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Los colaboracionistas, los resistentes, los exiliados, los quebrados, los torturadores, los torturados, los traidores, los sobrevivientes, las Madres. El saldo narrativo de la dictadura dejó identidades absolutas. La dictadura contada como un episodio decisivo de la historia, con éticas resueltas y heroísmos o traiciones, todo entre la vida y la muerte. Por debajo de ese manto sagrado, las dificultades por comprender a la sociedad civil: la vida de millones de argentinos que “siguió su curso”.

¿Qué pasó en la sociedad civil, en las “capas medias urbanas”? Gran parte del cine argentino que repasa esos años (desde el primer cine de transición de Aries Producciones hasta la filmografía revisionista durante el kirchnerismo, como “Infancia clandestina” o “Pasaje de vida”) se encabrita, en promedio, por ver en esa sociedad civil (en la clase media) el experimento de un habla común basado en dos frases: “algo habrán hecho” y “por algo será”, dos perlas que explicarían una suerte de culpabilidad generalizada que incluía a todos. En última instancia, la sociedad es culpable. Como si el orden del 76 se explicara en sí mismo, recortado en el tiempo, es decir: como si las propias organizaciones populares y armadas no se hubieran aislado políticamente en su militarización vanguardista o como si la represión de la Triple A no hubiera existido con su crimen y desproporción pública. Esta parábola del “por algo será” supone que en escena estaban los militantes perseguidos, los familiares que reclamaban por los desaparecidos, los militares represores, los cómplices empresariales o clericales, los políticos traidores, etc., pero nada de eso hubiera sido posible sin la anuencia expresiva de la sociedad civil que se desentendía dando un apoyo tácito en un “¿y yo qué tengo que ver?”.

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En la nominación de dictadura “cívico-militar” late el pulso desenfrenado por no saber hasta dónde extender la línea de responsabilidades: nunca terminaremos de extender esa nominación. ¿Los que festejaron los goles, los que compraban cosas importadas, los que iban al cine, los que apelaban a una “vida normal”, los que iban a misa? ¿Se vivía, se cogía, se amaba y se ignoraba eso que pasaba? Siempre, de fondo, como un silbido, la tentación acusatoria sobre un grueso de la “sociedad civil” que habría sido parte de la fiesta hasta donde quiso o pudo ofreciendo sus servicios básicos de silencio y temor.

No había allí formas de resistencia walshianas, sino, tal vez, las formas grises de producir una discursividad crítica y autorregulada

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La pregunta sobre el gran aparato discursivo que se construyó en torno a “pensar la dictadura” es si la sociedad civil de “la gente común” (tomando ese gran libro de Sebastián Carassai) puede recordar esa historia, y hacerlo con dignidad.

La gente común de la dictadura

Sin embargo, existe otra historia menos contada: una historia dentro de esa misma sociedad civil y una “producción cultural” que permitió en esos años consumar una conversación pública de disidencia, de distancia irónica sobre ese “orden”. Las referencias son obvias: la revista Humor y la revista Expreso Imaginario, el movimiento del rock nacional (con Serú Girán a la cabeza), el cine de Adolfo Aristarain, el “boom literario” de Jorge Asís, por nombrar los hitos de alcance masivo. Aquello que conformaría algo así como un mapa de “consumos” que sobrevivían a los mandatos éticos y estéticos del “Proceso” y motivaban una existencia crítica posible, asimilable, irónica, prudente pero despierta. No había allí formas de resistencia “walshianas”, sino, tal vez, algo vigente: las formas grises de producir una discursividad crítica y autorregulada que permitía, visto ahora, un amparo social frente al desierto represivo, una continuidad vital, ¡que no maten a Mafalda! En el documento valiente del Partido Justicialista o en la carta de María Elena Walsh publicada en Clarín en 1979 contra la censura (“Desventuras en el país jardín de infantes”) habita ese “sí pero no así” que suscribe a esa “legitimidad de origen” de la dictadura (aquello de había que restablecer el orden, es cierto, pero…). Una objeción por los métodos más que por los fines, que significaba a su vez, en ese contexto, un riesgo enorme. Un repaso fino de esa producción advierte que la “teoría de los dos demonios” no fue un invento espontáneo de Sábato o Alfonsín.

Para evitar el aislamiento y el escándalo internacional que habían concitado otras dictaduras, el Proceso se planteó la clandestinidad de la represión desde el minuto uno. Para la superficie de la vida cotidiana quedaba un simulacro de normalidad que anticipara a la Argentina regenerada. A partir de 1978, cuando la intensidad represiva cedía y la apertura financiera habilitaba un corto verano económico, comenzó a avizorarse el aspecto, llamémosle, “pro positivo” de la misma dictadura, es decir, cuando comenzaron a formular el modelo social que pretendían instalar después de la cirugía represiva mayor. Un tipo de juventud, de economía, de trabajador, de empresario, de padre, de hijo, de rico y de pobre. Ese sucedáneo de sociedad civil a la medida de la fiesta de todos, el humor de Quique Dapiaggi o la sempiterna mesa de Mirtha Legrand no pudo con sus límites de origen: la falta de imaginación de sus elucubradores, su paranoica desconfianza hacia la misma sociedad que pretendían reeducar.

Para la superficie de la vida cotidiana quedaba un simulacro de normalidad que anticipara a la Argentina regenerada

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Y frente a ese discurso “civil” de la propia dictadura maduraba un tipo de oposición social tan capaz de naturalizar sin culpa las “modernizaciones” de la economía de Martínez de Hoz como de rechazar los mandatos conservadores de Benjamín Menéndez. Tarde o temprano el borde no disciplinado de la vieja sociedad civil iba a emerger. No habría épica en ella, tampoco vocación de mártir o de partisano, sólo esa insoportable aspiración a seguir llevando sus vidas a como dé lugar. Sin importar, sin medir las consecuencias que eso tuviera.

¿Por qué la pegó el rock?

Antes de Malvinas y el triste boom rockero en el 82, el rock nacional tuvo un acelerado despliegue. Sufrió los impactos de la censura y el efecto comercial de la represión (el miedo de mucha gente de ir a un concierto e ir preso a la salida); pero por algunas razones 1976 es, como sostuvo Miguel Grinberg acá, un gran año para ese “movimiento”: por las grandes bandas maduras (Invisible, Alas, Nito Mestre y los Desconocidos de Siempre, La Máquina de Hacer Pájaros, Polifemo), por el entendimiento “vanguardista” entre los rockeros y Piazzolla, por la consolidación de un público específico y fiel, etc. De algún modo la dictadura en su primer impacto contribuyó a la autonomía de ese arte, en su persecución más directa a “lo político”. Pero el descontrol de soltar las fieras deprimió todo ya para 1977: no hay rockero que no tenga a un amigo, conocido o familiar caído en la picota, muchos ya vivían directamente afuera, el control policial nocturno era absoluto, las ventas bajaron. Otra cosa más sólida que se disolvió en el aire. Aunque el hilo persistió, y una gran referencia para entenderlo es el libro “Rock y dictadura” de Sergio Pujol.

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En agosto de 1976 nace la revista Expreso Imaginario. No se trata de una revista de rock, como la legendaria revista Pelo, ni de un emprendimiento lateral, puramente auto-gestionado, sino de la revista de contracultura más importante del país, que condensaba el caudal de la experiencia nacida en los 60, de la mano de grandes cerebros como Jorge Pistocchi o Pipo Lernoud, “hombres de la sicodelia”, como diría Solari, para quienes el rock, como también diría Solari, no era un género sino una cultura. En el Expreso se sumariaba toda la agenda didáctica (indigenismo, orientalismo, medio ambiente, rock, folclore andino, naturalismo) que estaba exactamente afuera del campo de significaciones políticas inmediatas. No era una revista de lo que no se podía hablar, sino una revista de lo que no se hablaba. Portaba una agenda micropolítica a la que el ojo viejo y censor del Proceso no alcanzaba a distinguir en su raíz, por  más que, como ocurría con casi todo, los “servicios” la llegaran a husmear. Su esplendor y habilidad estaban en ese terreno de “afuera” del ojo de la tormenta, que construía un discurso de comunidad y refugio contra un horizonte que visiblemente les prometía como letra chica de la represión la, llamémosle, “mercantilización” de la vida social.

¿Cuáles eran los enemigos declarados del Expreso? El autoritarismo, el consumismo, la cultura de masas, la Televisión, el clima de censura. Como bien dice también Pujol en su libro: la llegada de la “música disco”, lejos de ser un movimiento de libertad sexual expresivo de las minorías (los gays, la comunidad afroamericana), en Argentina tomó la forma de un modelo regulado para la “nueva juventud”, una nueva disciplina del cuerpo con algo de “de casa al mercado y del mercado a casa”. La supuesta “resistencia” del Expreso figuraba también en sus omisiones, por ejemplo, el silencio absoluto durante el mundial, la negación por vivir o nombrar esa “euforia”. O, más sugestivo, su credo indigenista en un país que en 1979 celebraba oficialmente el centenario de la Campaña del Desierto. Era un refugio: basta con ver el correo de lectores para entender el flujo que circulaba, el deseo de pertenencia y comprensión de adolescentes y jóvenes demasiado solos. El año pasado Gourmet musical publicó una excelente historia de la revista, “Estación imposible”, de Sebastián Benedetti y Martín E. Graziano.

No era una revista de lo que no se podía hablar, sino una revista de lo que no se hablaba

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Infinitos carteles que no digan nada

¿Y por qué Serú Girán significó la gran banda del éxito, la bestia pop? Cuando en 1977 la mayoría de los rockeros (Moris, Del Guercio, Pappo, León Gieco) ya deambulaban por el mundo había dos que no: Charly García y Luis Alberto Spinetta. Pero Charly, tras una estadía decisiva en Buzios, luego de reclutar a Oscar Moro, Pedro Aznar y David Lebón, mimados por el hábil Billy Bond, funda con un gran disco en 1978 Serú Girán, luego de desarmar La Máquina de Hacer Pájaros y de lidiar contra las tormentas de su ego, ya que, pese a él, Charly buscaba el amparo de una banda donde sobresalir menos individualmente. Serú Girán es el proyecto más colectivo de Charly quien, como un gran industrial argentino, creía en la necesidad ampulosa de las grandes bandas incluso a contramano de la tendencia mundial: mientras el mundo hacía punk, Charly tramaba canciones de no menos de cinco o seis minutos.

Serú Girán es el proyecto más colectivo de Charly quien, como un gran industrial argentino, creía en la necesidad ampulosa de las grandes bandas

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En 1979, graban su segundo álbum, “La grasa de las capitales”, donde se esbozan quizás los apuntes más finos sobre esa “nueva juventud” pacificada a palos y arrojada a los brazos del mercado. El concepto del disco se repite en cada canción: es el vacío. Un vacío existencial y colectivo en el corazón del sujeto: el joven argentino despojado de cualquier experiencia colectiva. Desde el comienzo, “¿Qué importan ya tus ideales?”, que canta el coro de cuatro emparchado a lo Queen, hasta la canción que, como dijo Spinetta, hubieran querido componer Lennon y McCartney, “Viernes 3AM”, donde un chico vive su fiebre del sábado por la noche (con un arma en la mano listo para volarse la sien). O “Paranoia y soledad” y “Los sobrevivientes”, casi demasiado literales al respecto en sus títulos. Y también la voz liviana de David Lebón ensaya en “Frecuencia modulada”: “Si aunque aumentes el volumen ya no hay fuerza/ Son los tiempos que están huecos de emoción”.

El vacío del que hablan es colectivo porque irradia la deserción de una época (¿el fin de los años de la política juvenil, el aplastamiento de la contracultura bajo los mandatos del mercado, el fin del “sueño de un sol y de un mar y una vida peligrosa”?). El rock en dictadura no fue un perseguido político, aunque haya “exilios”, porque no contó el ocaso de la juventud militante sino el vacío al que era empujada una nueva generación de jóvenes argentinos. Exactamente ese fue el valor narrativo de Serú Girán aunque suene un poco simplificado.

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“Por encima de la mediocridad general”

Para el año mundialista los militares decidieron relajar provisoriamente la presión: había que ir preparando la salida política, que incluía un veranillo de dólar barato y una visita de la CIDH al año siguiente. Andrés Cascioli y Tomás Sanz decidieron aprovechar la tregua para lanzar la revista Humor registrado e intentar repetir la aventura de Satiricón, el provocativo mensuario que había hecho cerrar el gobierno peronista en 1974. Venían del mundo de la publicidad, esa cantera que en los ‘70s nos dio a Rodolfo Fogwill, a Roberto Jacoby y que abrió uno de los pocos espacios con un margen de creatividad aceptada. En el desbande de 1976 intentaron desde versiones “más yanquis y elegantonas” del viejo chiste hasta una pretenciosa revista de espectáculos que no lograron venderle a nadie. Hasta que llegó Humor.

Andrés Cascioli y Tomás Sanz decidieron aprovechar la tregua para lanzar la revista Humor registrado e intentar repetir la aventura de Satiricón

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Pese a la incoporación de Enrique Vázquez, ex FJC y timonel de la suave radicalización política de la revista, Humor no era una revista de izquierda. Cascioli se asumía antiperonista y “admirador ciego del sistema de vida y las tradiciones políticas norteamericanas”. Según Eduardo Blaustein Humor ni siquiera era una revista opositora al gobierno. El objeto de sus críticas eran más bien las costumbres de esa sociedad civil que el gobierno fracasaba en prohijar. Diego Igal, en su historia urgente de Humor (editada por Marea) ofrece una crónica colorida del suceso comercial de la revista bajo la dictadura: “Ahora hay que ser rockero, los chetos pasaron de moda”, así era presentada la página musical de Gloria Guerrero, mientras Fabregat discutía con la astrología y las supersticiones; Grondona White recuperaba cierto sentido del humor liberal para relatar las penurias de la clase media porteña; las columnas de espectáculos de Braccamonte, Paredero y Vinelli los enfrentaban a la vez con la farándula y el aparato censor; Cascioli fustigaba a revista Gente y sufría aprietes por burlarse de Pimpinela, a la sazón representados por un militar. “No somos una revista de chistes… Apelamos al humor crítico y ahí está la gran diferencia… se confunde por ahí que cultura e inteligencia son cosas subversivas”.

Humor 78

La revista es una mezcla de whiskies, definió Roberto Frenkel, quien colaboró en Humor usando un seudónimo. Había un paladar negro tanto en el cuidado que ponían Sanz y Fabregat con el lenguaje de la publicación como en el line up de los recitales que organizó la revista junto a La Trastienda como respuesta a la visita de Frank Sinatra: Dino Saluzzi, Luis Alberto Spinetta, Rodolfo Mederos, Antonio Tarragó Ros y Bernardo Baraj. Ese paladar negro fue la contraseña para ingresar a un espacio de pertenencia en donde estaba habilitada cierta crítica a la cultura dominante de la época, ya no en nombre de un colectivo irredente, sino del buen gusto y la libertad individual.

La operación intelectual de Humor fue básicamente de extrañamiento: en la distancia que brinda el humor, la ironía, pero también cierto elitismo cultural que delimita severamente el menú de consumos legítimos, logró trazar una frontera inerme con el proyecto de la dictadura. De aquel lado el clima cultural de Massera y Velazco Ferrero, pesado, artificial, grasoso, irrespirable; de este, el refugio de los sobrevivientes, sus guiños y sobreentendidos, su humor inteligente, su música de calidad y su cine europeo sin censuras.

El consumo pareció ser el refugio de esa parte de la sociedad que el Proceso no consideró necesario disciplinar sino tan sólo apartar de las urnas

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Ver películas

“¿Qué se puede hacer salvo ver películas?” se preguntaba Charly García en 1977. El consumo pareció ser el refugio de esa parte de la sociedad que el Proceso no consideró necesario disciplinar sino tan sólo apartar de las urnas. Alentados en parte por una política mocha de libremercado que habilitó la modernización de ciertos consumos; alentados en parte por la incapacidad de la dictadura de ofrecer un correlato cultural atractivo a su impiadoso proyecto regenerativo, los sobrevivientes políticos y económicos del Proceso encontraron un refugio en el grado cero de la civilidad (leer, comprar, consumir), debajo de todos los radares militares, y allí acamparon sus aspiraciones.

Pero el consumo nunca es inocente. Menos aún en una sociedad saturada de significados, una sociedad adicta a sobrepensarse, nieta de Sarmiento, hija de Germani y Pichón Riviere. El consumo también puede ser la acción que realizan los sujetos en los intersticios de los dispositivos de poder, una fuga posible de la disciplina, escondida, enredada en el matorral de las miles de pequeñas acciones aparentemente inocuas de nuestra vida cotidiana, desprovistas de la excepcionalidad de los grandes hombres y las grandes decisiones. Guilermo O’ Donnel, en “Democracia en la Argentina, micro y macro” describía todo lo conflictivo que era ese terreno en el que florecían estas empresas culturales y cómo “la vida cotidiana” estaba oblicuamente alcanzada por una dinámica autoritaria que hacía florecer en familias, escuelas y ámbitos laborales kapos, micro-autoritarismos que entraban en solución con lo que llegaba “desde arriba”.

El paladar negro cultural, la distancia irónica, las alegorías, los sobreentendidos de gente que escuchó los mismos discos, vio las mismas películas y leyó los mismos libros y revistas, cada bocado del selecto menú de símbolos y costumbres que se consumió pacíficamente pero de espaldas a la dictadura alimentó una comunidad, una identidad, un sujeto. En la medida en que el proyecto político de la dictadura se volvía inviable, los fragmentos de sociedad civil refugiados en sus pequeños consumos cotidianos se empoderaron hasta verse a sí mismos como La Sociedad, esa que merece gobernar en La Democracia.

El consumo también puede ser la acción que realizan los sujetos en los intersticios de los dispositivos de poder

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La sociedad que llega al ‘83, tan dispuesta a castigar a la Junta como a indultarse a sí misma, civilizada después después de que el Estado fue bárbaro, no sólo es la que dejó vivir la dictadura: es, sobre todo, la que se educó a sí misma durante el Proceso. Es la sociedad que atraviesa la democracia argentina, el sujeto de los últimos 30 años. Confiada de su nivel cultural y sus símbolos (la educación pública, la piel blanca, la movilidad ascendente, la vocación mundana por estar al día en lo que sea), incapaz de escuchar razones del Estado pero estricta en el cumplimiento de sus derechos, ávida de dólares, de libertad, de información, de insumos que refuercen ese lugar que ella misma se dio y que no hay dictadura, mercado o democracia que pueda sacarle. Más allá del horizonte queda el rancherío, la peonada y ese resto incontable, ingobernable también, pero por motivos muy diferentes.

Expreso Imaginario dejó de salir en 1983, la revista Humor no pudo dejar de fundirse en el alfonsinismo y acompañar su ocaso y el rock fue el aliado de la nueva Juventud Radical hasta las últimas consecuencias: el declarado apoyo de la elite rockera a Angeloz en 1989. Pero el huevo de la serpiente ya estaba maduro: la sociedad pudo seguir su camino sola o con otros aliados culturales, sin perder las mañas. Progresista sin colectivo, liberal sin ley, consumista, individualista, cívica pero con una distancia irónica hacia la política, pretenciosa, exigente, quizás invencible. El precio del poder en Argentina es tratar de gobernarla. Esa es la democracia realmente existente.

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