruno Bauer

UNO DE NOSOTROS

Tiempo de lectura: 4 minutos

Ahora dicen que la política nos cansó. Luego de la guerra por los símbolos, la liturgia jacobina y la saturación del espacio público, todo ello con el bajo continuo de la inflación y la restricción cambiaria, los nervios de la sociedad comenzaron a resentirse. El Estado pareció ausente y excesivo al mismo tiempo, se extrañó la gestión y la representatividad mansa. Se extrañó a la sociedad civil y a su condición de ser, el mercado. Esa nostalgia por lo social tuvo formas múltiples y perturbadoras: la épica del sojero, la ciudadanía  cacerolera, la realpolitik del puntero en contra del militante de lo abstracto. Sin embargo esos no eran más que híbridos, estaciones intermedias hasta llegar a la base material de “lo social”, el magma del civilismo histórico: el individuo racional y libre.

Si alguien parecía destinado a recuperar esa materia prima del liberalismo for dummies era Mauricio Macri: criado en las recámaras de la Argentina empresaria, campeón de América, la mitad más uno, secuestrado, hijo, bello, no excesivamente inteligente. Macri expresaba mejor que nadie eso que la sociedad supone que es la sociedad: familia y mercado, abulia y prosperidad, trabajo, charla de fútbol, casual friday y alguna fiesta para bailar en camisa y zapatos. Pero algo olía mal en todo esto. Quizás era demasiado social para una corporación política que le bancó los trapos al sistema en los días ardientes de 2002. Demasiado cheto, demasiados apellidos del Newman, demasiada soberbia ética y eficientista del que nunca tomó decisiones públicas. “El país atendido por sus propios dueños”, decía Verbitsky sobre De Narváez, ese sucedáneo groncho de Macri, y, antes que expresar un repudio de clase, manifestaba el resquemor de los políticos profesionales ante la posibilidad de perder su campo específico, la representación, en manos de tecnócratas y ONGs adoradores del mito de la sociedad civil.


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Debía ser posible replicar esa pasión por lo social dentro de la dimensión política. El primero en intentarlo fue Sergio Massa, en su exilio del FpV. Con una formación política sabia y poco riesgosa (la militancia ucedeísta, el bajo menemismo, la caja kirchnerista y la administración municipal), Massa intentó traducir la utopía societalista al lenguaje concreto de la gestión y los armados políticos: la territorialidad municipal, la soberanía del intendente, los problemas materiales de la gente, ese universal particular urdido por Roberto Guareschi en el Clarín de los años noventas. Pero Massa era demasiado político y se notaba: sus soluciones a los problemas de la sociedad eran las de un hombre de Estado dispuesto a matar, llevar el Ejército a las villas, cobrar retenciones e inaugurar una “CoNaDeP de la corrupción”. Soberanía, soberanía y soberanía: las mandíbulas sicilianas, el eye of the tiger, todo en él emanaba una sed de poder apasionante para los adictos a la política, pero intimidante para el ciudadano decente. Pronto Massa se transformó en un espejo demasiado duro en el cual la sociedad prefirió no verse reflejada.

El kirchnerismo también buscó responder al giro societal. No era nada fácil después de años de barajar delfines y alternativas imperiales: los sucesivos ungidos (Boudou, Insaurralde y Randazzo) fueron descartados por la virtú del partido judicial o la fortuna de la birome cristinista. Hasta llegar a Scioli, el malquerido. El preferido del poskirchnerismo, un jarrón anaranjado vacío con el cual superar el exceso de contenido kirchnerista, enfriar la política y ordenar la economía. O al revés, no importa. El vacío de Scioli fue llenado con las expectativas de los sobrevivientes del PJ en el FPV, de los refugiados del massismo, de los camporistas viejos de corazón encallecido. Y también fue llenado con las interpretaciones de los adictos a la política, que hicieron de la necesidad, virtud: Scioli parecía que no tenía nada que decir, parecía que no gestionaba, decían que era aburrido. Incluso su plebeyismo cultural era visto como un soplo de aire fresco después de años de kuturalkampf.

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“Un rey que cree que es un rey está loco” dice Zizek mashupeando a Lacan. La sociedad civil, ese jardín de gente buena que paga sus impuestos, quiere a su familia y tiene un perro, es otro artificio de la política y las agencias de publicidad. Quizás los carta abierta del PRO lo sospecharon y por eso no dejaron de apostar a una fuerte ideologización en el clima claustrofóbico del búnker de la calle Uspallata y constuyeron un parque temático emocional que replicaba la transición del ´83 en cemento alisado y plástico amarillo. El sciolismo, en cambio, creyó que la sociedad civil existía, creyó que el conservadurismo socioeconómico mezclado con un populismo cultural imposible (¿a quién le gusta Pimpinela o Ricardo Montaner hoy, en octubre de 2015?) servía para convencer a una mayoría hipotética de gente común, grasa y medio pelotuda. El jarrón estaba vacío de verdad. Ahora tiene dos semanas para salir a hacer política, para salir a intervenir en esa sociedad civil que nunca es un a priori, y demostrar que aún destinos fatales, como un ajuste, son negociables en nombre de lo público.

Mientras tanto, del otro lado de la urna acecha la gesellschaft (la sociedad que temen los cientistas sociales), gemelo oscuro de la sociedad civil, pesadilla de la comunidad. Ese conjunto de clases sociales despiadadas dispuestas a comerse al país para sostener mediante un consumo aspiracional su imagen de sí mismas, de este país blanco y de clase media que desciende de los barcos y asciende a los aviones con pasajes comprados en 18 cuotas sin interés de dólar subsidiado. Ese conjunto de clases sociales que cada diez años está dispuesto a degollarse a sí mismo para no enfrentar su verdad tercermundista.

“Ningún gobierno puede ser más liberal que su sociedad” citaba a algún inglés Tulio Halperín Donghi. Alfonsín, Menem y Kirchner refutaron aquella máxima política, económica y culturalmente, y así sostuvieron a la democracia. Ahora parece llegar la hora de la sociedad: los políticos compiten en imitarle hasta los peores defectos; mientras ella pide, sedienta, que gobierne alguien común, alguien como vos y yo, uno de nosotros.

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Comentarios

  1. daniel vilá

    el 09/11/2015

    Muy interesante ejercicio de cinismo. Bien escrito, pone el acento en las características y contradicciones de los contendientes y deja una conclusión que no aporta nada: todo es lo mismo.

  2. Matías Zabala

    el 10/11/2015

    Excelente.

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    el 24/11/2015

    […] la decisión (le ganó a Massa en octubre). La sociedad aguantó la polarización hasta que el sistema político se lo impuso con el balotaje. Había una sola profecía sciolista: ganar en primera vuelta. Esta era una elección para el mejor […]

  4. NO FUE MAGIA | Panamá Revista

    el 10/12/2015

    […] la decisión (le ganó a Massa en octubre). La sociedad aguantó la polarización hasta que el sistema político se lo impuso con el balotaje. Había una sola profecía sciolista: ganar en primera vuelta. Esta era una elección para el mejor […]

  5. DE LA BATALLA CULTURAL A LA FRACTURA SOCIAL | Panamá Revista

    el 28/01/2016

    […] su oráculo de focus groups que guían el “discurso sensible” del PRO, sino que promueve una política dirigida a una mayoría silenciosa que no gusta de la política y que evalúa las gestiones según […]

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