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14 de noviembre 2016

Mariano Schuster

Jefe de redacción de @LaVanguardiaPS. Editor en @revistanuso. Editor de la Nueva Revista Socialista

LA RUEDA DE LA FORTUNA OBRERA

Tiempo de lectura: 5 minutos

Todos queremos tener suerte. Conquistar nuestros deseos. Desarrollar nuestras capacidades. Amar y ser amados. En realidad, solo pedimos lo básico: que la vida, a veces, nos guiñe un ojo. Lamentablemente nacimos desiguales en dignidad y derechos. Y los desiguales no siempre pueden esperar ni aspirar a la revolución.

Es un lugar común. Pero es un lugar concreto. Hay gente que es explotada de manera visceral. Hombres y mujeres que apenas pueden pensar en sus necesidades más inmediatas. Da igual que les hablen del capitalismo o de las injusticias de la estructura de poder. El mundo, para ellos, se reduce a esto: a que no tuvieron suerte. Mientras los liberales suelen argumentar que es al revés (que todo es una cuestión de capacidad) ellos afirman que son los hijos de la mala leche. Por eso, a veces se apuestan lo que tienen en la Quiniela o en el Prode. O a las tragamonedas. O a las carreras de caballos. Y suelen seguir perdiendo.

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Thomas Haggerty era uno de los hombres dispuestos a machacar la cabeza de los obreros cuando iban al casino. Le molestaba, particularmente, que aquellos trabajadores a los que quería dedicar su vida, derrochasen su salario en las casas de apuesta. A veces, solía agarrarse la cabeza y gritarles que, cuanto más gastasen en aquellos “antros del demonio” menos suerte tendrían. Afortunadamente, el padre Haggerty también era una persona lúcida. Por eso, a la hora de pensar la liberación lo hizo en sus propios términos: propuso que la suerte cambiase de bando.

Durante la noche, la Iglesia del padre Haggerty funcionaba como imprenta de un periódico marxista vinculado al American Labor Union

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Thomas Haggerty estaba entregado a la fe. A los 23 años se había ordenado sacerdote en aquella enorme ciudad del progreso llamada Chicago. Corrían entonces los últimos años del siglo XIX y la maquina del capitalismo funcionaba a todo vapor. Por eso, en cada parroquia a la que llegaba – la Nuestra Señora de los Dolores de Nuevo México, las de Texas y las de Las Vegas – solía decir lo mismo: Soy sacerdote para la clase trabajadora. Entonces, en medio de aquel flamante mundo industrial, no resultaba común que un cura entregase su vida a la causa de los pobres. La consecuencia lógica fue la creación de la leyenda.

Haggerty Imagen

Había quienes afirmaban que organizaba huelgas y piquetes junto a los obreros de Texas. Otros, decían haberlo visto exigiendo la devolución de tierras comunales a los campesinos. Algunos, afirmaban incluso que había acudido a apoyar la lucha de los mineros de Nuevo México. Todo era cierto. En cada lugar al que acudía a oficiar misa, organizaba al pueblo contra el poder. Pero al final, siempre perdía. Fue expulsado de todas las parroquias a las que había sido enviado.

Para un hombre como Haggerty organizarse era una necesidad. Sin embargo, la Iglesia no parecía resultar suficiente para conseguir su anhelado sueño de cambiar la suerte de los trabajadores. Así que, en 1902 tomó una decisión que lo alejó para siempre del ministerio cristiano. En su pequeño estudio de la Parroquia de New Mexico convocó, ante la mirada atónita de un Cristo crucificado en la pared, a una multitud de amigos. En tan solo un mes, la sacristía de la Iglesia cobijó a un grupo de dementes dispuestos a darlo todo por la revolución. Durante la tarde, la Iglesia funcionaba como casa de Dios. Durante la noche, como la imprenta de un periódico marxista vinculado al American Labor Union (Sindicato Americano de Trabajadores).

Haggerty debió suponer lo que sucedería. En menos de dos meses, su diario rebelde fue descubierto por sus superiores y acabó siendo expulsado de la Iglesia. Nunca más se le permitió ejercer el sacerdocio. Solo le quedaba una vocación: la revolucionaria. Primero, partió con una pequeña valija en dirección a Colorado donde sumó a la poderosas huelgas de mineros. Luego, se afilió al Partido Socialista de América de Eugene Debs. Pero nada le convencía: las huelgas aisladas – decía- estaban destinadas al fracaso, y los socialistas eran moderados y temerosos.

Hacia 1905, el ex párroco Haggerty ya se había convertido al anarco-sindicalismo. Hay que hacer la revolución. Sería deseable que esta fuese pacífica. Pero, a decir verdad, no importa como la consigamos – afirmaba frente a sus fieles. Junto a William Haywood, Daniel De León, y Mary Harris “Mother” Jones, hizo entonces un llamado a la organización de los trabajadores del mundo. Si ellos lo hacían refiriéndose a Bakunin y Marx, él lo haría desde la vocación de amor de Jesucristo. Lo que nació fue el más potente sindicato de los Estados Unidos:  la Industrial Workers of the World (IWW). En su primer Congreso (1906) – para el que escribió parte de los estatutos – se unió al sector más rebelde, que rechazaba las reformas democráticas del recientemente electo Theodor Roosvelt.

El viejo cura dibujó un sistema de organización sindical que sería conocido como la rueda de la fortuna de Haggerty

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Pero Haggerty, que comenzaba a sacar canas, no estaba contento con lo obtenido. Podía tener su organización y su sindicato para enfrentar al capitalismo. Pero los trabajadores necesitaban que les hablasen en términos de suerte. Así que decidió crear su invento más preciso. Encerrado en un pequeño cuarto, el viejo cura rojo, dibujó un sistema de organización sindical que luego sería conocido como la rueda de la fortuna de Haggerty. En realidad, se trataba tan solo del diseño de la estructura del sindicato: cada central obrera tendría su importancia relativa por rama de actividad, pero todas confluirían en un comité central de la  Industrial Workers of the World. Su explicación fue precisa:

Una organización sindical que quiera representar correctamente a la clase obrera debe tener dos elementos centrales:

Debe combinar a los obreros asalariados de tal manera que puedan combatir con mayor éxito y debe proteger los intereses de los trabajadores de hoy en su lucha por reducir su jornada de trabajo, aumentar los salarios y mejorar las  condiciones en las que emplean su fuerza.

Pero también debe ofrecer una solución final al problema de los trabajadores, emancipándolos a través de la huelga.

En definitiva, para tener suerte los trabajadores debían luchar. Era la única manera de hacer girar la rueda.

A los pocos días de presentar su diseño, Haggerty desapareció. Durante años, sus compañeros de la IWW lo buscaron por cada rincón de la ciudad. Once años más tarde, exactamente en 1917, Ralph Chaplin, editor del periódico anarquista Solidaridad, lo encontró viviendo entre la mugre de los bajofondos. Haggerty se había vuelto loco. Vivía empobrecido, dando apenas algunas clases de español, bajo el seudónimo de Ricardo Moreno. En 1920, la última vez que fue reconocido, ya se había transformado en un homeless.

El padre Haggerty nunca más volvió al sindicato. Él ya había dejado su invento. Invitaba a la gente a luchar pero él ya lo había hecho demasiado. Murió pobre, solo y en la calle. La rueda de la fortuna obrera no giró para él.

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