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01 de julio 2018

Dino Buzzi

CONSTRUIR EL MUNDO

Tiempo de lectura: 6 minutos

 

Condenado al Éxito

Durante un tiempo existió un mito alrededor de una serie de afiches de la obra de Mario Roberto Álvarez instalados sobre las paredes de una de las Aulas del Pabellón 3 de Ciudad Universitaria: nadie que hubiese elegido ese lugar para sentarse durante su año lectivo iba a poder llegar a un buen resultado en sus proyectos; la figura de Álvarez era demasiado grande como para que los estudiantes aguanten la presión.

En tiempos en los que el debate sobre la meritocracia, la universidad pública, y la movilidad social parece haber arreciado, la figura de Álvarez, que ostenta casi un starter pack del ascenso social, se vuelve más actual que nunca. Hijo de un inmigrante español que había llegado a un cargo jerárquico en una empresa de comercio, egresado del Colegio Nacional de Buenos Aires, medalla de oro de la UBA y primer universitario de su familia: su perfil se configuró desde un principio de un modo completamente distinto al del arquitecto tradicional de la época. Álvarez había “caído en una pública” que en ese momento era tierra de potentados, y tuvo que trabajar durante gran parte de su carrera para costearse los estudios. Además, participó activamente de la vida política de su carrera.

Es posible afirmar que Álvarez era, según las categorías de Isaiah Berlin, un erizo; un hombre de un solo recurso que resolvía lo inasible y lo complejo de este mundo mediante la aplicación sistemática de una única respuesta: la construcción.

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Luego de sus primeros trabajos realizados apenas graduado, en 1938 recibió una beca de la Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Sociales (dentro de la cual estaba la Escuela de Arquitectura en ese momento) que le permitió viajar por Europa y conocer la obra de los maestros que hasta ese momento había estudiado vía revistas y publicaciones. A su regreso, Álvarez se incorporó a la Dirección de Arquitectura del Ministerio de Obras Públicas de la Nación y empezó a trabajar como director de Arquitectura del Municipio de Avellaneda, incorporando a su cartera de virtudes la comprensión de los intrincados laberintos de la obra pública.

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Una misión

Es posible afirmar que Álvarez era, según las categorías de Isaiah Berlin, un erizo; un hombre de un solo recurso que resolvía lo inasible y lo complejo de este mundo mediante la aplicación sistemática de una única respuesta: la construcción.

Álvarez solía repetir que tenía pocas ideas, pero que las respetaba. De ese conjunto corto se pueden destacar el aprovechamiento máximo del espacio, el rigor en los detalles, y la composición desde geometrías básicas; virtudes que por otra parte lo acercaban bastante a la ingeniería, disciplina complementaria, aunque muchas veces en relación conflictiva con la arquitectura.

Con distintas incorporaciones de colegas de perfil similar, combinaciones perfectas de El Estudiante de Cipolatti y el Howard Roark de Rand, a fines de la década del ́40 se consolida su propia firma, y es así como este verdadero homo constructor inició un raid de obras que a la larga terminó cubriendo gran parte de Buenos Aires con sus edificios: desde el mítico Complejo Teatral San Martín, que incluyó una larga gestión para mantenerlo vivo tras la Revolución Libertadora, hasta el edificio SOMISA, quizás el edificio más elocuente sobre nuestras accidentadas epopeyas industriales.

¿Qué movía a Mario Roberto Álvarez? ¿Cuáles eran sus deseos? ¿Qué aspectos de la realidad lo interpelaban? Lo concreto de sus planteos, la imagen completamente segura de sí misma de sus edificios, la estética moderna y metropolitana de sus gestos formales y tecnológicos, todo eso podría servir para entender que paradojalmente no había ningún hecho metafísico que alimentara semejante cantidad de energía. Álvarez quería construir. Álvarez quería cumplir con el encargo en tiempo y forma. Álvarez quería hacer buenos edificios, y quizás eso haya sido todo, ésa la misión que se dedicó a llevar a cabo durante toda su vida.

La obra de Álvarez es, por distintos motivos, una ventana para entender muchos aspectos de la historia y de la sociedad argentina del siglo XX.

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En “Delirious New York”, una de las obras más importantes sobre teoría de la arquitectura escritas en las últimas décadas, Rem Koolhas desarrolla una larga digresión sobre los factores económicos y culturales que llevaron a la ciudad de Nueva York a convertirse en símbolo y referencia de toda ciudad hiperconstruìda e hipercapitalista. En un tramo de su largo diagnóstico, Koolhas describe a Le Corbusier, uno de los padres del Movimiento Moderno en cuya tradición Álvarez se inscribía, como un creador de dispositivos paranoicos. Tanto raciocinio, tanta proporción, tanto platonismo, sólo podía devenir en un sistema abstracto y delirante, un hiperrealismo que se explica a sí mismo y a todo lo que entre en su órbita desde su propia voluntad de ser.

En otras palabras, se puede construir para resolver los problemas del mundo, pero en ese proceso se puede terminar construyendo el mundo mismo.

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Universal/Particular/Argentino

Pero reducir la vida de Álvarez a su carrera virtuosa de arquitecto sería injusto. La obra de Álvarez es, por distintos motivos, una ventana para entender muchos aspectos de la historia y de la sociedad argentina del siglo XX. Las distintas etapas de su producción son de lo más significativas, y pocas construcciones culturales nacionales tienen posibilidad de leerse a tantos niveles como los edificios de Mario Roberto Álvarez.

Sus primeras obras como integrante de distintos entes públicos conjugaron sus marcas de sobriedad y funcionalismo con la estética muda de la arquitectura municipal, con Álvarez funcionando casi como un ghost architect controlado a distancia por el Leviatán de la obra pública.

Los fines de los setenta pueden percibirse como una suerte de capitulación estética y anímica, imbuida quizás por el clima reinante de especulación financiera, cigarrillos negros, y Old Smuggler

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Los ‘50 peronistas y los ‘60 desarrollistas vinieron con proyectos cada vez más complejos. Algunos fueron pensados como verdaderos enclaves metropolitanos donde el arte aparece no solo como programa si no como complemento de los distintos espacios (Teatro San Martín). Muchos otros se generaron a partir de la repetición de una misma matriz, la torre de oficina de planta libre a la Mad Men, en las que todavía casi es posible sentir la pulsión de los brotes verdes que hicieron posible su construcción.

Sus obras de fines de los ́60 y de los ́70 dan cuenta de un cambio energético. Si bien la capacidad técnica de MRA & Asociados estaba en su mejor forma ( un poco como la de esos futbolistas que tras varios años de carrera entienden que su momento ideal es ese que combina la pujanza de la juventud con la experiencia), algo empezó a modificarse. El inicio de este trance quizás se encuentre en el edificio para la Sociedad Mixta Siderúrgica Argentina (SOMISA), quizás su última obra “soñadora”, donde la complejidad tecnológica y constructiva y los ardides compositivos generaron un hito a escala urbana único en la arquitectura argentina.

A partir de ahí, todo pareció volverse un poco más genérico y menos lírico. Los fines de los setenta pueden percibirse como una suerte de capitulación estética y anímica, imbuida quizás por el clima reinante de especulación financiera, cigarrillos negros, y Old Smuggler. El Arteche de Gianni Lunadei bien podría haber hecho de nexo entre potenciales comitentes de época y el ya unánimemente aclamado Álvarez.

Por último, están sus obras de los ́80 y ́90, que con sus muros cortina coherentemente espejados, hablan el idioma de la globalización y los negocios y casi parecen trasplantados de un fotograma de exteriores de alguna película norteamericana. ¿Habrá acaso alguna coincidencia espiritual en que gran parte de “Nueve Reinas”, quizás una de las películas que mejor haya interpretado el zeitgeist nacional de fin de siglo, suceda dentro del Hotel Hilton, una de las obras más importantes del período final de su vida y al mismo tiempo una de las últimas piezas de ese lego archisimbólico de apertura a los capitales internacionales llamado Puerto Madero?

su sombra terrible se proyecta sobre ese montón amorfo de arquitectos denominado ̈ la matrícula ̈ y sobre muchas de las discusiones actuales de la ciudad de Buenos Aires

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Actualmente, en el centro de la ciudad es imposible caminar màs de tres cuadras sin cruzarse con un edificio de su autoría. Así como sucede cada día cuando los rayos del sol dan contra la Torre Galicia Central -quizás su obra más polémica-, su sombra terrible se proyecta sobre ese montón amorfo de arquitectos denominado ̈ la matrícula ̈ y sobre muchas de las discusiones actuales de la ciudad de Buenos Aires, desde las tensiones entre el patrimonio a conservar y los edificios nuevos hasta las soluciones de movilidad de la zona portuaria. Y aunque traten de esquivarla, corran o se escondan, a la larga los va a alcanzar.

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