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16 de marzo 2021

Martín Prieto

Escritor, profesor de Literatura argentina en la Universidad Nacional de Rosario.

EL TIEMPO DE LA ILUSIÓN

Tiempo de lectura: 9 minutos

Me acordé ayer, después de un sueño, de un poema de Denise Levertov, traducido por Sandra Toro: “La ropa lavada cuelga del limonero/ bajo la lluvia”. Luego, se rompe la secuencia (así dice el poema: “La secuencia, rota. La tensión/ de la luz solar, rota.”) y Levertov anota que no quiere olvidar lo que ella fue, lo que en ella ardió, “y colgar, limpia y lánguida, como un vestido vacío”. Hay una imagen objetiva (“La ropa lavada cuelga del limonero/ bajo la lluvia”) de la que es muy posible que el gusto que nos provoca provenga no solo de su discreta composición, sino también de sus aires rurales o suburbanos –así sea una ruralidad o suburbanidad circunscripta a un jardín o a un pedazo de tierra donde pueda crecer un limonero del porte suficiente como para colgar de sus ramas ropa a secar- contrapuestos a las ventanas y a los balcones grises, a las tristes terrazas de los edificios en cuyas más tristes jaulas identificadas por piso y departamento cuelga la ropa de las mujeres y de los hombres de la ciudad. Y luego hay un pasaje, a partir de un oportuno cambio de luz, de la objetividad a la subjetividad. Levertov no quiere colgar, ella, como un vestido vacío.

Conocemos ese pasaje. Conocemos ese poema. Lo hemos leído, en versión degradada, mil veces. Lo hemos, sobre todo, escuchado en encuentros de poetas a los que vamos, estimulados por la sociabilidad, y de los que obtenemos el beneficio de conocer poemas que no hubiéramos leído nunca (y que no quisiéramos leer). Se describe en general torpemente una piedra y luego, de modo mecánico, sin gracia, sin cambio de luz, “como esa piedra, yo”, etc. J. R. Wilcock también lo escribió una vez. El poema se llama “En Velletri”, la versión es de J. R. Aulicino: “Fui hasta la parada del ómnibus,/ me senté sobre el muro del puente:/ mi sombra era la sombra de un joven,/ pero también yo soy la sombra de un joven”. Claro que con una destacada vuelta de tuerca: el desplazamiento de la objetiva “sombra de un joven” que se proyecta sobre uno de los puentes que cruza alguno de los “fossi” de Velletri hacia la subjetiva final (“yo también soy la sombra de un joven”) es un desplazamiento de más corto alcance. Pues va del yo al yo: esa sombra, que es mía, me recuerda a mí, que soy la figura opaca que se interpone entra la fuente de la luz y el puente y provoca la sombra. La virtud del poema debe buscarse entonces no tanto en ese tramo corto que va del yo al yo, sino en el uso literal, en primera instancia, de la palabra “sombra” y en su uso figurado, inmediatamente después: de una objetiva sombra, a un joven que es “la sombra” de un joven. La sombra proyectada le recuerda o le revela al poeta la suya propia, ahora de modo figurado y subjetivo, como cuando decimos de alguien: es la sombra de lo que fue. Pero también: la sombra deja ver sólo los contornos de la figura opaca que intercepta los rayos de luz. Es posible que los contornos de un hombre ya no tan joven (Wilcock llega a vivir a Italia a los 38 o 39 años: podemos imaginar, por lo tanto, que la sombra proyectada nunca es la de un hombre más joven) den, sin embargo, la imagen de un hombre joven. Y esa imagen distorsionada (un hombre que no es joven proyecta la sombra de uno que sí lo es) le revela o le subraya a ese hombre no joven (pero tampoco viejo aún: de hecho, Wilcock llega a Italia a empezar una vida nueva) que la juventud que tal vez aun imagine como propia es sólo una ilusión o una sombra.

La sombra proyectada le recuerda o le revela al poeta la suya propia, ahora de modo figurado y subjetivo, como cuando decimos de alguien: es la sombra de lo que fue

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Horacio González escribió, hablando de Sarmiento, “en la cabeza de las personas el tiempo no pasa, la cabeza es el único lugar donde no pasa el tiempo”. Esa frase no explica el poema. Pero sí tal vez ilustre qué cosa le ocurrió a Wilcock al ver su propia sombra cuando se sentó a esperar un ómnibus sobre la pared de un puente. Vio pasar el tiempo. El paso del tiempo es uno de los temas principales de la poesía occidental. Más precisamente: de la poesía que conozco y he leído, que es preferentemente occidental (americana, europea, incluyendo la parte europea de Rusia). De Wilcock, precisamente, es una versión de los Cuatro cuartetos de T.S.Eliot, que empieza así: “El tiempo presente y el tiempo pasado/ tal vez en el tiempo futuro estén ambos presentes,/ y el tiempo pasado contenga el futuro./ Si todo instante es el presente eternamente/ ningún instante es redimible.” Esos primeros versos de “Burn Norton” fueron escritos en 1935. Eliot acababa de escribir por contrato Muerte en la catedral, que se estrenó en la Sala Capitular de catedral de Canterbury en junio de 1935. Los primeros versos de este primer cuarteto habían sido escritos para la obra de teatro. Pero los sacó por una sugerencia de su amigo E. Martin Browne, quien le dijo que “eran buenos versos, pero no tenían nada que ver con lo que sucedía en el escenario”. Fuera de la obra, quedaron dentro de la cabeza de Eliot y a su alrededor construyó inmediatamente “Burn Norton”. Tenía 43 años. Ya se había ido de los Estados Unidos a Inglaterra, ya se había nacionalizado británico y convertido al anglicanismo, ya había fundado la revista Criterion, ya había publicado La tierra baldía y Miércoles de ceniza. Pero tal vez, sobre todo, ya se había separado de Vivienne Haigh-Wood, aunque Viv no terminaba de aceptar la separación y Eliot vivía atormentado con la sola idea de encontrársela. Cosa que sucedió ese mismo 1935, cerca de fin de año. Eliot daba una conferencia en una feria del libro, Viv se le acercó y le dijo “Oh, Tom” y él, como si no la conociera, le extendió la mano y le dijo: “Mucho gusto”. Hago este repaso de circunstancias para subrayar una hipótesis que de algún modo confirman los versos del primer cuarteto, y del libro entero. Cuando los escribió, para Eliot el tiempo no estaba pasando, como para Wilcock: ya había pasado y, como para las mujeres “preocupadas y ansiosas, despiertas en la cama” de “The Dry Salvages”, el pasado era pura decepción y el porvenir no tenía porvenir.

Juan L. Ortiz publicó estos versos en su primer libro, El agua y la noche: “Aquí estoy a tu lado, solo, mujer mía./ Qué será de nosotros/ de aquí a doscientos años?/ Qué seremos ¡Dios mío! qué seremos?/ Dentro de cien,/ dónde estaré yo?” Podemos estimar que el poema fue escrito no más allá de 1924. Ortiz tenía 27 años. El 1 de marzo de ese año se casó con Gerarda Silvana Irazusta Etcheto, de 19. Al año siguiente, en junio, nació Evar, el único hijo de ambos. El poeta mira dormir a su mujer, casi la ausculta (“¿Qué sueño agitará tu pecho?”). Hay un adjetivo (“solo”) desplegado más adelante, en su imaginación sobre el futuro (“¿Y habrá una soledad/ que gemirá/ en esta misma pieza,/ al lado de la mujer dormida?”). No se vislumbra, finalmente, si el sujeto del poema es la mujer que duerme o el hombre que está solo, con una soledad que gime, no se sabe si porque la mujer duerme (y quisiera despertarla para, por ejemplo, conversar) o si la soledad es más existencial y absoluta: está solo a pesar de haberse casado, de dormir con su mujer, de estar esperando un hijo… El mismo poema da a entender que cabe más la segunda opción que la primera pues, luego de preguntarse “qué será de nosotros”, se pregunta, más específicamente, “dónde estaré yo”. Pero creo que ese asunto queda supeditado a otro, tal vez más importante: el paso del tiempo. No, como en Wilcock, el paso del paso del tiempo, ni, como en Eliot, su comprobación, sino su interrogación: ¿Cómo seremos, dónde estaremos? El de Ortiz es el poema del paso del tiempo de la juventud, una edad en la que el único tiempo posible es el futuro. Porque ese es el tiempo de la ilusión.

El poema de Ortiz, por contraste, me recuerda uno de Philip Larkin, en versión de Damián Alou:

Hablar en la cama debería ser tan fácil

después de tanto tiempo durmiendo juntos,

emblema de dos personas viviendo con honestidad.

Pero cada vez pasamos más tiempo en silencio.

Fuera, la incompleta desazón del viento

reúne y dispersa nubes por el cielo,

y oscuras poblaciones se apiñan en el horizonte.

A todo eso le somos indiferentes. Nada explica por qué,

a esta singular distancia de la soledad,

cada vez es más difícil encontrar

palabras que sean sinceras y agradables,

o no insinceras y desagradables.

El de Ortiz es el poema del paso del tiempo de la juventud, una edad en la que el único tiempo posible es el futuro

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“Hablar en la cama” es del libro Las bodas de Pentecostés y se publicó en 1964, cuando Larkin tenía 42 años. El poema nos aclara, un poco y figuradamente, algún punto oscuro o ambiguo del de Ortiz. Cuando Larkin habla de “esta singular distancia de la soledad” parece referirse no solo a la suya (como en Ortiz), sino a la de ambos: la de él y la de quien está en la cama con él. Dos solos que se encuentran a una “singular distancia”: la más o menos mínima distancia a la que pueden estar dos personas acostadas en la misma cama. Esas dos soledades que durante mucho tiempo han dormido juntas y vivido (juntas también) con honestidad, ya no se hablan. Ya no encuentran palabras para decirse cosas sinceras o agradables y ni siquiera no insinceras o no desagradables. Nada que decir: el fin de la ilusión. El futuro, como en el poema de Eliot, empalmó con el presente y por lo tanto con el pasado: “El tiempo pasado y el tiempo futuro/ lo que pudo haber sido y lo que fue/ tienden a un solo fin, siempre presente”. Larkin, a los 42 años, ya es un hombre mayor.

Juan L. Ortiz, 1926

Jóvenes, no tan jóvenes, mayores. ¿Y viejos? Juana Bignozzi publicó su último libro de poemas, Las poetas visitan a Andrea del Sarto, en 2014. Tenía 77 años. El libro incluye el poema “Sutherland. Retrato destruido de Churchill”. Es probable (visto que todo se olvida hasta que alguien lo vuelve a recordar) que muchos de nosotros conozcamos la historia del retrato de Winston Churchill del pintor Graham Sutherland a través de la serie The Crown. Bignozzi, por edad y por formación política y artística, la conocía de antes. En el poema le pide a Sutherland que vuelva a la vida y que la pinte a ella, “a una muchacha del 60 en la vejez”. No un retrato como el que Churchill rompió, sino uno como el que le hizo en 1949 al escritor Somerset Maugham:

no soy Somerset Maugham mi cara y mi vida no tienen tantos pliegues

ni he vivido en el filo de los límites

mi cara es la de una generación que ya es historia

pero puedo decirle cómo era su mirada y su vestuario en la calle Corrientes

no se engañe con La Paz yo iba al Politeama con novios impresentables

Luego, siempre con el retrato de Maugham a la vista, la poeta subraya que a Sutherland “le gusta la visión normal” y entonces le pide que la pinte “con un fondo turbio de cafés y trolebuses y calles vacías de un barrio de inmigrantes” y le asegura que en su casa “nunca romperían su cuadro como hizo Missis Churchill con el de su marido” porque “en esa imagen devastada” su marido, el de Bignozzi, vamos a reponer su nombre que en el poema no está, Hugo Mariani, “vería a la muchacha que no conoció/ y con la que vive hace más de treinta años”. Para eso, para recuperar una imagen perdida en el tiempo, y que se conserva sólo en su memoria o tal vez, más precisamente, en una memoria mejorada (potenciada, atemperada, vaya uno a saber) por la imaginación, le dice a Sutherland que le “gustaría que diese vida a esa muchacha de izquierda del 60”. La ofuscación de “Missis Churchill” por el retrato de su marido, a la que Bignozzi llama “prepotencia”, estaba basada más que en la obra, en el modelo: Churchill posó para Sutherland a los 80 años. El pintor, destacado por Bignozzi por su “visión normal” lo pinta entonces como lo que es: un viejo que pasó por dos guerras mundiales y que tres años antes, además, había sufrido una apoplejía. Bignozzi, con el anecdotario a cuestas y tal vez con su propia imagen de sus largos 70 reflejada en algún espejo de su casa, le pide, fantasiosamente, que la pinte como es ahora pero, a su vez, con la mirada y el vestuario de los años 60. O con la mirada que ella cree o recuerda que tuvo, no porque ella y su marido conserven “la soberbia de la memoria”, como dice el cierre del poema, sino porque el tiempo de los viejos, como el de los jóvenes, es el de la ilusión.

Bibliografia

Denise Levertov. “Mirar, caminar, ser” (versiones en castellano de Sandra Toro). Altazor. Revista electrónica de literatura. En línea: https://www.revistaaltazor.cl/denise-levertov-3/

J. R. Wilcock. “Duerme en tu ataúd como Donne” (traducción de J.R.Aulicino). Diario de Poesía número 21. Buenos Aires, verano de 1991-92. En línea: https://ahira.com.ar/ejemplares/diario-de-poesia-n-21/

Horacio González. “Sarmiento, pensando en la sastrería”. Avaro, Nora (y otros), Los clásicos argentinos. Editorial Municipal de Rosario, Rosario, 2005.

Eliot, T. S. Cuatro cuartetos. (traducción de J.R.Wilcock). Editorial Raigal, Buenos Aires, 1956.

Peter Ackroyd. T.S.Eliot. (traducción de Tedi López Mills). Fondo de Cultura Económica, México, 1992.

Philip Larkin. Las bodas de Pentecostés. (traducción de Damian Alou). Lumen, Barcelona, 2007

Ortiz, Juan L. Obra completa. Ediciones UNL/Eduner, Santa Fe-Paraná, 2020

Juana Bignozzi. Las poetas visitan a Andrea del Sarto. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2014

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