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03 de noviembre 2015

Gaspar Lloret

LA FUERZA DEL RELATO

Tiempo de lectura: 3 minutos

Acaba de llegar a su fin una campaña inolvidable. Como nos pasó con el Mundial de Brasil, nos cuesta tomar dimensión por la cercanía geográfica y generacional, acostumbrados a que lo mejor se ve en archivos y libros de historia. Que haya sido un certamen entre dos candidatos tan marcadamente moderados no ayudaba a prever lo que terminó siendo un festival de mensajes explícitos y encriptados, el fin de legendarios voceros y el nacimiento de nuevas estrellas, piezas de comunicación memorables y disparatadas y toda clase sorpresas y batacazos.

Pero más allá de lo circunstancial, la campaña, ya en retrospectiva, sirve como un tablero para imaginar y prever cómo será el germen de la comunicación de este nuevo ciclo. En el plano de la comunicación electoral, la doctrina planteada por Durán Barba y ejecutada por Marcos Peña, cuestionada antes de las PASO y ganadora después de octubre, no sólo se llevó un triunfo presidencial sino que luego del balotaje se convirtió en hegemónica.

Pasó de ser el sello de un partido a una práctica generalizada. No sólo fue la hoja de ruta que llevó a Macri a la Rosada sino que también fueron los cimientos sobre los que se construyeron el último tramo de la campaña de Scioli y los primeros borradores del relato kirchnerista en su fase opositora.

Además de ser inmensamente eficaz (un crecimiento de 14 puntos contra toda clase de fuego amigo la avala), la “campaña del miedo” dio un paso más importante, aunque tácito: aceptó el postulado más esencial del durán-peñismo, cuya principal audacia fue dar por sentado que la mayoría de las personas que eligen políticos no consumen política en ningún otro momento. Y, si lo hacen, es desde una perspectiva subjetiva, individual y miope.

La campaña negativa de Scioli fue un dispositivo semántico construido con definiciones viejas, ya aceptadas y procesadas por la opinión pública (alianza, ajuste, privatización), lo cual ahorró un tiempo muy valioso en la instalación de nuevas categorías (tiempo que tuvo que tomarse Macri para instalar cambio, desarrollo, unión).

El sciolismo se movió en un terreno en el que todos somos baqueanos: las teclas que pulsó su campaña negativa dieron notas ya conocidas. La reacción ante el recuerdo del 2001 es previsible y la tensión que generan los fantasmas extranjerizantes está demostrada. El razonamiento binario sirvió como una hipótesis de contraste que dio por válida la original: nadie quiere pensar tanto.

La campaña sciolista del ballotage encajó con mucha más naturalidad que la anterior, que tuvo que transitar por un camino muy estrecho, el que se podría resumir como de cambio con continuidad. El resultado fue un mensaje sofisticado y complejo que nunca se terminó de asimilar. El volantazo post 25 de octubre dio un resultado impensado. No sólo recortó distancias hasta el ahogo, sino que sirvió también como plataforma de despegue para un relato opositor que parece sorprendentemente cristalino cuando faltan varias semanas para que empiece el gobierno.

El primer día post elecciones dio algunas pistas: una editorial de La Nación tuvo que ser desmentida por el propio Macri como si se tratara de una política del Estado que aún no conduce. Más allá de la solvencia de Macri al responder, queda claro que la necesidad de la nueva oposición de hacerlo dar explicaciones se lleva con la moderación tan mal como cuando se sentía gobierno.

La tropa kirchnerista se ve ahora a sí misma en una pesadilla que sólo Kafka habría imaginado mejor: quedaron frente a un monstruo del que les hablaron pero que nunca vieron, de un lado de la puerta en el que nunca estuvieron y, por primera vez, solos. Su misión discursiva no tendrá nada que ver con la de quienes los formaron, que se ven abocados a problemas mucho más terrenales. Ese desacople pone en jaque al paternalismo verticalista, ese viejo pilar de las prácticas peronistas. Con los conductores abocados a la supervivencia, en la arena del discurso esta vez las bases serán las puntas de lanza.

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