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09 de julio 2020

Lucas Nine

AÚN MÁS BLUES PARA UNA GATA NEGRA

Tiempo de lectura: 5 minutos

Historietas, cine, novelitas de género: las cosas que tengo a mano pueden ser un medio más efectivo de pasar revista al inconsciente de una cultura que las “Grandes Manifestaciones del Arte”, o como quiera llamárselas, que suelen cargar con el peso de una firma y la intención de reescribir la historia. Acaso por la naturaleza misma del formato novela, en el que la palabra “fin” acaba organizando todo sentido en la narración (coincidencia notable con la concepción borgiana del Destino), Proust, Joyce, Mann o Cervantes son broches perfectos para cerrar una época.

El “género”, en cambio, es el hilo narrativo desmadejado que no tiene perspectiva de final a la vista, el cuento desquiciado de una abuela interminable, el producto de una Sherazade que aplaza su sentencia de muerte mediante el uso reiterado del “continuará”. Esa cualidad de relato abierto –uno que se nutre del aire- es la que termina de otorgarle su rol de intérprete o adivino.

En la primera parte de esta nota me serví de una biografía de George Herriman y de su Krazy Kat (“Krazy Kat – a Life in Black and White”, Michel Tisserand, 2016) para indagar acerca de la matriz del racismo discutido por los grandes medios de comunicación. La conclusión general era que el establishment norteamericano usa el conflicto racial para exportar los fundamentos teóricos en los que este se basa, publicitando la necesidad de organizar cualquier manifestación social, cultural, étnica o religiosa en torno al rígido sistema de labels que impone el imperio.

En una segunda entrega, apelé a otra historieta norteamericana, “Captain Easy”, en la que este ejercicio de etiquetado se enfrenta a la paradoja extrema de tener al mismo personaje siendo un soldado de la CIA y un anarquista solitario a la vez; tensión fundante que recorre las producciones del imaginario cultural norteamericano desde el Western hasta los modernos movimientos de género bajo la fórmula sólo es válido aquello clasificable, y, sin embargo, lo inclusivo intenta escapar a categorías estrechas.

este ejercicio de etiquetado se enfrenta a la paradoja extrema de tener al mismo personaje siendo un soldado de la CIA y un anarquista solitario a la vez

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Contando ovejas eléctricas

Pero prometí a Dick, Philip K. Dick. En su cuento “The Exit Door Leads In” (1979), el escritor de ciencia ficción resume esta dinámica en una institución todopoderosa -The College- que impone una serie de consignas absurdas para terminar revelando que la única promoción posible para sus alumnos consistía en haberlas desobedecido en primer lugar.

La idea es paradójica sólo en apariencia. Como un motor de explosión, se mueve en base al conflicto entre dos nociones contradictorias. Ajena a la mente de un fabricante -trátese de Ford o Chrysler-, la idea de llegar a una síntesis armoniosa de dos principios incompatibles. Su resolución equivaldría a la inmovilidad del artefacto y lo volvería inútil. De lo que se trata aquí es de poner un tigre en su motor, y ese tigre se llama paranoia.

Una institución que convierte en engranajes a sus sujetos -mediante la aceptación pasiva de las categorías ordenadoras, su inserción en los casilleros correspondientes, la correcta ejecución de las órdenes impartidas- pero que deja en claro en todo momento que sólo aceptará como válida la iniciativa personal, única e intransferible de la voluntad del individuo, plantea dos preguntas básicas: ¿Cuáles son las órdenes “correctas”? (¿existe una “orden real” oculta en el interior de la “orden aparente”?). Pero, fundamentalmente, ¿cuál es el sentido final de esas órdenes? Lo que, puesto de otro modo, es cuestionarse sobre el nombre del actor que las imparte. Ninguna de esas preguntas tiene respuesta, ni pretende tenerla. Sirven para poner los cimientos de base en el edificio paranoico norteamericano.

las conspiranoias varias son otro producto hollywoodense, en cualquiera de sus aplicaciones (desde término despectivo para descalificar el pensamiento ajeno a modelo para comprender el mundo)

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Es interesante notar como la representación gráfica de la comunidad, en sus primeras expansiones publicitarias, recaía en modelos concretos: la iglesia, el fuerte, la mesa familiar, el fogón, the jail. La institución se organizaba como un todo comprensible, capaz de definir el bien y el mal a partir de los intereses de su comunidad. Para los años del “war effort” del Captain Easy, la representación de lo institucional se ha vuelto algo menos figurativa: alcanza con incluir en alguna viñeta la cúpula del Capitolio (“¿la cúpula del qué?”), para que los personajes pongan los ojos en blanco y empiecen a hablar de su deber patriótico. Una década luego, esta representación llegará a la abstracción total del “abstract expressionism” o el “action painting” de Jackson Pollock y los movimientos culturales producidos bajo el patrocinio exclusivo de la CIA. Como descubrió el prolífico escritor Jim Thompson (novelas policiales, guiones para el cine, lo que sea): todas las premisas de Hollywood caben en la frase “nada es lo que parece”.

La actual ficción oficial ha seguido el ejemplo de algunos reptiles a la hora de cambiar piel. Los ejemplos más exitosos (las sagas Star Wars, Harry Potter o Matrix; los innumerables Códigos Da Vincis y la mayor parte de los productos propuestos por Netflix) se centran en las hazañas de una minoría, que, en razón de sus méritos cognoscitivos o tecnocráticos, detentan el verdadero conocimiento, y, por lo tanto, el derecho al poder. El saber esotérico que poseen nos resulta verosímil dado que lo vemos operar a diario y se encuentra incluso en el interior del artilugio en el que escribo estas líneas: como todos sabemos, funciona gracias a la magia (“blanca”, me apresuro a aclarar).

Para los años del “war effort” del Captain Easy, la representación de lo institucional se ha vuelto algo menos figurativa: alcanza con incluir en alguna viñeta la cúpula del Capitolio (“¿la cúpula del qué?”)

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El modelo paranoico, ampliamente publicitado por el imperio, es utilizado hoy incluso por sus detractores. De hecho, las conspiranoias varias son otro producto hollywoodense, en cualquiera de sus aplicaciones (desde término despectivo para descalificar el pensamiento ajeno a modelo para comprender el mundo). Philip K. Dick, cabal alumno en su escuela pulp, fue uno de sus profetas, agentes y detractores más eficientes. Todo en uno, como corresponde al caso.

La intención de estas notas era, como aclaré de entrada, compartir algunas intuiciones sobre un modelo particular de racismo que corresponde a una sociedad concreta pero sin embargo se pretende universal gracias a cierta ambigüedad terminológica y la confusión generalizada. Traté de escarbar en sus raíces más profundas, en la medida que me lo permitían mis deditos mochos.

Se trata, en definitiva, de otro caso policial. Un hecho menor (tampoco es para tanto), como el que la escritora María Moreno recordó en un reportaje reciente, contando las aventuras de un ladrón que compartía su cuarto en el conventillo con un policía ignorante del oficio de su compañero. Según Moreno, “el chorro era muy elegantón, usaba unos trajes impresionantes, tenía unas corbatas con una sirena pintada, zapatos de doble color… y me decía en joda: ‘cuando yo no estoy, Vera se prueba mi ropa, pero no sabe de qué se disfraza’.”

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