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02 de febrero 2021

Eduardo Minutella

LA MÚSICA, EL TIEMPO, Y EL TIEMPO PARA LA MÚSICA

Tiempo de lectura: 10 minutos

Las líneas que siguen parten de una sospecha: cada vez nos cuesta más concentrarnos para escuchar música. No me refiero a poner música, sino a escuchar música en el sentido más pleno de la palabra. Se me dirá que hay muchas formas posibles de escucha y que todas son válidas, y casi seguramente sea cierto, pero el tipo de escucha al que me refiero es uno de tipo trascendente. ¿Trascendente para quién? De nuevo: no tengo nada contra las playlist del tipo Música para limpiar el baño o Joda loca party 2018, ni tampoco impugno el uso de la sonata en sol menor de Scarlatti como banda de sonido oficial para la preparación de un final de arquitectura. Los usos de la música son múltiples y, casi siempre, legítimos: música ritual, música para alentar a tropas a punto de batirse, música para exigirles a los jugadores a ver si ponen huevo que no juegan con nadie, música para dar ambiente adecuado al consumo de un cortado doble con un cuadrado de limón. Cada una de esas circunstancias implica un tipo específico de posicionamiento respecto de aquello que suena. En las últimas décadas, incluso, se ha concebido al baile como una forma específica y hasta superior de escucha. Tengo dudas, pero como dije anteriormente acepto todo. Mi pregunta es más básica, e incluso más tradicional: ¿por qué cada vez nos hacemos menos tiempo para escuchar música como actividad primaria y excluyente? La (no tan antigua) práctica, si se quiere individualista y “burguesa”, de acomodarnos en una cama, un sillón o una reposera de plástico a escuchar música. La que sea. Y nada más.

I. La tiranía de los tres minutos

Basta recorrer las manifestaciones públicas en las redes sociales o pasearse por la grilla radial para dar cuenta de la hegemonía del modelo musical condensado en torno a los 3 minutos y medio. Esa manera de concebir la extensión de las composiciones musicales se encuentra históricamente vinculada con la consolidación del formato de reproducción musical en vinilos de 45 revoluciones por minuto, que conjugaban un tipo de producción costeable para las compañías con la predilección de los programadores radiofónicos. Desde finales de la década de los cuarenta y a lo largo de la década siguiente, aquel formato tomó el centro de la industria discográfica, y fue la era del single la que confluyó con la explosión inicial del rock & roll y al éxito de las llamadas rockolas. Así, fue una razón de mercado la que impulsó la tiranía de los tres minutos. Capitalismo y pop para divertirse. Los artistas que no se adaptaran a componer y tocar de acuerdo con aquellas limitaciones temporales, quedarían relegados a la mera experiencia del vivo para hacer valer sus creaciones.

A su manera, ya en el siglo XXI, la iniciativa de Apple de vender canciones individualmente a través de iTunes implicó un retorno a aquel modelo basado en el single, que se intensificó con la generalización de plataformas como Spotify, Tidal y Apple Music, que favorecieron el auge de las playlists. Básicamente, un modelo para armar, y un golpe durísimo al concepto de álbum musical vigente entre fines de la década de 1950 y comienzos de la de 2000. Según la Music Business Association, para 2016 los discos constituían el 22% del tiempo total de escucha de los usuarios, mientras que las playlists alcanzaban un 31%. Cuando se realiza la discriminación por edades, esa diferencia en beneficio de las playlist aumenta a medida que desciende la edad del oyente.

En las últimas décadas, incluso, se ha concebido al baile como una forma específica y hasta superior de escucha. Tengo dudas, pero como dije anteriormente acepto todo

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En el caso específico argentino, las diez playlists de Spotify más escuchadas fueron organizadas por el mismo curador que en otros lugares del mundo: Spotify. Según el investigador Nahuel Olguín, de la Universidad Nacional de Quilmes, “la plataforma gestiona 18 de las 25 listas de reproducción más populares en el país y concentra el 92.5% de la audiencia” y el resto se distribuye entre usuarios privados ajenos a la industria fonográfica (4.8%), las multinacionales Warner Music Group (1.4%) y Sony Music (0.8%),y los sellos nacionales Mueva Records y Magenta Discos, que concentran el 0.5% de las escuchas. Las playlists son las siguientes (se adjunta cantidad de seguidores).

1 – Baila Reggaeton(10.116.038)

2 -Éxitos Argentina (2.154.054)

3 – Amor Amor(1.806.804)

4 – Bachata Lovers(1.766.660)

5 – Salsa Nation(1.701.157)

6 – Dame más cumbia (1.008.667)

7 – Iconos del Rock Argentino (897.894)

8 – Rock Argentino (407.148)

9 -Vamo Lo Pibe (380.256)

10 – Los 90 Argentina (249.362)

II. Huida y permanencia

La filósofa suiza Jeanne Hersch escribió que entre el tiempo y nosotros existe un profundo desacuerdo: “no soportamos su huida, pero tampoco su permanencia”. Algo de eso vivenciamos quienes permanecimos durante largos meses en nuestros hogares durante la pandemia: la suspensión de una cotidianeidad a menudo vertiginosa nos sumergió en un tipo de experiencia diferente con el tiempo que, lejos de transcurrir, parecía acumularse pacientemente, como en esas composiciones de Morton Feldman en las cuales los motivos se expanden en forma interminable, pero apenas perceptible. Por supuesto que la cuestión del tiempo y la música también ha sido tematizada por artistas populares. En 1959, el cuarteto de Dave Brubeck lo erigió en motivo central de su grabación más célebre: Time Out, a la vez un manifiesto modernista y uno de los discos más vendidos de la historia del jazz, apenas superado por el Kind of Blue de Miles Davis, otra grabación icónica de la historia del jazz. La reflexión musical sobre el tiempo caracteriza a uno de los temas centrales de esa grabación: el clásico So What? A lo largo de 9 minutos, la pieza se transforma en una suerte de ejemplo del minimalismo antes del minimalismo (o de la consolidación de aquella forma de concebir a la música), sostenida sobre un ritmo lento y una armonía constituida en torno al acorde de re menor. Los préstamos culturales entre músicos de jazz y compositores de música escrita, académicos o vanguardistas, eran comunes por entonces. En el background musical de Steve Reich estaba el ritmo frenético de La consagración de la primavera, de Stravinski, pero también la batería de Kenny Clarke; y tanto Phillip Glass como La Monte Young eran aficionados al jazz (incluso este último llegó a tocarlo).

En un tipo de operación diferente, en 1960, Astor Piazzolla realizó una operación interesantísima en una composición relevante para su obra posterior, Tres minutos con la realidad. En ella, el bandoneonista y compositor invirtió la idea de música como plan de evasión: al contrario, invita a la escucha como acto de inmersión. Cada vez más lejos de la pista de baile, el tango debería ser, sobre todo, y con fuerza de manifiesto, una música para escuchar con atención.

una improvisación no debía, en lo posible, durar más que la consumición de un trago en la barra, y la dinámica de la música tenía que guiarse por el ragú que se servía en el restaurante

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III. Free at last

El violinista y escritor Stephen Nachmanovicht considera que tal vez nadie tenga más clara la tensión entre música y tiempo que quienes se dedican a la improvisación musical. Al respecto, ha escrito en su ya clásico Free play: “La improvisación es la aceptación, de una sola vez, tanto de la transitoriedad como de la eternidad. Sabemos lo que podría suceder mañana o dentro de un minuto, pero no podemos saber lo que sucederá”. En su concepción, el improvisador no pertenece al negocio de la música, ni tan siquiera al de la creatividad; si es un verdadero improvisador, pertenece al negocio de la entrega.

Por supuesto, una empresa de esas características implica desprenderse del utillaje que todo buen músico conoce de sobra: clichés y trucos del oficio que le permiten retornar a suelo seguro cuando sobreviene el extravío. Algo así sugería Miles Davis, cuya principal orientación pedagógica era siempre recomendar a sus músicos, se llamaran John Coltrane, Bill Evans, Herbie Hancock o Chick Corea, que tocaran donde no sabían qué iba a ocurrir. A partir del omnipotente año 59, aquello cobró una nueva dimensión, especialmente a partir de la grabación de Thes hape of jazz to come, la partida de nacimiento oficial del free, firmada por el cuarteto de Ornette Coleman.

La camada de contemporáneos de Coleman posibilitó una situación muy particular: en los años sesenta todavía vivían y actuaban los miembros de fundacionales del jazz, pero coexistían con todas las generaciones siguientes: clasicistas, renovadores y vanguardistas. En el contexto de la lucha por los derechos civiles, estos últimos radicalizaron su lenguaje rebelándose no solo contra la idea del músico como mero entertainer (la repulsa en su momento comprensible, pero retrospectivamente exagerada e injusta contra Louis Armstrong), o el esquema consolidado a partir del modelo de canciones de Broadway (introducción-estrofa-estribillo en 32 compases), sino incluso contra otras formas difícilmente caracterizables como complacientes, entre ellas el bebop. La operación tenía sus problemas, entre ellos el de armonizar los 17 minutos ininterrumpidos y radicalísimos de piezas como Unit structures, de Cecil Taylor, con la necesidad de atraer público a los clubes. Porque incluso en los tiempos revolucionarios del free, tal como recuerda Wolfgang Sandner, “una improvisación no debía, en lo posible, durar más que la consumición de un trago en la barra, y la dinámica de la música tenía que guiarse por el ragú que se servía en el restaurante”. A menudo, aquellos ninjas debían tocar contra los dueños de los clubes, que se deshacían en señas de todo tipo para que “cortaran”. La solución, para muchos músicos americanos, fue aferrarse al seguro social, como ocurrió con el mismísimo Taylor, o trasladarse a la escena europea, donde encontraron públicos más atentos y receptivos. Uno de esos migrantes, el pianista Mal Waldron, grabó en 1969 el registro que daría origen al célebre sello muniqués ECM con un título que podría leerse como un manifiesto: Free at last.

Cada vez más lejos de la pista de baile, el tango debería ser, sobre todo, y con fuerza de manifiesto, una música para escuchar con atención

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IV. Un rock para la era del longplay

En aquel decenio extraordinario para el rock como música, y no solo como movimiento (1966-1976), los músicos más creativos también empezaron a emanciparse del formato constreñido de la canción pop, no solo en lo que refería a su estructuración, sino también en cuanto a la extensión de los temas. En 1971, por ejemplo, la banda británica Yes grabó en su álbum Fragile un tema redondo en todo sentido, tanto por su construcción circular, como por su adaptabilidad al formato single: duraba exactamente tres minutos treinta. Pero el espíritu de la época pudo más, y aquella canción de formato irregular en la grabación aparecía unida a una larga coda instrumental titulada The Fish (Schindleria Praematurus), que extendía su duración hasta superar los seis minutos, aproximadamente la mitad de lo que duraba Heart of the sunrise, el tema más logrado de aquel disco. Lejos de ser la excepción, aquello fue casi la regla de la época progresiva, en la cual las exploraciones con el tiempo también repercutían en la extensión de las canciones: a todas luces, la era del oro del por algo denominado longplay. Superada la dictadura de los tres minutos, las bandas y solistas de rock y pop experimentaron con la extensión de las composiciones en diversos modos, y pusieron fin a la lógica que imponía la era del single con dos caras, que en el rock conocería un momento casi fundacional en un clásico cuyo nombre resulta emblemático: Rock around the clock. Aquellos límites pronto se corrieron de diversos modos, desde el encadenamiento de canciones (el final del lado b del Abbey Road de los Beatles) hasta las composiciones que ocupaban la cara completa de un álbum, como Echoes, la suite que daba cierre al Meddle de Pink Floyd. La exacerbación de aquella concepción dio origen al álbum conceptual, que conoció una de sus primeras manifestaciones en 1967 con una grabación de los Moody Blues que llevaba un título que no podría pasar desapercibido para nuestros fines. Se trata de Days of future passed, un título cuya sola mención nos remite a la producción posterior del historiador Reinhart Koselleck. Cuánto de retorno y nostalgia pastoral había en la idea de progreso que manejaban muchos de los músicos de la época progresiva es uno de los mayores logros de Vendiendo Inglaterra por una libra, el muy recomendable libro de Norberto Cambiasso.

Pero el trabajo con el tiempo no ocurría solo en el plano de la extensión de las composiciones, o en su tematización lírica, como en el clásico Time, de The dark side of the moon, de Pink Floyd, sino incluso en la concepción misma de los materiales musicales. Los británicos King Crimson, por ejemplo, apelaron recurrentemente al ostinato (la figura o motivo que se repite constantemente), como puede escucharse en Lark´stongues in aspic, partone(1973). También experimentaron con la creación de efectos de inmovilidad o tiempos suspendidos, incorporando en el universo del rock procedimientos propios de artistas como John Cage, o el ya mencionado Morton Feldman. Cuando el punk, para bien o para mal, llegó para cambiarlo todo (cosa que finalmente no ocurrió), aquello que simbólicamente había comenzado con el future passed de los Moody Blues se vio desafiado por el no future de los jóvenes iracundos. Las rítmicas se hicieron más regulares, los acordes se simplificaron y los tiempos se acortaron al formato estándar, e incluso más. Aunque vociferante, a su manera también realizaron una operación musicalmente conservadora.

V. ¿El viejo Abe gritándole a una nube?

¿Cuánto cambió la industria de la música con la llegada de Internet, la creación de la plataformas P2P y, posteriormente, de las plataformas de streaming? Abordar ese impacto implicaría un trabajo que escapa a los límites de este texto. Sin embargo, una primera aproximación basta para dar cuenta que constituye el pasaje de un modelo físico, basado en la escasez, a otro que, en cambio, se basa en la abundancia. Superada la limitación física de acceso a la música (esperar su transmisión por radio, o comprarla en vinilo, cassette, cd, o nuevamente en vinilo) el actual modelo de negocios se constituyó en torno a la idea de acceso. La existencia de mayor disponibilidad de música que nunca antes, sin embargo, no implica necesariamente más o mejor escucha. El éxito del modelo playlist, adaptado a una época de aceleración, multitasking y sobreoferta, da cuenta de una mayor tendencia a la homogeneización de la música mainstream, que tiene en los talent shows al universo que condensa idealmente las especificidades requeridas por la industria: profesionalización en la ejecución y la grabación, tiempos homogéneos y estandarizados, y dominio técnico en la vocalización sobre la base de determinados modelos sonoros, angloamericanos o latinos, presentados como universales. Una homogeneidad que busca inhibir cualquier divergencia o conflicto, y construida en torno a la secuencia introducción-estrofa-estribillo, con cada vez menos espacio para las secuencias instrumentales. Alienta esta tendencia un proceso inédito de concentración y fusión de compañías: para 2013, Universal, Sony y Warner controlaban el 88.5% del mercado global.

Por supuesto que la parte musicalmente más interesante del negocio de la música grabada pasa, hoy por hoy, por las compañías y producciones independientes, casi un retorno a los orígenes de aquella práctica, cuando las empresas se organizaban en torno a las fábricas de radios y aparatos electrónicos. En los márgenes de las corporaciones respira lo vital y lo mejor, con compositores, instrumentistas e intérpretes valiosos que siguen haciendo lo suyo aún alentados por el espíritu y el gesto romántico de la búsqueda de trascendencia estética. De algún modo, aquella impronta se extendió hasta los años ochenta, cuando las multinacionales comenzaron a coparlo todo y consolidaron al Leviatán de la industria musical. Un tiempo anterior a Spotify, iTunes, y la mismísima World Wide Web.

Alguna vez Frank Zappa reflexionó lúcidamente sobre aquella cuestión, y sostuvo que en los años 60 los gerentes de las compañías de discos eran viejos que no tenían la más mínima idea acerca de las nuevas músicas, pero que se arriesgaban incluso con artistas que experimentaban con ideas y formatos novedosos: decían: “ok, la verdad que no sé qué es esta música, pero grabémosla y veamos qué sucede”. Según Zappa, aquellos ejecutivos no eran jóvenes con onda, sino empresarios old style, a menudo viejos aferrados a sus habanos. Entonces, —continúa— llegaron los jóvenes que comenzaron sirviéndoles cafés a esos jerarcas de las discográficas, jóvenes que a menudo habían sido hippies de pelo largo, y acabaron convenciéndolos de que eran ellos los que sabían exactamente qué demandaba el mercado. Y a la larga—concluye—esos jóvenes cool resultaron artísticamente más conservadores.

¿El viejo Abe gritándole a una nube? Probablemente, aunque tal vez no. El tiempo lo dirá. Mientras tanto, escuchemos música. Les comparto una playlist.

https://open.spotify.com/playlist/0RLFZVP5SXChcEZQVb9KYy

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Comentarios

  1. LA MÚSICA, EL TIEMPO Y EL TIEMPO PARA LA MÚSICA – La polilla y la flama

    el 08/02/2021

    […] Las líneas que siguen parten de una sospecha: cada vez nos cuesta más concentrarnos para escuchar música. No me refiero a poner música, sino a escuchar música en el sentido más pleno de la palabra. Se me dirá que hay muchas formas posibles de escucha y que todas son válidas, y casi seguramente sea cierto, pero el tipo de escucha al que me refiero es uno de tipo trascendente. ¿Trascendente para quién? De nuevo: no tengo nada contra las playlist del tipo Música para limpiar el baño o Joda loca party 2018, ni tampoco impugno el uso de la sonata en sol menor de Scarlatti como banda de sonido oficial para la preparación de un final de arquitectura. Los usos de la música son múltiples y, casi siempre, legítimos: música ritual, música para alentar a tropas a punto de batirse, música para exigirles a los jugadores a ver si ponen huevo que no juegan con nadie, música para dar ambiente adecuado al consumo de un cortado doble con un cuadrado de limón. Cada una de esas circunstancias implica un tipo específico de posicionamiento respecto de aquello que suena. En las últimas décadas, incluso, se ha concebido al baile como una forma específica y hasta superior de escucha. Tengo dudas, pero como dije anteriormente acepto todo. Mi pregunta es más básica, e incluso más tradicional: ¿por qué cada vez nos hacemos menos tiempo para escuchar música como actividad primaria y excluyente? Se lee acá. […]

  2. Roberto

    el 17/02/2021

    Minutella
    Pura ignorancia lo tuyo, desde la base, en la sucesión de acontecimientos. La limitación de tres minutos era técnica por el tamaño de las matrices de cera para grabar, los 45 rpm aparecieron cincuenta años después del establecimiento de la industria y, la radio, 20. Tenés que seguir estudiando historia para poner en orden en tu cabeza a los temas que abordás. Los músicos, en vivo, nunca se limitaron a esos tres minutos. En fin, hay mucho que explicarte, no abandones que vas a llegar. Abrazo.

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