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13 de junio 2020

Mario Rucavado

¿ESTÁ MUERTA LA VACA?

Tiempo de lectura: 7 minutos

Cuando el 20 de abril se derrumbaron los precios del petróleo, los titulares parecían de ciencia ficción: el precio del barril de crudo llegó a cero, siguió bajando, y alcanzó los 37 dólares negativos; los productores tenían que pagar para les sacaran el petróleo de las manos. Aunque luego afloraron los matices (se trataba del barril WTI, valor de referencia estadounidense, y no del Brent, más global, que seguía positivo aunque bajo; se trataban de los precios para mayo, los de junio seguían positivos), ningún detalle consiguió borrar o siguiera distraer del dato esencial: el petróleo, ese oro negro que motivara tantas guerras en Oriente Medio, de repente no valía nada. Y dado el vínculo entre los ciclos de la economía mundial y los precios de las materias primas (las commodities), sólo había una conclusión posible. Si alguien se negaba a creer en la inminencia de una recesión devastadora, ya no había más duda posible.

Para la Argentina, a esa altura del año en pleno aislamiento social y obligatorio, la situación abrió un nuevo flanco en la crisis económica que desde 2018 no cesa de agravarse. El posible colapso de la industria petrolera supone una amenaza existencial para las provincias patagónicas, que además enfrentan el casi total congelamiento del turismo; en efecto, las regalías petroleras de abril se desplomaron un 67% interanual y retrocedieron al menor nivel desde febrero del 2002. Ante el desplome generalizado de la economía causado por la pandemia y para evitar otro foco recesivo, era inevitable el establecimiento de un “barril criollo” que subsidie, en el corto plazo, a estas provincias, cosa que ocurrió a comienzos de mayo.

Sin embargo, y aunque la actual situación de emergencia vuelva un poco fantasiosa toda discusión sobre el futuro, cabe especular en torno al impacto que puede tener un barril barato sobre la política económica argentina. Sobre todo porque, desde que en el segundo gobierno de Cristina Fernández se llevó a cabo la reestatización de YPF y la exploración de yacimientos no convencionales, el Estado argentino apostó por convertir al sector energético en vector de desarrollo y una fuente de exportaciones y divisas.

En los últimos cuarenta años la banca y las materias primas han sido por lejos las mayores fuentes de ganancias, al mismo tiempo que la pobreza estructural creció a lo largo de cada crisis

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En el centro de esta estrategia está el yacimiento de Vaca Muerta, gracias al cual la Argentina tiene las segundas mayores reservas de gas no convencional y las cuartas de petróleo no convencional del mundo. Este tipo de yacimientos resultaban inviables hasta hace quince años, y es sólo gracias al desarrollo de la técnica del fracking que se pudo pensar en explotarlos. Su utilización se extendió a partir de 2006 y cobró más fuerza en los primeros años de la década pasada, cuando a lo largo de Texas y Oklahoma se empezó a extraer tanto gas y petróleo que EEUU se convirtió en el mayor productor mundial de hidrocarburos, e incluso alcanzó la autosuficiencia energética. Al descubrirse la magnitud de las reservas que potencialmente podían extraerse en Vaca Muerta, la posibilidad de replicar algo de ese éxito en la Patagonia resultó comprensiblemente tentadora para la clase política argentina.

Con el precio de barril bajo cero, sin embargo, el proyecto de construir una Arabia Saudita en Neuquén pareciera haber entrado en coma, al menos por el momento. Aunque ya pasó más de un mes y el valor del petróleo abandonó el subsuelo, la cifra actual, en torno a los 35 dólares, todavía resulta insuficiente para que el petróleo de esquisto resulte rentable, y vale la pena preguntarse por la viabilidad de Vaca Muerta y del sueño petrolero. Dicho de manera más general: ¿tiene sentido apostar el desarrollo del país a la explotación de hidrocarburos?

Durante los últimos cinco o seis años la respuesta parecía ser un sí abrumador. Una de las pocas coincidencias entre el tercer gobierno kirchnerista y el de Mauricio Macri fue el impulso a los hidrocarburos; luego, cuando en 2018 empezó la debacle de la economía macrista, Vaca Muerta y el sector energético se erigieron como uno de los posibles motores de la recuperación. Así lo manifestaron durante la campaña electoral tanto el actual ministro de Desarrollo Productivo Matías Kulfas como el presidente Alberto Fernández, que en su primer discurso de apertura de sesiones del Congreso anunció: “Iniciamos una renovada batalla nacional por el gas y el petróleo. Los hidrocarburos serán una palanca para el desarrollo productivo de nuestro país.” La suerte parecía echada: el futuro estaba en el petróleo (el petróleo de esquisto).

Este tipo de yacimientos resultaban inviables hasta hace quince años, y es sólo gracias al desarrollo de la técnica del fracking que se pudo pensar en explotarlos.

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Como suele pasar, poco se dijo respecto de los costos ambientales que eso implicaría: el fracking tiene serias consecuencias para el medio ambiente y la salud humana, e incluso lleva a un aumento de la sismicidad en las áreas donde se utiliza. Si bien lo normal es que cuando las ganancias son suficientemente altas las voces que se oponen sean silenciadas (como ocurrió y sigue ocurriendo con el complejo sojero), las poblaciones locales están cada vez menos dispuestas a soportar los costos ambientales de una economía extractivista, como pudo verse en diciembre con las protestas contra la ley de minería en Mendoza.

De todos modos, la pregunta ahora no es si los beneficios de Vaca Muerta podrán compensar sus costos ambientales, sino si habrá beneficio alguno. Luego de alcanzar los 100 dólares por barril en 2014, el precio del petróleo ha mostrado una clara tendencia a la baja y la guerra comercial entre Rusia y Arabia Saudita, primero, y la crisis del coronavirus, después, no han hecho más que exacerbar una situación preexistente. El mismo éxito de los productores de hidrocarburos no convencionales ha llevado a un exceso de oferta que amenaza con barrer con todo el sector. Resulta por lo menos imprudente lanzarse a un negocio que parece haber pasado su mejor momento.

Eso lo saben, entre otros, los saudíes. La decisión de aumentar la producción a comienzos de marzo, que desató la guerra con Rusia, marcó todo un cambio: si tradicionalmente Arabia Saudita tenía como estrategia macro un manejo prudente de sus reservas con el objetivo de maximizar su valor a largo plazo, ahora parece entender que, debido al cambio climático y la amenaza que suponen las energías renovables, tiene una ventana de oportunidad finita para monetizar su petróleo. La crisis del coronavirus obligó a los saudíes a recortar la producción en abril, pero todo parece indicar que a largo plazo no tendrán mayor empacho en saturar el mercado, con tal de vender lo que puedan.

Por otra parte, la rentabilidad del petróleo de esquisto no es segura. Como viene denunciando El cohete a la luna, buena parte de las ganancias” de las empresas que han invertido en Vaca Muerta le deben más a los subsidios que a otra cosa, y eso antes de que el gobierno tuviera que establecer el “barril criollo”. En vez de ser fuente de recursos Vaca Muerta es, ahora, un gasto para el país. Algo similar ocurre en EEUU, donde las petroleras tampoco reportan grandes ganancias pese a que también reciben exenciones y subsidios tanto estatales como federales, a lo que habría que sumar la deuda: las empresas del sector se han endeudado tanto para sostener la producción que algunos fondos de inversión se están deshaciendo de esas acciones.

A largo plazo, la presión ciudadana y la cada vez mayor eficiencia de las energías renovables dibujan un panorama preocupante para el sector petrolero. Parece más sensata la apuesta por la energía solar en San Juan que todas las quimeras en torno al esquisto; el litio también tiene un potencial enorme, siempre que se construyan encadenamientos productivos en vez de exportar el mineral sin procesar. Pero hay otro factor que no tendría que pasar desapercibido, porque concierne a los patrones de largo aliento de la economía argentina. Dicho brevemente: aunque anunciar una “batalla del petróleo” tenga resonancias frondizistas, apostar a la extracción de hidrocarburos significa, para bien y para mal (pero mayormente para mal), profundizar el modelo económico que inauguró el Proceso de Reorganización Nacional.

buena parte de las ganancias” de las empresas que han invertido en Vaca Muerta le deben más a los subsidios que a otra cosa

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La dictadura militar que asumió el poder en 1976 implementó una serie de políticas económicas que buscaban, como señaló Daniel Azpiazu, el tránsito de una sociedad que hasta entonces se había articulado en torno al crecimiento industrial a otra basada en un ajuste estructural regresivo con hegemonía financiera. Las reformas implementadas, desde la desregulación y apertura a las importaciones hasta la destrucción del salario real, tenían como objetivo la desindustrialización y la reprimarización de la economía. No se trataba de objetar tal o cual estrategia de industrialización, sino el proyecto mismo de un desarrollo industrial duradero. La precarización laboral, la pérdida de poder adquisitivo, la pauperización de la clase trabajadora y el aumento sostenido de la pobreza estructural son las consecuencias no casuales, sino deseadas por los artífices de este modelo.

Ninguno de los gobiernos desde la recuperación democrática pudo revertir la tendencia cada vez mayor a la reprimarización de la economía argentina; la mayoría ni siquiera lo intentó. En los últimos cuarenta años la banca y las materias primas han sido por lejos las mayores fuentes de ganancias, al mismo tiempo que la pobreza estructural creció a lo largo de cada crisis. Mal que le pese a muchos, ambas cosas están relacionadas, y difícilmente podrá revertirse el crecimiento de la pobreza si no se abandona la economía extractivista. Potenciar la explotación petrolera no hace nada para corregir estas tendencias y  más bien profundiza la dependencia de la economía argentina y su vulnerabilidad ante los precios de las commodities. Los hidrocarburos pueden ser una fuente de divisas en el corto plazo (aunque ahora ni siquiera eso es seguro), pero probablemente no sean una fuente de desarrollo duradero. Por ahora el gobierno mantiene el interés por Vaca Muerta, como dijo el presidente en su reciente visita a Neuquén, pero llegó la hora de preguntarse si tiene sentido apostar a un modelo con tantas deficiencias.

Salvo algunas excepciones, hay dos clases de países a nivel mundial: los que producen conocimiento y capital y los que no. Los primeros tienen posiciones dominantes en el mercado mundial; los segundos están subordinados y apenas pueden ofrecer mano de obra o materias primas. La Argentina, pese al deterioro sufrido desde 1976, está en condiciones de producir conocimiento, y por esa vía, eventualmente, capital, si adopta estrategias de largo plazo que apunten al desarrollo de sus capacidades más dinámicas. Pero si persiste en atar su destino a la exportación de materias primas y espera que, por arte de magia, vuelvan las condiciones que hicieron que alguna vez esta fuera una estrategia exitosa (allá por 1910), lo único que le espera es la continuación de la misma película que viene rodando hace cuarenta años.

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