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19 de enero 2021

Esteban Actis

BIDEN ANTE EL LIDERAZGO ASEDIADO

Tiempo de lectura: 9 minutos

“Para proyectar poder más allá de las fronteras se requiere un mínimo de cohesión y solidaridad dentro de ellas. Las sociedades débiles y fracturadas, no importa cuán ricas sean, no pueden ejercer influencia estratégica ni proporcionar liderazgo internacional y dejan de ser modelos dignos de emulación”. Arvind Subramanian

“Nunca antes una potencia dominante enfrentó un cambio tan dramático en su posición relativa de poder como EE. UU. en las últimas dos décadas.” Martin Wolf 

A comienzos del 2019 el Secretario de Estado de la administración Trump, Mike Pompeo, realizaba una gira al viejo continente con el objetivo de alejar a Europa de China. “Ellos o nosotros” fue en resumidas cuentas el mensaje. Dos años después Bruselas firmó un ambicioso y profundo acuerdo de inversiones con Beijing (Eu-China Comprehensive Agreement on Investment) y se rehusó reunirse con el máximo representante diplomático de Washington después de los bochornosos episodios del 6 de Enero. Pompeo tuvo que cancelar su último viaje –alegando la necesidad de la transición de gobierno- porque nadie en Europa quería reunirse con él. 

Lo señalado grafica la herencia que recibirá Joe Biden en materia de política exterior. El liderazgo global de Estados Unidos se encuentra doblemente asediado. Una potencia resquebrajada y polarizada fronteras adentro y amenazada por otra potencia fronteras afuera. El problema para Estados Unidos no es ni la abrumadora crisis política, social y económica que atraviesa, ni China. Son las dos. 

Este doble proceso no puede ser indilgado totalmente a Trump. Ambos son tendencias preexistentes que las políticas del magnate inmobiliario potenciaron. En palabras de Subramanian el colapso del liderazgo global de Estados Unidos es producto de una “devastadora y acumulativa saga” en el cual el establishment de Washington (los Clinton, los Bush y Obama) es parte activa. Sin embargo, después de cuatro años de Trump sentado en el Salón Oval, la percepción generalizada es que Estados Unidos lidera cada vez menos y China se empodera cada día un poco más.

Una potencia resquebrajada y polarizada fronteras adentro y amenazada por otra potencia fronteras afuera. El problema para Estados Unidos no es ni la abrumadora crisis política, social y económica que atraviesa, ni China. Son las dos.

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Hegemonía encogida 

A diferencia de lo que muchos pensaron inmediatamente después del 11/S, el fin de la Pax Americana -el período de relativo orden en el mundo occidental iniciado con el final de la Segunda Guerra Mundial y coincidente con la posición absolutamente dominante de Estados Unidos en el plano militar, económico, ideacional y de valores- no ha sido producto de un imperialismo exacerbado (imperial overreach) sino de una hegemonía encogida (shrunken hegemony). Una pequeña digresión antes de profundizar este punto. El fin de la Pax Americana no significa una aceptación de la tesis declinacionista del poder americano: si algo ha mostrado Estados Unidos en el último medio siglo es su resiliencia y capacidad de reconversión. Implica reconocer que los fundamentos domésticos y externos en donde se sustentó dicho orden se han esfumado y difícilmente vuelvan. 

La idea de “hegemonía encogida” hace alusión a que Estados Unidos no está en crisis por una sobreutilización de sus recursos duros de poder (militares y económicos) sino por una autoflagelación de sus recursos blandos (cultura, valores, narrativas, políticas) capaz de generar atracción y reputación globalmente. El USC Center on Public Diplomacy  junto con la consultora Portland elaboran desde 2016 –sobre la base del modelo de Joseph Nye– The Soft Power 30 Index, un índice que intenta mensurar esta forma de poder entre los países. En sus cuatro informes, Estados Unidos pasó de ocupar el primer puesto en 2016 a quedar en quinto lugar en 2019

Las próximas mediciones deberán contemplar que en el último año el mundo miró atónito como la pandemia se expandía y ponía contra las cuerdas a la nación más preparada para afrontar este tipo de amenazas (según el Global Health Security Index), la Casa Blanca se oscurecía (en el marco de las protestas por la muerte de George Floyd), su sistema electoral era cuestionado por el propio presidente y el Capitolio era invadido y violentado por manifestantes. Si la observancia democrática y electoral de Estados Unidos sobre el resto del mundo era cuestionable y embarazosa, ahora se torna jocoso. El cuestionamiento que el Departamento de Estado hizo sobre el proceso electoral de Uganda que culminó el pasado 14 de enero no carece de validez, pero sí de autoridad moral. 

Si el poder duro es empujar, el poder blando es jalar, advierte Joseph Nye. La concepción de poder de la administración Trump ha sido muy rudimentaria y simple. Trump logró que muchos actúen de manera contraria a sus preferencias y estrategias iniciales a los empujones y mostrando siempre la aún fortaleza relativa. El profesor de la Universidad de Chicago Paul Poast identificó a esto como una política exterior propia de un “cabrón” (asshole). Al igual que el matón del curso de cualquier secundaria que se queda con la comida del niño más débil, Trump terminó imponiéndose en muchas de sus acciones (presupuesto militar en la OTAN, tarifas en acero y aluminio, Presidencia del BID) porque el/los otro/s no tenían ninguna otra alternativa.   

Joe Biden tendrá la difícil tarea de volver a elaborar una concepción más inteligente y sofisticada del poder. A los palos y zanahorias (amenazas e incentivos propios de cualquier Gran Poder) deberá intentar volver a controlar y fijar las agendas e intentar establecer y moldear las preferencias de terceros actores. Lo primero será vital para el intento de reflotar el multilateralismo y las instituciones internacionales. Lo segundo –más complejo aún- se traduce en lograr alinear los objetivos con la base aliada pero que estos no tengan que modificar sus deseos iniciales. Volver a seducir y encantar, volver a lograr reputación internacional es una empresa sumamente compleja. Cuando los aliados tradicionales de una potencia comienzan a percibir como ilegítimas sus políticas y acciones, o cuando los stakeholders de un orden establecido (parte interesada) dejan de tener incentivos e intereses en su mantenimiento, el daño puede ser irreversible y no corregible con una mera inyección de recursos materiales adicionales. 

El fin de la Pax Americana no significa una aceptación de la tesis declinacionista del poder americano: si algo ha mostrado Estados Unidos en el último medio siglo es su resiliencia y capacidad de reconversión. Implica reconocer que los fundamentos domésticos y externos en donde se sustentó dicho orden se han esfumado y difícilmente vuelvan.

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China agrandada    

El asedio al liderazgo de Estados Unidos tiene además un componente sistémico. Una potencia en rápido ascenso que converge (y disputa) con la potencia establecida que mira para atrás con mucho temor. Tres datos para graficar este proceso que pone nervioso al Tío Sam: 1) Cuando en 1990 se comenzó a elaborar el ranking Fortune Global 500 ninguna firma china figuraba en la lista de las empresas más importantes del planeta. En la edición 2020, ya eran 124 (Hong Kong incluido) y desplazando por primera vez del puesto número uno a Estados Unidos (121) en relación con el origen del capital; 2) para 2020, las invenciones registradas por residentes chinos bajo el Tratado de Cooperación en Materia de Patentes (PCT, por sus siglas en inglés) ya representaban el 25% del total mundial y alcanzaban así a EE. UU. Mientras a comienzos de siglo el gigante asiático casi no registraba patentes y era incluso visto y catalogado como un país de copia, Estados Unidos representaba el 40% del total; 3) según The New York Times, en dieciocho de las últimas dieciocho veces que el Pentágono hizo juegos/simulación de guerra con China en el estrecho de Taiwán, Estados Unidos perdió en todas.    

Trump deja la Casa Blanca con dos impresiones respecto a China. La primera es la idea de competencia con el “gran poder” y no entre “grandes poderes”. Beijing está en otra categoría que Rusia, Corea del Norte e Irán. La rivalidad sistémica no se puede disimular más, “basta de caretearla” fue el mensaje de Steve Bannon y compañía. Si con Obama la pelea con China se daba sigilosamente en los camarines, Trump puso a Xi Jinping en el centro del ring y le puso todas las luces sobre él. Seguro que con matices y diferencias, cualquiera que hubiese ocupado la 45.º presidencia de Estados Unidos hubiese hecho lo mismo.   

Por su parte, existe la impresión de que hoy en el mundo prima el China First. La respuesta y resultados (sanitarios y económicos) a la pandemia son elocuentes en relación a la arraigada idea y percepción de una indefectible “transición hegemónica”. Sin embargo, y para entusiasmo de Biden, Estados Unidos aún conserva importantes cartas en la mano que deberán ser jugadas correctamente para no perder la primacía global. En primer lugar la geografía. Estados Unidos es un país entre dos grandes océanos y con un patio trasero muy controlado (América Latina) a diferencia de China que tiene disputas territoriales con Brunéi, India, Indonesia, Japón, Malasia, Filipinas, Taiwán y Vietnam en donde priman las bases militares estadounidenses. 

En segundo lugar, la demografía. El riesgo que corre China es convertirse en “viejo” antes que en “rico”. De acuerdo con los datos que aporta Adele Hayutin, investigadora de la Universidad de Stanford , en los próximos 15 años la fuerza laboral de EE. UU. crecerá un 5%, mientras que la de China se contraerá un 9%, como resultado de la ya abandonada política de un solo hijo. 

En tercer lugar, la hegemonía del dólar y el privilegio exorbitante que ello representa, como por ejemplo, financiar déficits sin “lágrimas”. El rol de la FED inyectando estímulos durante la crisis de la pandemia es el mayor ejemplo. Es legítimo reconocer que el dólar se ha visto tensionado y debilitado por los desatinos de Trump, pero también se debe destacar, como bien señala el economista Mohamed A. El-Erian, que “no se puede reemplazar algo con nada”. El euro, y más aún el yuan, lejos están de tener capacidad de reemplazar al dólar en el corto y mediano plazo.  

Cuarto y último, el poder blando. Si cómo vimos Estados Unidos ha perdido en los últimos años capacidad de atracción y encantamiento a nivel global, China no ha logrado incrementar dicha vital dimensión del poder. Las últimas encuestas del Pew Research Center demuestran que en Occidente las visiones desfavorables sobre China se han incrementado. Un interrogante: ¿Podrá la administración Biden jugar mejor las cartas que aún conserva?.     

Más allá de esta duda, lo cierto es que la conflictividad con China no desaparecerá y continuará después del 20 de enero. La misma es estructural y llegó para quedarse. Si la dimensión epidérmica (el comercio) puede sufrir alguna distensión, la dimensión nodal (tecnológica) seguirá con la dinámica pugilística. La disputa por la centralidad en la innovación y liderazgo tecnológico (5G, inteligencia artificial, internet cuántica) marcará el pulso de la tercera década del siglo XXI. Es de esperar que el nuevo presidente exhiba aspectos mixtos en su estrategia. De seguro buscará reforzar las alianzas tradicionales, restablecer el multilateralismo y recuperar algunos elementos propios del orden internacional liberal que sostuvo la hegemonía norteamericana por tantos años, pero demostrando mayor firmeza y manteniendo posiciones duras en temas de sensibilidad estratégica. De este modo y más allá del cambio de estilo que promete Biden, es probable que persista cierto grado de volatilidad en el vínculo bilateral, aunque menor que el observado con la administración Trump. 

Por último, un gran interrogante importante es saber si Biden y Xi Jinping podrán lograr estructurar una “sociedad de rivales” en donde, más allá de la competencia de fondo, las potencias puedan cooperar y gestionar amenazas globales autodestructivas para ambas y el resto de la comunidad internacional. La pandemia, el cambio climático, la ciberseguridad son todos issues que no pueden tener agenda si no hay un concurso activo y cooperativo por parte de Estados Unidos y China. De no suceder esto el orden internacional será cada vez más entrópico e incierto. 

un gran interrogante importante es saber si Biden y Xi Jinping podrán lograr estructurar una sociedad de rivales en donde, más allá de la competencia de fondo, las potencias puedan cooperar y gestionar amenazas globales autodestructivas para ambas y el resto de la comunidad internacional

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Reflexiones finales 

La crisis del liderazgo mundial de Estados Unidos es como una casa que en un día de lluvia tiene múltiples goteras en los techos y además cuenta con varios caños averiados. Ese es el difícil panorama que encontrará el nuevo inquilino luego del 20 de Enero: un liderazgo asediado desde adentro y desde afuera

Lo peor que pude hacer la administración Biden es pensar que esa casa puede volver a relucir como nueva. El famoso “Make America Great Again” de Trump y el lema que pronunció Biden una vez electo “America is back and ready to lead world again” comparten una cosmovisión de que es posible volver a los tiempos mozos de la hegemonía estadounidenses. Esos años dorados para Estados Unidos no regresarán. El país y el mundo cambiaron. La movilidad y la relativa homogeneidad social al interior del país son cosa del pasado así como la moderación política. La estela de la crisis del Covid-19 está todavía por verse. Por su parte, las inigualables asimetrías del mundo de posguerra fría se desvanecieron. Desde la Casa Blanca deberán aceptar que hoy el mundo necesita del liderazgo Estados Unidos y China por igual; ninguno está en condiciones de conducir sin el otro, mucho menos de imponerse y doblegar al otro.   

La realidad política argentina es ilustrativa en cómo las añoranzas de un pasado mejor solo conducen a colisiones permanentes. Hay que remontarse al recurrente sueño conservador de la “Argentina pujante y agroexportadora” de fines del siglo XIX con un país de más de 40 millones de habitantes o el incansable anhelo peronista de una “Argentina obrera” en un mundo de intangibles y servicios.      

Para finalizar, Biden y el Partido Demócrata tendrán la compleja misión de intentar revertir la crisis de liderazgo doméstica que dejó Trump. Sin esto parece difícil una reconversión del liderazgo en el plano internacional. El poder de un Estado consta, según el profesor de la Universidad de Tsinghua Yan Xuetong, de cuatro elementos, a saber: el político, el militar, el económico y el cultural. La capacidad “política” es la operacional de los otros tres, que en definitiva son los recursos de poder (duros y blandos). En otras palabras, la capacidad política doméstica tiene un efecto multiplicador sobre los otros tres elementos. Si la capacidad política disminuye, los recursos materiales se ven afectados. Por lo tanto, la mejora o disminución de las capacidades de un Estado es determinada por el liderazgo político de esa nación. El fortalecimiento o declinación de los liderazgos políticos cambian las relaciones de poder entre los Estados y, por ende, la configuración del sistema internacional. 

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