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DIGA QUE VIENE A COBRARME Y LO DEJARÁN PASAR

Tiempo de lectura: 7 minutos

Al caer la noche papá sacaba el jamón crudo, la bondiola y el queso Pategrás que le vendía el Señor Diez, de Treinta de Agosto, un pueblo a media hora del mío, ya que generalmente la cena era fiambre con algún sobrante del mediodía y un café con leche con queso y dulce. Mamá llegaba tarde de la escuela nocturna donde oficiaba de directora, y generalmente yo ya estaba en la cama leyendo historietas mientras en la radio sonaba Argentinísima, aquel programa inolvidable de Julio Márbiz que martes y jueves transmitía en vivo “Desde el estudio mayor de Radio El Mundo”, que estaba donde hoy funciona Radio Nacional. Era usual escuchar a Chacho Santa Cruz, a Jovita Díaz, a Rimoldi Fraga, a Luis Landriscina y tantos más. Contra todas las imbecilidades derramadas por quienes en su mayoría jamás escucharon nuestra música popular, con los años uno concluye que al final de la cuenta,  y pese a su menemismo, Márbiz terminó siendo uno de los más grandes difusores de la música de raíz folklórica y sin duda el más popular. Cierto es que ya por esos años sonaba en otros lugares el famoso “Voces de la Patria Grande” de Marcelo Simón y andaba haciendo de las suyas Miguel Angel Merellano, “escuchador y pasador de discos”, como firmaba sus comentarios en contratapas de varios discos. Pero Márbiz tallaba muy fuerte con una línea más amplia de lo sospechado: de hecho tuvo gran incidencia en la creación del sello Microfon y en la difusión de, por ejemplo, aquel larga duración de Los Olimareños que trae “A mi gente”, nada menos. Recuerdo que le daba especial manija a “Junto al Jagüey”, esa obra monumental del venezolano Juan Vicente Torrealba.

En las décadas de los sesenta y setenta la formación musical de la sociedad se daba mayormente por la radio. En mi caso escuché por primera vez a Jorge Cafrune, a Los Trovadores, a Alfredo Zitarrosa, a Daniel Toro, a Horacio Guarany, a los Chalchas, a Falú y Yupanqui gracias a la radio, que era más cantada y tenía muchos espacios para escuchar no sólo música folklórica, sino también jazz y bossa nova. Era una radio no tan que hablada como la de hoy, mantenía aquello del gran teatro de la mente, algo mucho más rico que el cotorrerío en que se ha transformado la AM de este tiempo.

Márbiz terminó siendo uno de los más grandes difusores de la música de raíz folklórica y sin duda el más popular

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De Yupanqui recuerdo algunas charlas en Argentinísima y me quedó grabado el respeto con que Márbiz lo nombraba, le decía “Don Atahualpa Yupanqui” y ese Don era como un título en mi niñez, no cualquiera era “Don”. En Tres Lomas Don Luis March era uno de los pocos que conocí, es que por esos años el “Don” era inescindible del respeto por la gente mayor, luego llegaría el tiempo de los abuelos y se perdería esa imagen del adulto mayor culto ante la figura más tierna pero despojada de sabiduría que encierra el concepto de abuelos. Por eso cuando en Argentinísima se nombraba a Yupanqui siempre era antepuesto ese Don que para mí semejaba algo así como un título nobiliario. De ahí viene esa imagen de patriarca que me armé de Don Ata, de patriarca, de viejo sabio de la tribu. Ya con el comienzo de Los ejes de mi carreta me conquistó:

 

Porque no engraso los ejes

me llaman abandonao

si a mí me gusta que suenen

pa’ que los voy a engrasar

 

Yo escuchaba esa estrofa y por la calle de tierra de casa pasaba Giambroni con su carro repleto de frutas y verduras que traía desde su quinta al centro para comercializarlas. Por la siesta se lo veía a Jorge Rodi con su carromato, que manejaba parado, rodeado de los tarros repletos de leche. La gente le dejaba el hervidor en los zaguanes arriba de una silla con el cartelito manuscrito pidiendo “2 litros”, “1 y medio” y así. Jorge anotaba en su libreta y a fin de mes cobraba. Había familias que venían del campo en sulky. Sobre el mediodía los aromas del estiércol de la caballada se hacía sentir. Todos, absolutamente todos los carros y sulkis hacían ruido en sus ejes, incluso a algunos se los escuchaba del otro lado de la esquina, primero llegaba el sonido, luego irrumpía el carromato. Por eso me fascinó desde pequeño esa máxima de Yupanqui, porque hay que andar en la soledad de los caminos pampeanos arriba de un Sulky sin radio portátil y sin nada para entender la importancia de esos ejes chirriando que seguramente le generaban ideas y sonidos al juglar criollo.

porque hay que andar en la soledad de los caminos pampeanos arriba de un Sulky sin radio portátil y sin nada para entender la importancia de esos ejes chirriando

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Yupanqui es el artista que escucha una melodía  allí donde el común de la gente oye un ruido, es el que ve actitudes de vida con clara ideología allí donde la mayoría ve hombres en medio de la Pampa. Es el que observa al ricachón que cuando la guitarreada se inclina socialmente para los de abajo se arrima como quien no quiere la cosa a la puerta y se las toma; es el que enerva a los curas cuando declara haber visto tanta pobreza que lo hizo pensar “Dios por aquí no pasó”. Es el que siente cómo el alma se quiere quedar mientras el caballo tira para adelante y es eso que cuarenta años después sentí un día al subirme al ómnibus en mi pueblo, dejando a mis padres ya grandes y sintiendo esas ganas irrefrenables de bajar y quedarme abrazado a ellos para siempre. Es que Yupanqui está en todos o, mejor dicho, la cultura del hombre de provincia está llena de Yupanqui. Es que Don Ata fue el transmisor, el divulgador de las cosas de los de abajo, fue el artista que entrevió detalles del pobrerío y los embelleció para universalizarlos definitivamente. Cuando dice “Las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas” sintetiza en nueve palabras varios tomos de teoría revolucionaria, eso es ser un artista del pueblo de punta a punta y por eso décadas después contaba que viviendo en París, por la tardecita se pegaba una ducha y salía a caminar pero llevando consigo la Pampa en medio de las calles parisinas. Llevaba consigo al hombre en el paisaje, indivisible, no un hombre que llega de otro lado y se inserta. Escucharlo describir con una precisión total los detalles de las reuniones de la peonada no deja dudas de que ha vivido una a una las vicisitudes de los de su clase. Si al fin y al cabo es hijo de un jefe de estación.

Cuando se menta a Yupanqui, es conmovedor escuchar los mensajes de la audiencia que en líneas generales es gente mayor, muy mayor. La Amplitud Modulada ya es cosa de gente grande y no sólo por una cuestión de costumbre sino porque sigue representando un tiempo que se está perdiendo. Pero también porque Yupanqui tiene su público ahí, en la tercera edad ¿Cuántos menores a 45 lo han escuchado alguna vez? ¿Cuántos tienen sus discos? Eso sí: hay un dato terminante y es que en casas de usados resultará casi imposible encontrar un disco o cassette suyo (lo mismo que de Horacio Salgán). Eso dice mucho, muchísimo. Señala que su obra está atesorada en baúles familiares y que nadie lo quiere soltar, pero igual no se lo escucha ¿Cuántos zurdos conocen las “Coplas del payador perseguido”? Pocos y muy adultos. Pero hay una sospecha y es que esta mordaza invisible no es pura casualidad. Me inscribo entre quienes de manera conspirativa suponen que ciertas intelligentzias tuvieron muy claro desde un primer momento que difundir a Yupanqui era para quilombo y por eso se las ingeniaron para aprisionarlo en el escenario mayor de Cosquín y dejarlo ahí, a la intemperie y en silencio todo el año, sólo nombrándolo. ¿Qué peor maltrato puede brindársele a un trovador? Don Ata lo supo, tuvo plena conciencia de que era una figura más escuchada en otras tierras que en la suya y lo asimiló a su manera, seguramente con mucho dolor.

Cuando dice Las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas sintetiza en nueve palabras varios tomos de teoría revolucionaria

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Le cantó a la revolución y al Che, pero también al caballo, al peón y a todo lo plebeyo. Nunca aceptó ser interpretado por otros, le costaba soportarlo. Al Chango Farías Gómez le dijo: “usted agarra mis canciones y les mete unos arreglos y unos tonos que a mí no se me ocurrirían ni en las peores pesadillas”. De algún grupo vocal dijo: “parece que uno canta y los otros le hacen burla”. Interrogado sobre Quilapayún dijo que le parecían un camión cargado de peronistas rumbo a un acto público. Era feroz y esa bravura le surgía por sentir que no se abordaba la problemática del trabajador rural desde su lugar y que se lo miraba desde el asfalto. Eso lo embroncaba y mucho.

Yupanqui es el 5 inmanente de la música popular argentina, ese que puede llegar tocando al área rival, que le pega con las dos, que sube y baja con naturalidad, que defiende con calidad y sin mala fe pero que, si le das a elegir, prefiere siempre jugar de 10, aunque la historia lo colocó para controlar el mediocampo.

Nunca aceptó ser interpretado por otros, le costaba soportarlo

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La obra de Atahualpa huele a tierra mojada, para los que nos criamos en el campo reverdecen imágenes de un alambrado de púa, de un campo lleno de cardos, de los arenales, de las siestas, del hombre y la mujer que parecen pertenecer al paisaje desde tiempos inmemoriales, autóctonos. En su obra el hombre de campo nació y se formó en esa tierra que trabajó con sus manos. El explotador y el capanga son vistos como invasores. Pero así y todo Yupanqui es más mencionado que escuchado, incluso muchas de sus obras, las más paisajísticas, son difundidas de manera mecánica, como representación sonora del paisaje. El poder se las ingenió para escindir al personaje del autor fundamental; Yupanqui es mentado pero no escuchado. ¿Qué mejor forma de secar a un artista y quitarle hondura que hacer lo que se hizo con Yupanqui?

Atahualpa Yupanqui es hoy una reliquia, su música y su letra sobreviven en un público muy mayor, es que para abajo no hay registros: no hay videos, no hay Instagram que de alguna manera familiaricen al canto popular y su verdadera razón de ser con Yupanqui, pero no radica ahí el olvido de su figura. Cuando un artista como Yupanqui es transformado en una suerte de marca, de nombre propio ligado al “folklore”, esa palabra que hoy suena arcaica, lejana e inasible para las nuevas generaciones, se lo vacía, se lo desangra, se lo transforma en una especie de prócer, de santidad pagana y esto posibilita que con el paso de los años se lo olvide, se pierda el sonido de su guitarra, el sentido de sus letras, se logra que se lo momifique como parte de un paisaje estático y antiguo, como algo para evocar de vez en cuando. ¿Puede haber formas más sutiles de amputarle a un pueblo un pedazo tan importante de su historia y su memoria?

muchas de sus obras, las más paisajísticas, son difundidas de manera mecánica, como representación sonora del paisaje

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Comentarios

  1. José Luis Prieto

    el 06/06/2018

    Geniales palabras. Y con una hermosa y acorde musicalidad.

  2. David cordoba

    el 09/06/2018

    Hermoso texto. ¡Gracias!

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