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02 de julio 2015

Fernando Rosso

EL ORíGEN DE LA FEROCIDAD

Tiempo de lectura: 4 minutos

Pinta tu aldea barrial y pintarás el interminable universo de una adolescencia conurbana. Gabriel tiene un poco de todos y todos tenemos una parte de Gabriel. Sus miedos son los nuestros y también sus ilusiones. Pero sobre todo sus reveses y perfectos fracasos.

Gabriel, el Gavilán, deja de ser niño en “El origen de la tristeza” y retorna adulto (y químicamente adulterado) bajo el imperio vertiginoso de “La ley de la ferocidad”. Ambas novelas de Pablo Ramos que son como una paliza despiadada a eso que los poetas llaman el alma.

El misterio de los padres, esos desconocidos de siempre. La banda de amigos entre los que se encuentra el que piensa demasiado y el que casi nunca piensa. El que pregunta sin parar y el que vive colgado. El que tiene condiciones de “jefe” y los primeros duelos entre dirigentes y dirigidos en una peculiar democracia representativa donde domina la ley del más fuerte, al que todos votan. En este caso, una niña en tránsito a adolescente que con una toma de yudo puede convencer y persuadir sobre la justeza de sus reivindicaciones hasta al más dudoso o terco de la legión.

El que estudia en “la privada” e informa su nombre bien aprendido con un cantito, hasta que el más pragmático del grupo le estampa el apodo que le corresponde: “El Tumbeta”, porque los padres tienen una funeraria y mandan a la gente a la tumba. Tumbas donde no descansan héroes, sino personas demasiado comunes y corrientes que apenas llegan a pagar en cuotas la celebración de despedida para su último viaje al fin de la noche.

El primer amor platónico, que siempre tiene forma de maestra joven en medio de una selva de señoras mayores con revoque de payaso. Una historia que, como corresponde, termina convertida trágicamente en el primer desengaño gris que duraría para siempre, hasta que se desvanece algunos días más tarde.

Las expediciones peligrosas en la eterna búsqueda de experimentar algo nuevo, de abrirse camino al mundo, entre viaductos, arroyos podridos y vías del ferrocarril. Con los cuidados y las alertas necesarias para evitar alguna trampa desprevenida o un encuentro sorpresivo con ese enemigo común sobre el que se tejen los más tenebrosos mitos: la banda de “Los Del Otro Lado”.

Las primeras empresas colectivas, como aquella en la que había que salir temprano los 25 o los 1° de año a manguear las botellas vacías de sidra barata a quienes destilaban su resaca, para revenderlas y juntar las monedas para las camisetas del equipo del barrio, integrado por todos esos cracks que nunca van a llegar.

Esos pequeños infiernos de tristeza y a veces de terror que llevan el nombre genérico de familia. El primer núcleo carcelario de la sociedad y a la vez el último y único refugio. La impronta de un padre impenetrable y monosilábico que cada tanto escupe una frase opaca e incomprensible que para él concentra toda la sabiduría del universo, y para el resto es una estupidez de antología. Hasta que se muere de su propia muerte. Y en su muerte deja a los vivos llenos de preguntas y de culpa, como muertos en vida.

La amistad, ese otro misterio que une personas que todavía no pasaron el estadio de proyecto y que a veces se desprecian, pero la mayoría de las veces se necesitan, se quieren y hasta se buscan con desesperación.

El despertar del deseo regimentado en el momento y el lugar menos pensado, sin la “charla” que tienen los papás progresistas de clase media con sus hijos a los que les enseñan la hoja de ruta para pasar el trance como Dios manda. Como la civilización occidental y cristiana y las buenas costumbres dictan que debe ser, da igual si es con la novia enamorada o con una prostituta escéptica, derrotada y comprensiva.

La negociación colectiva permanente con la vida para arrancarle una garantía justa que permita cumplir con las obligaciones y los sueños de corto alcance y de mínimas aspiraciones.

El calvario de las peleas familiares donde la base (como ya sabés, estúpido!) es la economía, que acá sí se define como la administración de bienes escasos. La polémica circular e interminable sobre las causas de la derrota de ayer y de hoy.

Si la tristeza promedio del conurbano bajo tiene un origen, Pablo Ramos acertó en ir a rastrearla a esa etapa tan inquietante y decisiva en la formación de lo que llaman la “subjetividad” y en esos tiempos confusos.

Un universo tan lejano y tan propio del que uno busca huir con cualquier excusa, incluida la de cambiar el mundo.

Se parte con la ilusión de volver a traerles a todos y a todas un mundo nuevo (con “hombre nuevo” incluido) y nos esperan en cada Navidad para contarnos que todo es más -o a veces menos- de lo mismo y que la vida es más compleja de lo que parece.

Nos fuimos a cambiar el mundo y en el trajín el mundo nos cambió irremediablemente a todos, como no podía ser de otra manera.

Esa tristeza lenta incubada en años desata la ferocidad de quienes se animan a explotarla contra lo que venga, incluyendo contra uno mismo.

Un contexto alienante, desbordante de principios morales imperativos y de condiciones de existencia que hacen imposible cumplir ni uno solo.

Entonces sobreviene la culpa. El padre que no pudo ser y el hijo que no pudo superarlo, a excepción de hacerse cana, chorro o esclavo. O loco.

Desprenderse de la tristeza solo es posible a condición de desatar la extrema ferocidad. El alcohol, las drogas y todo al límite y un poco más allá. La bipolaridad sin término medio.

O la literatura visceral, para narrarlo todo sin pelos en la lengua.

Basado en “El origen de la tristeza” (2004) y “La ley de la ferocidad” (2007), de Pablo Ramos.

Foto: Juan Pablo Barrientos

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Comentarios

  1. Jorge

    el 03/09/2015

    Me aburrio bastante, creo que Ramos sino es un invento editorial, esta muy $obrevalorado.
    Por suerte, descubri a Incardona a quien recomiendo.

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