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05 de mayo 2018

Florencia Angilletta

EL CORPIÑO POP

Tiempo de lectura: 5 minutos

Hace 33 años, a fines de abril de 1985, llegaba a las bateas Gulp!, álbum debut de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Al mismo tiempo, exactamente el mismo día, comenzaba el Juicio a las Juntas. Los Redondos son, quizá ya sólo por ese azar histórico, la banda definitiva de la democracia. La que empezó a tocar en La Plata en 1976 y la que salió a la vida pública justo cuando terminaba el poder militar tal como lo conocimos en el siglo XX. Los ejercicios contrafácticos siempre son fallidos e igual sirven: ¿cómo hubieran sido nuestras vidas sin esos discos que comenzaron ahí, en esas doce canciones entre las que estaban La bestia pop, Te voy a atornillar y Ñam fri frufi fali fru?

Hay un círculo rojo que se cierra sobre el afecto por esos que somos (o éramos) en torno al Indio, Skay, Poli. Cierto código blando que se ejerce cuando se pone de manifiesto que uno también es parte de ese gran acuerdo argentino que implica saber de memoria, aunque no se escuchen hace años, parte de ese cancionero obsceno, delirante, prístino. Temas que se escuchan con amigos, en las aulas y en la cancha, para juntar votos, ante el amor o ante la muerte, en la villa y en el country. Ese soundtrack democrático también se aglutina durante la última larga década, en la que un tema de Los Redondos podía sentarnos a una mesa o darnos una tregua; a disposición por un rato de oír en clave afectiva más que política. En los hits, en especial, se podían cuajar las diferencias “sociales” (“a todos nos gustan”) porque en la estética nos encontrábamos, y porque los vínculos también son, a su manera, afinidades electivas.

La primera gran banda familiar. En ella se trenza parte de nuestra genealogía política: los hijos de la transición democrática compartimos el cancionero con nuestros padres. ¿Y cómo se puede ser joven cuando se escucha la música de los otros?

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Los Redondos, sobre todo, conforman la expresión máxima de cierta modulación específica de los hijos de la transicionalidad democrática, de esos primeros hijos que, post 1983, empiezan a compartir con sus padres consumos, tiempo libre y símbolos. Quizás sean las primeras canciones que se escuchan masivamente gracias a la generación anterior. La primera gran banda familiar. En ella se trenza parte de nuestra genealogía política: los hijos de la transición democrática compartimos el cancionero con nuestros padres. ¿Y cómo se puede ser joven cuando se escucha la música de los otros? Ahí Los Redondos, o más precisamente Gulp!, funciona como caso testigo: la paradoja de que tus padres, esa generación, te diga “sé joven”. Un mandato imposible de cumplir –porque tus padres son los jóvenes, y ningún joven quiere ser sus padres– e imposible de rebelar –¿cómo podemos “no” ser jóvenes?–. Una forma de responder a esta paradoja ha sido ser joven sotto voce, como en “ser” feministas. Además del movimiento político más importante de nuestro tiempo, los feminismos son el gesto “joven” que para muchas primeras hijas de la democracia sí valía la pena, y era posible, hacer.

En “Barbazul versus el amor letal”, una de las canciones emblema de Gulp!, el Indio reza “¡Camisa apretada, pezón radioactivo!”. ¿Existe mejor metáfora anticipada del menemismo? Para buena parte de las mujeres que ingresaron al mercado del trabajo en ese estado de la imaginación colectiva, los 90’ son el corpiño de encaje debajo de una blusa transparente. El eslogan último de sugerir pero no mostrar. De ser par hasta ahí. De ser mirada hasta ahí. Esta semana, casi treinta años después, mientras se discute el aumento de tarifas, el alejamiento de Monzó y el futuro del dólar, una adolescente va sin corpiño a clases y la rectora, de una escuela pública porteña, la sanciona. Esta medida se viraliza y pone en discusión (¡otra vez!) que asistimos a un tiempo en el que todo es micro política (sí, claro), a la vez que, también, todo no debería ser “sólo” micro política.

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¿Podemos vestirnos como queremos? La respuesta es fácil: no. Ser ciudadanos también es participar de cierta codificación social de la vestimenta, de ciertas fronteras entre una vestimenta “privada” (un pijama, una ropa deportiva o de playa) de una vestimenta pública (un uniforme, un ambo, un atuendo formal). El problema es cuando esta distribución entre lo íntimo y lo social (estereotipada y discutible, pero distribución al fin) no resulta equivalente para varones y mujeres. Sólo las mujeres tenemos que rendir cuentas éticas de la ropa que usamos. ¿Cuál es el drama nacional con las prendas de las adolescentes, con el corpiño, el mini short o el top? ¿Acaso el vestuario puede oficiar como forma de liberación o de la más sofisticada dominación? Pensemos en otra escena: un estudiante del mismo colegio quiere ir a clases en ajustados pantalones chupín, o teñirse el pelo de rosa. ¿Por qué la defensa en torno a su “libertad” o “expresión” resultaría más inmediata o simple de formular? ¿Por qué, en definitiva, una adolescente sin corpiño causa tanto revuelo?

¿Cuál es la ansiedad social que codifica, entonces, el “pezón radioactivo”?

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Hay una secuencia que puede ofrecer una pista. Raquel Vivanco, coordinadora nacional de MuMaLá, es una de las referentes que convocó al “corpiñazo” realizado, a modo de protesta, frente al Ministerio de Educación. Unos días antes, ella misma fue quien participó de las reuniones informativas parlamentarias sobre la legalización del aborto, y al hablar, mostró una tanga en alto a manera de respuesta al “piensan con la bombacha” de la sesión anterior. Corpiños y tangas juntas. A partir de estas sesiones sobre la interrupción voluntaria del embarazo ya pueden mapearse en dos los posicionamientos de los sectores en contra: un gran primer núcleo de argumentos se dirige a discutir la noción de “vida” y otro segundo núcleo se organiza, de modo más o menos elíptico, a discutir las propias vidas de las mujeres que abortan. Las y los oradores que pasaron por el Congreso han dicho, de modo literal, que muchas mujeres somos “destructoras de la familia”, “trolas”, “busconas del placer sin compromiso”, “bombacha floja”, “drogadictas”, “buenas siempre que queramos ser madres” y “enfermas psiquiátricas si abortamos”.

Sólo las mujeres tenemos que rendir cuentas éticas de la ropa que usamos. ¿Cuál es el drama nacional con las prendas de las adolescentes, con el corpiño, el mini short o el top? ¿Acaso el vestuario puede oficiar como forma de liberación o de la más sofisticada dominación?

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Este loop de discusión nos recuerda lo que sabemos desde que las sobrevivientes de los centros clandestinos de detención volvieron de los campos: democracia también es que todas somos putas hasta que se demuestre lo contrario. De ese policlasismo ninguna está exenta. ¿Cuál es la ansiedad social que codifica, entonces, el “pezón radioactivo”? ¿Cuál es la pregunta que no nos atrevemos a formular? Las víctimas y el Estado a veces se prefieren, y esta semana se lee en clave de sentencia: quien no parezca puta, que arroje la primera piedra, o de cuenta del peso de las instituciones. En todo este lío, ¿nuestro héroe es un corpiño pop? Si vamos a discutir, hagámoslo en serio. ¿No hay códigos de vestimenta para las docentes o directoras? ¿Pautas más o menos explícitas, o expectativas compartidas? ¿Cómo pueden vestirse las funcionarias, las amas de casa o las mujeres que van a militar en barrios o cárceles y sus propios compañeros les piden “no vengan provocativas”? O formulado desde Gulp!, pensemos también: ¿qué podrán hacer las futuras generaciones con estos nuevos mandatos viejos que les estamos pasando hoy?

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