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12 de enero 2021

Alejandro Droznes

DE AMÉRICA

Tiempo de lectura: 7 minutos

Alejandro Droznes nació en Buenos Aires en 1980. “De América: el continente en la Copa Libertadores” es su primer libro. En Instagram es @deamerica_ y en Twitter es @deamerica_ . Este es un extracto del primer capitulo.

Llevaba varios días en Guayaquil, pero todavía no había salido de la zona céntrica en la que se concentran los principales atractivos de la ciudad: había ido y venido muchas veces por la costanera denominada “Malecón 2000”, había observado desde sus miradores el lento fluir del Guayas y había saludado el monumental hemiciclo que, junto al río, conmemora el encuentro entre San Martín y Bolívar. Del resto de la ciudad sabía poco pero me bastaba alejarme de ese paseo para encontrar un infierno de tránsito, así que prefería pasar el tiempo caminando junto a la orilla, apreciando el espectáculo natural del río y pensando en la entrevista que alguna vez reunió a los Libertadores. 

 Estaba en esa rutina cuando una tarde distinguí, entre la multitud que paseaba por la peatonal, una camiseta amarilla tirando a anaranjada que llevaba un anuncio de Coca-Cola en letras rojas. Fue un instante pero me bastó para reconocerla. Era una prenda que había estado presente en mi infancia: era la camiseta con la que el Barcelona de Guayaquil había protagonizado la Copa Libertadores de 1990, que fue la primera edición de la que tuve noticia. 

 Por aquel entonces yo tenía nueve años y había descubierto el fútbol gracias al Mundial que se acababa de disputar. Un viernes al mediodía mi mamá nos sentó a mi hermano y a mí a ver Argentina-Camerún y ahí se inició todo: empezamos a recibir El Gráfico en casa cada martes a la mañana. Y fue por una nota de esa revista, poco tiempo después del Mundial, que supe de una polémica semifinal entre el Barcelona de Guayaquil y River. 

 El partido se había jugado en Ecuador, había vencido el equipo de camiseta amarilla y el artículo de El Gráfico era dramático: se referían sospechas de corrupción arbitral, agresiones de los policías ecuatorianos a los jugadores argentinos, falta de agua y luz en el vestuario visitante, un penal regalado para el equipo local e irregularidades de todo tipo. Por los parlantes del estadio se escuchaba una canción que decía “Barcelona campeón, River maricón”. 

El partido se había jugado en Ecuador, había vencido el equipo de camiseta amarilla y el artículo de El Gráfico era dramático: se referían sospechas de corrupción arbitral, agresiones de los policías ecuatorianos a los jugadores argentinos, falta de agua y luz en el vestuario visitante, un penal regalado para el equipo local e irregularidades de todo tipo

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Pero lo más controvertido, sin duda, había sido un tiro ejecutado por Rubén Da Silva, delantero de River, en la definición por penales. Ese penal, aseguraban las páginas de El Gráfico, había entrado. La pelota había pegado en el travesaño y después había picado adentro del arco. Pero el gol no había sido convalidado. 

 La foto que acompañaba al texto también era memorable: mostraba, desde atrás del arco, la ejecución del penal decisivo. Se veía la pelota viajando rumbo al travesaño en el que se estrellaría, al arquero de Barcelona siguiéndola con la vista, a Da Silva expectante. 

 Todo eso, además, había ocurrido sobre el fondo de una lejanía amenazante y tórrida, sintetizada en la frase que un periodista ecuatoriano le susurraba al autor de la nota, que era argentino: “Ecuador es una Colombia en miniatura”. Esto venía a significar que en Ecuador, como en el violentísimo país que en ese entonces era Colombia, también se compraba a los árbitros (en Colombia incluso se los amenazaba y hasta mataba, al punto de que ese año Atlético Nacional de Medellín había tenido que mudar su localía a Santiago de Chile). 

 Me sacó de la reminiscencia el ruido de una lancha a motor que remontaba el estuario. La multitud seguía ahí. El Guayas o “Guayitas”, como le dicen con cariño los lugareños aunque se trata de una tremenda mole de agua, también seguía fluyendo. Los Libertadores, en el hemiciclo, no habían disuelto su abrazo. Me di cuenta de que estaba en el exacto escenario de aquel partido y de que, perdido en un rincón de la ciudad, estaría el mismísimo metro cuadrado donde se había ejecutado ese penal. 

 Decidí abandonar el paseo fluvial al que me había acostumbrado desde mi llegada y adentrarme, por fin, en el infierno del tránsito. Quería encontrar ese estadio y en particular el arco del penal de Da Silva. Paré un taxi. En el camino resolví que mi investigación ya podía empezar y le pregunté al taxista si recordaba algo de una antigua semifinal entre Barcelona y River. “Aquello terminó en penales, ¿no?”, me respondió mientras cruzábamos la ciudad.

 El estadio quedaba lejos del centro, junto a un brazo del Estero Salado, uno de los tantos cauces de agua contaminada que cruzan Guayaquil. Se llamaba, como yo recordaba, “Monumental”, igual que la cancha de River, aunque había agregado a su nombre tradicional el de Isidro Romero Carbo, que era el presidente de la institución en la época de la polémica semifinal. A la vera del Estero Salado y frente al “Monumental Isidro Romero Carbo”, entonces, me bajé del taxi. 

 Perdida en un recoveco de Guayaquil, ahí estaba la mole de cemento que yo había entrevisto en la infancia. Me acerqué con el debido respeto, franqueé el acceso principal y después de caminar un poco por el interminable pasillo interior vi de lejos el césped. Justo pasaba un empleado del club. Le pedí que fuera mi guía y juntos bajamos las escalinatas rumbo al campo de juego. Atónito, le pregunté en qué arco había sido la definición por penales de la semifinal de 1990 contra River. Él lo sabía perfectamente porque aquel triunfo fue un hito en la historia del club, y señaló una de las vallas. “¿Seguro que es ese?”, volví a preguntar. Habiendo llegado hasta ahí, no quería sugestionarme en el arco incorrecto.

Pero lo más controvertido, sin duda, había sido un tiro ejecutado por Rubén Da Silva, delantero de River, en la definición por penales. Ese penal, aseguraban las páginas de El Gráfico, había entrado. La pelota había pegado en el travesaño y después había picado adentro del arco. Pero el gol no había sido convalidado. 

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 Cuando asintió empecé a caminar hacia el lugar de los hechos y al fin me ubiqué ceremonialmente bajo los tres palos. Una horda de insectos allí llamados chapuletes se disipó al advertir mi presencia.

 Ahí había sido, tantos años atrás, el penal: la pelota viajando rumbo al travesaño en el que se estrellaría, el arquero de Barcelona siguiéndola con la vista, Da Silva expectante, el pique adentro del arco… Cundió el silencio hasta que el empleado del club habló para decir que ese arco llevaba justamente el nombre de Carlos Luis Morales, el arquero de Barcelona en aquel momento, en virtud de su eterna actuación frente a River. La otra valla, agregó, se había bautizado en honor a José Francisco Cevallos. Morales y Cevallos fueron los arqueros del Barcelona en las únicas dos oportunidades en que el club alcanzó la final de la Copa Libertadores: 1990 y 1998. 

 A Morales le tocó como homenaje el arco en el que fue aquella definición por penales contra River. Ahí fue que le tapó un penal a José Tiburcio Serrizuela, defensor del equipo argentino, aunque en el instante decisivo de esa noche no tuvo injerencia: Da Silva estrelló la pelota en el travesaño sin su intervención.

 Advirtiendo que algo en la historia del club me llamaba poderosamente la atención, el empleado me recomendó que fuera al Museo del Barcelona. Quedaba lejos, aclaró: “en Las Peñas”. Pero yo no sabía qué era Las Peñas.

***

Las Peñas resultó ser un espléndido laberinto de calles empedradas ubicado sobre la ladera de un cerro. Es lo único antiguo que puede verse en Guayaquil: los piratas, las pestes y el calor se ocuparon de arrasar cualquier vestigio histórico que pudiera perdurar en ese lugar tan glorioso para la historia americana. Pero en Las Peñas el panorama cambia y los bloques de cemento que componen la mayoría de la ciudad se convierten en un paisaje de lajas y casitas coloridas que permiten imaginar la Guayaquil en la que se encontraron San Martín y Bolívar.

 En ese barrio, que a pesar del aire bohemio y evocador de la oración anterior está diseñado especialmente para los turistas que visitan la ciudad, encontré el Museo del Barcelona Sporting Club. 

Indiferente a lo que sin duda sería una gloria continua e impar, fui directamente a buscar alguna sección que recordase la semifinal de la Libertadores de 1990. Quería saber cómo hacia la institución beneficiada para dar cuenta de un partido tan bochornoso.

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 El lugar proponía un recorrido cronológico por toda la historia del “Idolo del Astillero” (como se conoce popularmente al club de la camiseta amarilla) desde su fundación en 1925 hasta la actualidad. Una sucesión de vitrinas desandaba, década por década, el paulatino crecimiento del club. Indiferente a lo que sin duda sería una gloria continua e impar, fui directamente a buscar alguna sección que recordase la semifinal de la Libertadores de 1990. Quería saber cómo hacia la institución beneficiada para dar cuenta de un partido tan bochornoso.

 El apartado, efectivamente, existía. Lo presidía un cartel que decía “Vicecampeón de América”. Había fotos, un video que terminaba y volvía a empezar, y objetos como el buzo que el arquero Morales usó aquella noche. Yo había visto ese mismísimo buzo en las páginas de El Gráfico: supe entonces que nunca lo había olvidado. También estaba enmarcada la página de deportes del diario El Universo del día jueves 13 septiembre de 1990, cuyo titular decía “El Barcelona le ganó a River Plate de Argentina en tiempo reglamentario por 1-0 y luego en la definición por tiros penales por 4-3”. En cuanto al instante que definió la serie, aquel en el que el penal de Da Silva pegó en el travesaño, decía: “Da Silva no pudo anotar el penal decisivo” porque la pelota “pegó en el horizontal”. El video presentaba la misma vaguedad: decía que Da Silva “estrelló la esférica en el travesaño”. Pero no decía qué había pasado con la esférica después: ¿había picado adentro del arco o afuera?

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