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23 de marzo 2018

Florencia Angilletta

LAS PENAS SON DE NOSOTROS, LAS YEGUAS SON AJENAS

Tiempo de lectura: 4 minutos

Cuando en 2008 ocurrió el “conflicto con el campo” habían pasado siete años desde la crisis de 2001. Dicen que el número siete tiene algo de místico, de buena o mala suerte, que es el número de los ciclos astrológicos, que es un número religioso, que por eso los matrimonios viven la famosa comezón del séptimo año. La crisis de 2001 en 2008 era un pibe que ya iba a la primaria. Durante esos “largos siete años” asistimos a un duhaldismo, primero, y un kirchnerismo, después, que fueron también “peronismo de la gente común”. O más concretamente: entre 2003 y 2008 el “kirchnerismo de la gente común” congregó una amalgama de consumos, derechos, emociones, medidas, por las que, para un amplísimo sector de la sociedad que superaba incluso a sus “votantes”, ser kirchnerista más que una posición partidaria era una suerte de sinónimo de ser argentino, en particular, de ser “ciudadano” argentino. Ahí había una potencia, y también muchos limites.

En una historia de la 125 no puede faltar esa famosa foto de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y el entonces ex-presidente Néstor Kirchner fundidos en un gran abrazo, mientras una multitud detrás hacía caer partículas de papeles celestes y blancos. En esa foto se estampaba una nueva distribución de sentimientos en la política argentina. “El amor vence al odio”, que marcará los años siguientes, y también la “felicidad” y el “presente” como horizontes de la entonces oposición. Cambiemos también nace ahí, en esa lectura afectiva que redefine lo que va a implicar “ser argentino” para esta naciente ciudadanía. Una ciudadanía que buscaba, del vamos, otro lugar en el espacio político. El mapa de ese votante todavía se superpone con las zonas del agro, como una radiografía o cicatriz del “conflicto con el campo”. 2008 era el primer año de gestión de Mauricio Macri como jefe de gobierno porteño. Para esa época Macri usaba el pelo más largo que de costumbre y todavía llevaba bigote –que se afeitará recién en 2010, cuando se case con Juliana Awada–. En una historia imaginada de la 125 fue en ese otoño cuando, por primera vez, se miró al espejo y pensó que afeitarse era una posibilidad.

En 2008 lo que vuelve, entonces, más como guerra que como tragedia, es la pregunta democrática por el dinero. La kirchnerización como ciudadanía era una ficción, como si la política pudiera desentenderse de la economía, como si lo que entra y sale de la cuenta no importara. ¿Quién paga para que podamos dedicarnos a ser ciudadanos?

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Hace diez años éramos, fundamentalmente, jóvenes. En 2008 se publicaron, entre otros, la edición facsimilar de la revista Contorno por la Biblioteca Nacional, la compilación del trabajo periodístico de Rodolfo Fogwill en Los libros de la guerra y la primera novela de Félix Bruzzone que se llamó Los topos. Títulos de guerra, tragedia, discusión; el conflicto se veía venir. Con la 125 el desacuerdo volvió a ser una territorialidad real: salir a la Plaza a apoyar el kirchnerismo, salir al Monumento a los Españoles a apoyar el anti kirchnerismo. Tomar el espacio cuando el espacio se podía tomar. Asistíamos al primer reclamo político masivo post 2001. Justamente las concurridas marchas por la “seguridad”, encabezadas por Juan Carlos Blumberg años antes, fueron leídas en su momento como “reclamo ciudadano”. A partir de 2008 lo que se agrieta es esa asociación entre ciudadanía y partido gobernante; el “conflicto con el campo” vino a romper con ese “ser” argentino como “ser” kirchnerista, porque nada más argentino finalmente que la pampa, la vaca, el pasto, y eso parecía quedar afuera del famoso esquema de retenciones impositivas móviles.

En 2008 lo que vuelve, entonces, más como guerra que como tragedia, es la pregunta democrática por el dinero. La kirchnerización como ciudadanía era una ficción, como si la política pudiera desentenderse de la economía, como si lo que entra y sale de la cuenta no importara. ¿Quién paga para que podamos dedicarnos a ser ciudadanos? En ese reclamo de la 125 no se discutía solamente la renta agropecuaria, sino la política económica misma. La cacerola volvía como el ruido de una conflictividad redescubierta, como una reversión del “piquete y cacerola la lucha es una sola”, como una lógica punk del ahorrista adormecido a destiempo. Toda relación, todo esfuerzo, toda elección tiene detrás un signo $.

El insulto “yegua”, un insulto bien pampeano, era un gesto patriarcal, sí; vuelto contra sí mismo, como en la inolvidable canción de Babasónicos, es también una memoria afectiva de todo esto que nos pasó.

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La historia afectiva de la 125 es también la historia de la neurosis colectiva de la “clase media”. Casi tres meses en los que ser ciudadano fue hablar, tomar posición, desarmar estrategias, hacer números. El “conflicto con el campo” es, en definitiva, el punto de kirchnerización máxima para los que antes habían confiado en la transversalidad desde afuera y el punto de quiebre para los que creían más o menos en lo mismo desde adentro. Para muchos, la juventud termina en 2008. A lo que vino después también le debemos dos de las leyes más importantes de nuestra democracia –Matrimonio Igualitario (2010) e Identidad de Género (2012)–.

Después de 2008, empezó a difundirse cada vez más el “yegua” hacia CFK. En ese gesto se cruzan mil explicaciones. Hay una que no debería obviarse: el recuerdo, impreso en la propia materialidad del insulto, de la política de “esa mujer” con la 125. El “conflicto con el campo”, entonces, mostró algo importante, que una mujer en la política podía implicar exactamente eso: política. Que las mujeres públicas también tenían –además del evidente “derecho al bien”– el “derecho al mal”, como todos los varones de la historia. El insulto “yegua”, un insulto bien pampeano, era un gesto patriarcal, sí; vuelto contra sí mismo, como en la inolvidable canción de Babasónicos, es también una memoria afectiva de todo esto que nos pasó.

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