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20 de mayo 2018

Federico Zinni

VENEZUELA: LA POLITICA POR OTROS MEDIOS

Tiempo de lectura: 11 minutos

El 17 de abril, la Asamblea Nacional de Venezuela, considerada “en desacato” por el resto de los poderes del Estado, decidió destituir a Nicolás Maduro como presidente y someterlo a un Tribunal Supremo de Justicia paralelo al oficial, formado por la propia Asamblea y que tiene a la mayoría de sus miembros en el exilio. La excusa no fue ninguna de las flagrantes violaciones a la Constitución que el mandatario cometió desde que asumió en reemplazo de Hugo Chávez en el año 2013, sino un presunto caso de corrupción por parte de la empresa Odebrecht en los tiempos en los que aún era canciller. Una opción de moda, muy oportuna para circunscribir a un solo hombre el enemigo a vencer.

Hoy se celebran elecciones presidenciales en el país caribeño. Descontado el triunfo de Maduro, boicoteados por la mayor parte de la oposición, desconocidos internacionalmente, si hoy tuviéramos que responder que se juega en estos próximos comicios la respuesta probablemente sería nada. Por el momento, se trata más bien de un despliegue con el que el madurismo planea hacer una demostración de fuerza que reafirme la percepción de que ha recuperado el control del país, luego de desarticular las violentas protestas que signaron el aciago 2017.

Descontado el triunfo de Maduro, boicoteados por la mayor parte de la oposición, desconocidos internacionalmente, si hoy tuviéramos que responder que se juega en estos próximos comicios la respuesta probablemente sería nada.

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Estas dos realidades paralelas resultan al fin y al cabo caras de una misma moneda: son expresiones sintomáticas de un país en donde los mecanismos institucionales para la competencia, distribución y control del poder público ya han dejado de ser reconocidos y, por tanto, carecen de funcionalidad. Reflejan un sistema político en crisis y roto, incapaz de representar y contener a una sociedad de la cual se encuentra  desconectado y que transita sufriente la peor crisis económica de su historia.

Pero la política es más que los actores que se arrogan corporizarla, y comienza dificultosamente a reformularse en otros frentes que están llamados a ser los que definan los contornos de la Venezuela por venir.

Auge y decadencia de la política de partidos

Hubo un tiempo no tan lejano en donde en la Venezuela bolivariana sí funcionó algo parecido a un sistema político de representaciones efectivas en competencia electoral pacífica. El surgimiento del chavismo, que dinamitó el modelo puntofijista, reformuló las identidades políticas creando un nuevo esquema de representación que en principio fue rechazado por los partidos del orden que durante cincuenta años se habían repartido el poder. Fue solo luego de varios episodios de resistencia y desestabilización, siendo el más recordado de ellos el fallido golpe de 2002, que quedó claro para todos que aquél viejo país había acabado para siempre, y que Hugo Chávez había llegado para quedarse, articulándose como la figura central de la política venezolana.

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Bajo ese clivaje, aún en el medio de una polarización siempre tensa, se formó algún grado de consenso en torno a la competencia democrática entre el Partido Socialista Unido de Venezuela y la Mesa de Unidad Democrática. Por supuesto que no era una convivencia perfecta. Persistían tendencias autoritarias en el oficialismo y cierta negación radical a la misma existencia del chavismo por parte de la oposición. Sin embargo, había al menos un reconocimiento práctico de que ambas fuerzas representaban los polos en disputa y que el sufragio era la manera principal de medirlas. Cómo todo lo que luego se extraña, en aquél momento aquello se valoraba bastante poco.

Paradójicamente, el mejor momento de ese entendimiento llegó cuándo sus bases se hacían más frágiles e inestables. En efecto, la enfermedad de Chávez generó un impasse en la agenda de “transición al socialismo” del gobierno. Para la MUD, al mismo tiempo, se abrió una perspectiva de futuro que incentivaba a permanecer en la competencia. Aquella relativa paz se basaba en buena parte en que la oposición tenía un candidato competitivo y el chavismo un líder que estaba muriendo, dos situaciones que extremaban la cautela de los actores pero que por su propia naturaleza resultaban temporales.

expresiones sintomáticas de un país en donde los mecanismos institucionales para la competencia, distribución y control del poder público ya han dejado de ser reconocidos y, por tanto, carecen de funcionalidad.

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Es difícil determinar sin polémica cuándo exactamente las elecciones dejaron de funcionar como principal campo de juego, pero la victoria de Maduro en el 2013 fue sin duda un punto de inflexión. Sin Chávez enfrente, la MUD fue a recoger el premio de su paciencia cívica. Pero el sorpresivo y minúsculo margen de la victoria de Maduro azuzó la idea de fraude y lo que hubiera sido a priori un resultado positivo para la oposición se transformó en inaceptable. Al desconocimiento del triunfo del PSUV le siguió un llamamiento reactivo, masivo pero poco planificado, a desplazar al nuevo presidente a través de una serie de protestas violentas, en lo que se llamó “La Salida” y que encontró a un chavismo activo y dispuesto a disputar la calle hasta que la prolongación del conflicto terminara por la consolidación de hecho de Maduro, tal como finalmente pasó. La oposición siguió presentándose a elecciones, incluso triunfó en las legislativas de 2015, pero a partir de aquél momento la vía electoral volvió a ser una decisión meramente táctica. La pérdida del control chavista de la Asamblea Nacional fue un segundo punto de ruptura. Con una oposición decidida a utilizar la Asamblea para una remoción “a la Dilma”, el gobierno redobló la apuesta y comenzó una campaña de neutralización de las facultades del legislativo. A través del Tribunal Supremo de Justicia y el Consejo Nacional Electoral, dos poderes de naturaleza autónoma pero sirvientes del Ejecutivo, con excusas forzadas y algunas veces ridículas negó el referendo revocatorio de Maduro, inhabilitó candidatos y partidos de la oposición, y finalmente llegó a neutralizar a la propia Asamblea Nacional, declarándola en desacato.

La oposición, que había tenido respuesta en las urnas, convocó a defender aquél triunfo también en la calle. Más harta de Maduro que esperanzada con la MUD, la base electoral opositora volvió a responder masivamente, esta vez frente a un chavismo lastimado por la derrota y la crisis económica, que reaccionó a la defensiva apoyándose en las fuerzas policiales antes que en su despliegue militante. Pero nuevamente la oposición fue incapaz de realizar toda esa parte gris que cimenta una victoria política: no pudo romper el frente chavista, amalgamado esencialmente en la idea, bastante fundada, de que la revancha no perdonaría a nadie, y fue incapaz de generar una masa crítica propia en el ámbito militar. Sin tender los puentes necesarios para cruzar el Rubicón, el movimiento fue perdiendo fuerza y abrió una ventana estratégica para que Maduro retomara la iniciativa convocando bajo términos unilaterales a una Asamblea Constituyente plenipotenciaria, en una jugada tan osada como inconstitucional, que logró la desmoralización de la oposición, pero colocó al régimen bolivariano definitivamente por afuera de la legalidad.

Es difícil determinar sin polémica cuándo exactamente las elecciones dejaron de funcionar como principal campo de juego, pero la victoria de Maduro en el 2013 fue sin duda un punto de inflexión

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En un país sumido en la hiperinflación y el desabastecimiento, en donde aún las tareas más rutinarias conllevan una complejidad y sacrificio continuo, la pérdida de perspectivas de un cambio inminente alentó el rechazo a las opciones políticas vigentes y el reflujo a las tareas de supervivencia diarias, recreando una estabilidad precaria fundada casi exclusivamente en la frustración.

La política más allá de los partidos

Tal vez una de las postales más elocuentes que retratan este clima de desesperanza es la del masivo éxodo de ciudadanos que han abandonado el país. Si bien es difícil encontrar cifras certeras, alrededor de cuatro millones de venezolanos han emigrado desde el comienzo de la crisis, en una diáspora sólo comparable con las ocurridas en situaciones de catástrofe, como el colapso económico de Ecuador en 1999 o los desplazamientos en Colombia a causa de la guerrilla. Para los que se quedan, el exilio interno en la vida privada es una vía de canalizar el escepticismo y apatía de lo que supo ser la sociedad más efervescentemente politizada de los últimos años.

Las preferencias así lo reflejan. A partir del año pasado por primera vez los “ni-ni”, aquél electorado oscilante que no se definía ni oficialista ni opositor y que ya era significativo en los tiempos de Chávez, comenzaron a consolidarse, según las encuestas, como nueva mayoría. Este cambio cuantitativo se complementa con uno cualitativo menos evidente pero más significativo: ya no es sólo una ausencia de representación sino un directo rechazo por ambos polos.

Ante ese cuadro, oficialismo y oposición han tratado de darle una vida más al orden que los tiene como protagonistas. Las conversaciones de Santo Domingo fueron un intento por recrear un pacto de convivencia que preservara su lugar destacado en la política venezolana. Aquél puntofijismo imposible fue incapaz de generar expectativas que pudieran evitar su fracaso. A medida que la crisis política ha sido desplazada por la más urgente crisis económica, la demanda por un entendimiento de la clase dirigente ya no es prioridad social, y sin ese impulso detrás cualquier principio de acuerdo carece de incentivos suficientes para concretarse.

A partir del año pasado por primera vez los “ni-ni”, aquél electorado oscilante que no se definía ni oficialista ni opositor y que ya era significativo en los tiempos de Chávez, comenzaron a consolidarse, según las encuestas, como nueva mayoría

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Pero ningún partido se resigna a no representar. Imposible de resolver el dilema por arriba, en acuerdo de cúpulas, oficialismo y oposición comienzan a experimentar nuevas vías para recuperar la capacidad de interlocución con una sociedad que ya los ve únicamente como parte de su cúmulo de problemas cotidianos.

Del lado del chavismo, la principal novedad con la que ha buscado recuperar terreno fue la aparición del Movimiento Somos Venezuela. Inicialmente creado para “verificar” los datos de los beneficiarios de planes sociales, corporizó la estrategia de gobernabilidad del oficialismo, basada en la distribución discrecional de ayudas y bonos indispensables para la supervivencia diaria. El gobierno de Maduro parece haber encontrado una virtud en la desgracia, haciendo de la respuesta limitada a la escasez y desabastecimiento un mecanismo para la sujeción electoral que en algún punto reemplaza la aceitada maquinaria del PSUV. De las Unidades de Batalla Bolívar – Chávez, las famosas UBCh que representan la célula territorial del partido (algo así como nuestras unidades básicas) al centro de distribución del CLAP (cajas de comida a precios subsidiados); este cambio de eje dice mucho de la transformación que ha vivido la revolución bolivariana.

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Sin embargo, sería simplista reducir Somos Venezuela a sólo una forma de convertir la ayuda social en apoyo electoral. Es sobre todo un intento por rearticular los vasos comunicantes con su base. Reformular la relación en función de la guerra económica, descentrar la discusión de las razones de la crisis y focalizarse en sus consecuencias y quien las aminora, como aquél viejo cuento soviético de la gallina desplumada. La construcción del “madurismo”, dicen los más osados.

Por el lado de la oposición, los intentos por desplegarse en la sociedad civil son mucho más modestos, a la altura de sus consensos y posibilidades. La creación del Frente Amplio Venezuela Libre como espacio de articulación no electoral fue un hecho relevante, en tanto supuso un primer ejemplo de confluencia entre el antichavismo acérrimo y expresiones del llamado “chavismo crítico”, ex ministros o figuras del gobierno bolivariano que “saltaron la talanquera” y pasaron al bando opositor, pero sin renegar de su identidad chavista. La ampliación de la base de sustentación, aunque por ahora sólo limitada a la realización de acciones de protesta conjuntas, es un elemento que obliga a reformular un discurso opositor y podría, potencialmente, contribuir a aislar a los sectores más radicalizados.

 

Pero el rasgo distintivo del Frente no es ese, sino el rol central otorgado a organizaciones de la sociedad civil, históricamente rezagadas en un país en dónde sindicatos, corporaciones y movimientos sociales se forjaron siempre alrededor del Estado rentista. En el mismo sentido, se abren espacios para el surgimiento de figuras no asociadas a la partidocracia reinante. La más paradigmática es la del empresario Lorenzo Mendoza, cuyo coqueteo eterno con la posibilidad de ser candidato es un ejemplo de por dónde pueden llegar a emerger los nuevos protagonistas de la política venezolana, en un momento en donde ser outsider es un capital inefable.

Algunas de estas expresiones “no polarizadas” lograron conformar alternativas electorales concretas. Es el caso del partido minoritario Avanzada Progresista, que a contramano de la MUD decidió aceptar la convocatoria a elecciones. Su candidato, Henry Falcón, supo integrar las filas del oficialismo y de la oposición, y hoy se presenta con un tono “pos-chavista” que recuerda mucho al Capriles de 2013 (campaña que dirigió). El otro es el inencasillable Javier Bertucci, cuya súbita aparición es la gran novedad de estos comicios. Independientemente de los intereses detrás de su postulación, acusada de ser una manufactura del madurismo, que este excéntrico evangelista a poco de surgir alcance los dos dígitos de intención de voto, da cuenta de la avidez por nuevas referencias de buena parte de la sociedad venezolana. Ninguno parece contar con chances reales en una elección demasiado desbalanceada para ser tomada en serio, pero son erupciones indicativas del agotamiento del modelo de representación PSUV-MUD.

Para los que se quedan, el exilio interno en la vida privada es una vía de canalizar el escepticismo y apatía de lo que supo ser la sociedad más efervescentemente politizada de los últimos años.

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El riesgo de que el sistema político venezolano no se encauce a través de la reformulación de los actuales actores o del surgimiento de nuevos es que la situación se defina en esferas menos democráticas en donde esté ausente la voluntad popular.

La primera es la arena internacional. La MUD ha tendido a concentrar su esfuerzo en este terreno que le es más ameno. Beneficiada por el giro ideológico del hemisferio y el intervencionismo selectivo de Trump, logró impulsar el desconocimiento general al gobierno de Maduro a nivel regional y, más importante aún, la adopción de sanciones unilaterales de Estados Unidos que reforzaron la asfixia financiera a Venezuela. Un arma de doble filo, que debilita al gobierno pero desprestigia a los dirigentes de la oposición, haciéndolos partícipes de los pesares económicos que sufre la población. Al final del camino está la fantasía de una “intervención humanitaria” que les entregue llave en mano el país, lo que parece hoy solo un sueño húmedo de los sectores más extremistas que una opción real. La reacción del madurismo en este ámbito es cada vez más defensiva, respaldándose casi exclusivamente en los únicos socios que le quedan con capacidad de influencia, Rusia y China. Una relación indispensable para la supervivencia, pero que abrió la puerta a otro tipo de sujeción poco revisitada por nuestro antimperialismo autóctono.

La más paradigmática es la del empresario Lorenzo Mendoza, cuyo coqueteo eterno con la posibilidad de ser candidato es un ejemplo de por dónde pueden llegar a emerger los nuevos protagonistas de la política venezolana, en un momento en donde ser outsider es un capital inefable.

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El segundo y más determinante es el factor militar. Luego del golpe de 2002, se profundizó el proceso de “bolivarianización” de las Fuerzas Armadas que depuró a la oficialidad puntofijista y consolidó un alto mando forjado en la simbología de otro alzamiento fallido, aquél comandado por Chávez el 4 de febrero de 1992. Desde la asunción de Maduro, y a medida que el régimen tuvo que apoyarse cada vez más en el uso de la fuerza para controlar la calle, los militares fueron ganando poder e influencia. En la actualidad, doce ministerios se encuentran bajo el mando de militares, que además tienen a su cargo PDVSA, la compañía de petróleo nacional que explica casi la totalidad de las exportaciones del país, así como la logística y distribución de los CLAP. Manejar la disponibilidad de dólares y alimentos, los dos bienes más escasos hoy en Venezuela, es muy parecido a gobernar. Lo que ya hace tiempo es un gobierno cívico-militar bien podría evolucionar hacia un esquema dictatorial clásico si las tensiones se acentúan aún más.

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¿Es entonces el frente castrense un ámbito monopolizado exclusivamente por el oficialismo? No tanto. En un país asolado por la hiperinflación y la carencia de insumos básicos, comienzan a ser más recurrentes los reportes de que la escasez y el malestar están llegando también a los cuarteles. La sucesión de arrestos de militares retirados, algunos de ellos compañeros de armas del propio Chávez, como es el caso de Miguel Rodríguez Torres, acusados de conspiración y detenidos en circunstancias reñidas con los más básicos criterios del derecho procesal, dan muestra de que el control monolítico del gobierno sobre los militares no es tal. En este sentido, la amenaza de que una intervención directa de las Fuerzas Armadas resuelva la crisis política a través de un golpe tradicional también podría presentarse en detrimento del chavismo.

Reflejan un sistema político en crisis y roto, incapaz de representar y contener a una sociedad de la cual se encuentra desconectado y que transita sufriente la peor crisis económica de su historia.

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Venezuela necesita recrear su sistema político para que ninguna de estas salidas autoritarias se termine de imponer. La crisis económica es más urgente, qué duda cabe, pero difícilmente pueda ser resuelta sin un marco institucional que además de legítimo sea efectivo. Aquello demanda más que la convocatoria a elecciones en condiciones de mínima transparencia y equidad, implica reconstruir un modelo de representación en función de figuras, proyectos e identidades que vuelvan a interpelar a la sociedad venezolana y se constituyan en referencias auténticas capaces de contener demandas e inspirar esperanzas. Cómo hizo Chávez, veinte años atrás.

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Comentarios

  1. Italo

    el 29/05/2018

    No te lo pierdas andate urgente a venezuels??

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